domingo, 22 de abril de 2012

Capítulo Tercero: DESCENSO


Probó las aletas heridas. Estaban curándose muy bien. Un poco más de tiempo haciendo reposo y estarían plenamente operativas. Las fracturas se soldaban perfectamente. Y los magtinos dañados también estaban sanando sin problemas. La profunda herida de su lomo se había regenerado y su organismo estaba devolviendo la armadura a su grosor original. El embarazo marchaba con normalidad y, pese a faltar muy poco, no parecía que fuera a adelantarse el parto. Se concentró de nuevo en lo que estaba haciendo: asimilar un pedazo de hielo del vasto anillo que rodeaba el gigante gaseoso. Así podría conseguir agua y, además, combustible y oxígeno. Le iba a costar algo de tiempo volver a llenar sus vejigas al máximo, pues la batalla contra los Ensartadores había sido brutal y sus reservas habían quedado completamente agotadas. Todo el alimento era transportado por la sangre hacia los tejidos dañados, acelerando al máximo la recuperación de las heridas. Debía estar en óptimas condiciones si quería tener garantías de sobrevivir a la dura prueba que suponía el Descenso. Como sólo se podía intentar una vez por Vuelta, había perdido la anterior oportunidad a causa de su estado, así que se estaba preparando para la siguiente.

Aun entonces, varios ciclos después del ataque, le costaba recordar qué había sucedido al final. En su mente aparecían con claridad meridiana las imágenes de la lucha, el miedo, la determinación; la sensación de pensar, de ser capaz de hacer planes... y la sorprendente intervención de su cachorro en la lucha. También recordaba muy bien su terrible decisión de suicidarse y evitar así el cruel destino que las esperaba a ella y a su cría. Pero lo demás estaba borroso... confuso.

Cuando creyó ser víctima del último Ensartador, cuando estaban a punto de ser devoradas impunemente, algo lo impidió.

Al mirar alrededor, lo primero que vio fue a las dos hembras que habían detenido suavemente su deriva con sus propios cuerpos, tras el impacto que la liberó del cazador. Y a otras dos un poco más allá.

El fuerte golpe que sintió lo había provocado el joven macho cuando se lanzó a toda velocidad y atravesó con sus colmillos al Ensartador, arrancándolo de su presa. Vio al predador agitando los tentáculos, magtiendo agudos silbidos de dolor, agonizando sin esperanza. Al poco se quedó quieto. Inerte. El macho se separó de él con una violenta sacudida. La sangre del cazador se congeló de inmediato sobre los colmillos del Navegante mientras flotaba fláccidamente en el espacio, alejándose lentamente. Se habían invertido los papeles.

Sintió que su conciencia se desvanecía. Con un último esfuerzo se fijó mejor en su salvador: joven, fuerte, con bandas de un increíble azul zafiro cruzando su lomo en diagonal, las aletas de color turquesa intenso... Se quedó atónita. Lo reconoció al instante.

El padre de su cría.

Perdió el conocimiento.

No sabía qué o cuánto pasó después. En su memoria sólo había un vacío nebuloso y confuso, salpicado por una sucesión de imágenes fijas, de destellos en la oscuridad.

Varias hembras remolcándola... protegiéndola...

El joven macho navegando alrededor de ellas, escoltándolas...

El planeta anillado que se hacía más grande por momentos...

Un mundo azul y verde bajo ella... casi podía tocarlo.

Luz... oscuridad... luz... otra vez oscuridad... Intuyó que estaba en órbita alrededor del Mundo Vivo.

Hembras susurrando y alentándola...

Y después un largo sueño febril y pesadillas... Pesadillas espantosas... La atacaban. No podía defenderse. Estaba inmóvil. El Ensartador atravesaba su armadura, sacaba su horrible lengua y escarbaba en la carne de su lomo...

“¡NOOOO!"

Salió de las brumas de la inconsciencia abruptamente. Había tardado algún tiempo en centrarse. Las pesadillas le habían parecido tan reales... su corazón latía agitadamente y una odiosa ansiedad atenazaba su mente. De repente, una intensa mezcla de emociones positivas la había embargado: calma, serenidad, apoyo y un inmenso afecto eran las más destacables.

Pero su sorpresa fue aún mayor cuando descubrió que aquellas emociones no provenían de su mente… sino de su útero. De nuevo, por increíble que pareciese, su cría había vuelto a ayudarla. Poco a poco su pulso había ido recuperando la normalidad y consiguió centrarse en todo lo que la rodeaba. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado sumergida en aquella desesperante inconsciencia llena de pesadillas. Varias hembras la habían rodeado cariñosamente, acariciándola levemente con las aletas y transmitiendo tranquilidad y dulzura...

Estaban a salvo. Una vez que fue consciente de ello, había empezado a alimentarse y a curar sus heridas. Por su cría y por ella misma.

*

Había pasado un Grupo y cuatro Ciclos desde que despertó de su sopor. Desde entonces se había dedicado en cuerpo y alma a recuperarse y reponer sus reservas de combustible. Mirando atrás, la verdad era que le parecía increíble haber escapado con vida.

Las otras hembras se habían portado muy bien con ella. No la habían abandonado en ningún momento. Siempre hubo alguna a su lado, susurrando y trepidando dulcemente para que sintiese su cercanía.

*

Desde hace millones de años, los Navegantes se comportan de una manera increíblemente cooperativa con sus congéneres. Se protegen, cuidan de las crías de las hembras que salen de patrulla, adoptan a los huérfanos... Aunque dos individuos no tengan lazos familiares entre sí, siempre se ayudarán y se protegerán mutuamente. Todos los Navegantes se sienten parte de una inmensa familia.

Un Navegante jamás queda abandonado a su suerte. Jamás niega su ayuda a otro Navegante. Exhiben un comportamiento social enormemente evolucionado y complejo, en el que el altruismo, la cooperación y la unidad son sus pilares fundamentales. A veces, este proceder se extiende a otras especies, pues no son raros los casos en los que un Navegante ha protegido o ayudado a otra criatura en apuros. Entre las hembras, sus relaciones sociales son aún más intensas, profundas y cálidas que entre los machos.

*

"Ha llegado el momento".

Una Vuelta después del ataque se encontraba ya en muy buen estado, aunque no del todo óptimo. Su cría no se había vuelto a “manifestar” en todo aquel tiempo, pero se habían curado todas sus heridas y sus reservas se encontraban al máximo. Había cargado las cuatro vejigas menores con nitrógeno líquido, para tener suficientes reservas de refrigerante. Le iba a hacer falta mucho para sobrevivir a la entrada en la atmósfera. La vejiga central, la mayor de las cinco, estaba totalmente llena de mezcla de hidrógeno y oxígeno, extraídos del hielo, que le servirían como combustible para maniobrar. Durante la aproximación dependería exclusivamente de sus propias reservas, por lo que su sangre estaba completamente saturada de nutrientes. Le sería imposible abrir los pétalos una vez empezase la abrasadora maniobra de reentrada. Había ralentizado su metabolismo periférico, manteniendo justo lo suficiente para mantenerse consciente y garantizar el aporte esencial a la cría que crecía en su útero. De aquella forma gastaría menos recursos y tendría mayores posibilidades de llegar con éxito al océano.

El Mundo Vivo estaba inmerso de lleno en la zona de mayor intensidad magnética del gigante anillado y, por tanto, en la densa oscuridad de su cono de sombra. Debía aprovechar aquella oportunidad, porque su gestación no duraría hasta la siguiente ocasión, una Vuelta más tarde. Como faltaban pocos Ciclos para el parto, esperaría en la superficie del mar para traer a la luz a su cría. Mientras aguardaba en el agua, debería continuar alimentándose en el inacabable banquete del mar para recuperar completamente su organismo y volver a estar en condiciones óptimas. No obstante, sentía que algo no iba bien del todo en su cuerpo. Era una sensación sutil y huidiza, pero estaba un poco preocupada.

Multitud de hembras de varias especies se estaban congregando en el lugar en el que la gravedad del gran planeta y de su satélite se equilibraba, estacionadas a la espera del momento oportuno para poder iniciar el descenso. Se unió al grupo y se dejó llevar con las demás mientras la luna oceánica proseguía su órbita hacia el punto de máxima interferencia energética.

Poco tiempo después los dos planetas y sus cinturones de fuerza se alinearon, formándose un estrecho y potente conducto de flujo magnético, de una energía tan densa que permitía nadar en su seno con la misma facilidad que en el agua. La Navegante podía magtir el conducto como una aurora cilíndrica, tendida entre las dos superficies planetarias a modo de pasillo, con turbulentas paredes de fuerza líquida y etérea que ondulaban, se estremecían y se arremolinaban por todas partes. Era el momento. El pasillo no acostumbraba a durar mucho tiempo.

Cientos de hembras se pusieron en marcha al unísono con sus órganos magnéticos brillantes de potencia, cada una según el estilo de la especie a la que pertenecía, e iniciaron el peligroso descenso. Pusieron rumbo a la superficie mientras iban perdiendo inercia y altitud paulatinamente. Debían entrar a una velocidad lo suficientemente reducida como para que el blindaje soportase la temperatura, pero también lo suficientemente rápida como para llegar a salvo a las capas bajas de la atmósfera antes de que el túnel de fuerza se desvaneciese. Y el margen entre las velocidades máxima y mínima era tan estrecho que era fácil cometer un error y perder la vida violentamente.

Exceptuando a los Dardos Explosivos, claro. Aquellas extrañas criaturas, que cambiaban de forma física varias veces a lo largo de su vida, no precisaban de ningún tipo de asistencia magnética para sobrevivir a la entrada en la atmósfera. Se lanzaban contra el planeta como meteoritos, protegidas por un denso blindaje frontal, del que se despojaban por capas durante el viaje por la alta atmósfera. Al final, sólo quedaba un agudo dardo metálico de media aleta de longitud, con un ser alargado y blando en su interior. Tras hundirse en el mar, a gran profundidad, la criatura abandonaba el dardo, le crecían patas articuladas y se alimentaba durante toda una Gran Revolución, creciendo y madurando las crías que llevaba en su interior. En un momento determinado, salía a tierra firme, formaba un extraño capullo y, dos Vueltas después, emergía de él un ser feo y abultado, con un gran depósito partido de hidrógeno y oxígeno en su abdomen protegido por grandes placas córneas. Se anclaba firmemente a tierra y apuntaba los numerosos cilindros rígidos de su hocico hacia el cielo. Después, se producía una poderosa explosión en su interior, que era canalizada por los cilindros. A causa de la detonación, un dardo metálico negro salía disparado de cada uno de aquellos tubos. Los dardos eran las crías de la extraña criatura, que moría al instante dejando una carcasa vacía y abrasada. El potente impulso de la explosión lanzaba a los retoños fuera de la atmósfera. Después permanecían en órbita algunos Ciclos, hasta que encontraban la manera de abandonar el sistema. Algunos lo lograban por sus propios medios y otros se enganchaban a individuos de otras especies y se dejaban remolcar cómodamente.

Pero no era el momento de pensar en los Dardos. De hecho, no veía a ninguno de ellos por allí en aquella ocasión. En cuanto al resto de especies, cada una de las hembras descendía por el pasillo de fuerza usando sus propias capacidades magnéticas para ir controlando su velocidad de caída.

En aquel momento se hallaban a cinco Líneas[1] de la alta atmósfera y seguían perdiendo altitud. La multitud de animales generaba un campo magnético conjunto tan potente que parecía que una gran burbuja de luz acuosa se movía plácidamente hacia el pequeño mundo azul, a lo largo del túnel de energía. Al poco, el etéreo globo luminoso empezó a deformarse al friccionar contra las capas altas de la atmósfera. Cada hembra adoptó la posición que más la protegía para la reentrada, rompiendo la formación de descenso. La burbuja se disolvió en jirones de luz. Unas se colocaban de espalda, presentando el grueso blindaje del lomo, otras de vientre y otras, como las de Puntiagudo, se lanzaban de morro, confiando en su forma aerodinámica y la densa armadura de su parte frontal. Las Navegantes, por su parte, abrían en abanico las grandes placas dérmicas triangulares frontales, plegaban las aletas, generaban poderosas pulsaciones energéticas hacia delante para reducir la velocidad de caída y descendían en picado mientras la fricción con el aire las ayudaba a frenar.

Llegadas a ese punto, cada una de las hembras de cada una de las especies se las arreglaba por sí misma para conseguir amerizar a salvo.

*

Su blindaje frontal empezó a calentarse intensamente. Incrementó al máximo la energía del campo magnético en la parte anterior, tratando de mantener las placas dérmicas lo más aisladas posible de la fricción con el gas ionizado de la alta atmósfera. La capa aislante bajo la piel acorazada mantenía protegidos los tejidos más sensibles al calor. El complejo sistema vascular de refrigeración bombeaba nitrógeno líquido a gran presión desde las vejigas hacia la parte frontal de su cuerpo. El nitrógeno captaba el calor y lo llevaba hasta la cola, disipándolo en una estrecha estela de vapor turbulento.

En el proceso de reentrada, el especial y delicado control térmico necesario producía una continua pérdida de líquido refrigerante. Ella sabía que aquella merma de fluido representaba un inconveniente del que debía preocuparse pues, aunque en la superficie repondría de nuevo sus reservas, la cantidad de refrigerante disponible limitaba el tiempo de descenso. Ello la obligaba a mantener muy controlada la velocidad de caída dentro de unos estrechos márgenes de tolerancia; demasiado rápido y se incineraría; demasiado lento y el refrigerante se agotaría antes de alcanzar la baja atmósfera, lo que haría que se cociese en sus propios fluidos corporales. Por supuesto, lo ideal sería efectuar la maniobra de reentrada a la velocidad más reducida posible, para que el calor no fuese un problema. Pero, ni el pasillo de fuerza duraba lo suficiente, ni podía frenar su caída más allá de un límite; la gran masa de su cuerpo, atraída por la gravedad del planeta, lo impedía.

No por haber realizado varias veces la maniobra en anteriores ocasiones, ésta dejaba de ponerla nerviosa. Un fallo y se abrasaría sin remedio. El aire se densificaba por momentos. Los músculos y tendones que mantenían abiertos los escudos térmicos, casi al rojo vivo, acusaban el tremendo esfuerzo. La presión producida por la fricción del aire enrarecido sobre ellos los llevaba hasta el límite.

Quedaba un Grupo con dos Líneas[2] para la superficie y seguía tratando de decelerar todo lo posible, pues la continua pérdida de refrigerante empezaba a mermar su capacidad para mantener el escudo a una temperatura soportable.

A cuatro Líneas de altitud se encontró con el muro atmosférico, la zona inferior de la capa de aire y la de mayor densidad. La contundente fricción disminuyó notablemente su velocidad, recalentándola aun más. Se sentía terriblemente sofocada. Le parecía que iba a hervir por dentro y que los huesos se le partirían por el tremendo esfuerzo que soportaban. Su sistema de refrigeración estaba al máximo de capacidad.

Debía resistir unos momentos más, mientras el rozamiento del aire la frenaba poderosamente.

Tan sólo un poco más... El calor era prácticamente insoportable.

Y, de pronto, empezó a remitir rápidamente. Había perdido, por fin, la elevada velocidad de caída; por tanto, la fricción se había reducido a un nivel en que ya no producía calor, sino más bien al contrario. Lo había conseguido. Lo peor había pasado.

Era el momento de salir del picado.

Cerró los abrasados y ennegrecidos escudos del hocico. Luego colocó las seis aletas traseras apretadamente a ambos lados del cuerpo formando con ellas una especie de ala triangular a cada costado y, usando las delanteras como timones, cambió el ángulo de caída a un cómodo planeo espiral descendente que debía conducirla hasta la superficie llevada por su inercia. El aire fresco de la noche la enfrió eficazmente mientras perdía altitud. Tras el extenuante y peligroso proceso que suponía una reentrada, el plácido planeo hacia la superficie la relajaba notablemente. Verificó el estado de su organismo. Todo se encontraba en orden. Había agotado tres vejigas de refrigerante y la mitad de la cuarta. Lo normal. Ni más ni menos.

Satisfecha, observó a las muchas hembras que volaban en las cercanías, de varias especies diferentes. Cada una tenía su propio sistema. La mayoría optaba por el planeo; otras se dejaban caer como piedras y, gracias a su forma puntiaguda y a su tamaño más reducido, soportaban el impacto contra el mar. Las Caparazones constituían un caso especial, pues, aparte de los Dardos Explosivos, eran las únicas capaces de resistir la reentrada directamente, sin usar escudos magnéticos, sólo protegidas por las enormes y gruesas placas blindadas de su lomo. Cuando llegaban a la zona densa de la atmósfera, daban media vuelta y presentaban el vientre. Entonces abrían su caparazón en ocho grandes secciones con forma de pétalo, unidas entre sí por unas finas y resistentes membranas, y descendían planeando suavemente hasta la superficie del mar. Como sus capacidades energéticas eran muy modestas, habían solventado el problema de la velocidad de reentrada de aquella forma tan ingeniosa.

Se encontraba aún a dos Líneas de altitud y descendía en una amplia y grácil trayectoria espiral. La temperatura de su piel metálica y de su organismo ya se había normalizado, así que se permitió el lujo de gozar de las hermosas vistas que le ofrecía el Mundo Vivo desde aquella posición privilegiada. Aunque el pequeño planeta se hallaba dentro del cono de sombra del gigante gaseoso y, por tanto, era de noche, el resplandor anaranjado de la gran nebulosa que rodeaba el sistema producía la suficiente luz como para que su sensible visión le permitiese percibir los detalles perfectamente, pintando la enorme masa de agua con infinitos tonos ocres, naranjas y rojizos. El vasto océano se perdía en el horizonte en todas direcciones, apenas interrumpido por diversos archipiélagos y por dos masas de tierra continental a la derecha y a la izquierda, tapizadas de exuberantes bosques y salpicadas de ríos y lagos. Un extenso archipiélago montañoso frente a la gran tierra de la izquierda, formado por alargadas islas dispuestas en anillos concéntricos, emergía del mar justo bajo ella. Eran producto de la intensa atracción gravitatoria del planeta gigante sobre la corteza de la luna. No obstante, no representaban un peligro, pues debido al ángulo en que entraban en la atmósfera, amerizaban lejos de la zona.

El cielo estaba tachonado de nubes de vapor de agua, que exhibían los mismos tonos que el mar, pero más desvaídos. El disco oscuro del gigantesco planeta gaseoso se distinguía nítidamente a través de la atmósfera a su cola, ocupando bastante más de la mitad del firmamento, mientras que el extenso anillo de hielo aparecía como un vaporoso halo brillante en la lejanía. Ocasionalmente podía vislumbrar poderosos relámpagos que se producían en el gran planeta, contrastando vivamente su luminosidad con el fondo oscuro de la atmósfera. Centenares de hembras de varias especies y diferentes tamaños la rodeaban en el aire, a una distancia de seguridad unas de otras. Cada cual seguía su propia trayectoria de descenso, guiadas por su instinto y su experiencia. Podía ver que muchas ya se encontraban flotando allá abajo, en el mar, descansando. También pudo comprobar, con infinita tristeza, que una parte no lo había conseguido. Como siempre, algunas dejaron largas estelas humeantes antes de desintegrarse en un estallido luminoso, mientras que otras se estrellaron a demasiada velocidad contra la superficie del océano, levantando enormes columnas de agua espumosa y siseante. Sus cuerpos destrozados se hundían lentamente en las profundidades, llevándose con ellos sus esperanzas, ilusiones y a sus crías. Un espectáculo triste y desgarrador que siempre la turbaba, pero era consciente de que la Vida exigía a menudo un alto precio. El riesgo era elevado y los accidentes, inevitables.

Estaba a menos de una Línea de la superficie. El aire había alcanzado ya su máxima densidad. Lo sentía deslizándose por su piel mientras planeaba con facilidad. Abrió las placas que protegían la boca y empezó a absorber la refrescante mezcla de gases con placer, mientras depuraba su organismo y reabastecía lentamente sus reservas. Su finísimo olfato identificaba miles de aromas, algunos sutiles, otros más penetrantes. Tras la relativa monotonía olorosa del espacio, la atmósfera de un planeta vivo era un desenfrenado festival para sus sentidos.

A unos cuatro Grupos de Cuerpos[3] de altitud llegó el momento de prepararse para la toma de contacto con el agua. Intensificó la zona ventral del campo magnético para proteger a su cría y continuó el descenso mientras trataba de reducir todo lo posible la velocidad, enviando potentes pulsos de energía hacia delante. El campo magnético del planeta era bastante modesto si se comparaba con las fuerzas que estaba acostumbrada a canalizar, pero era suficiente para usarlo en su propio provecho.

Solo la separaban ocho Cuerpos del mar. Realizó un picado suave con las aletas completamente abiertas y perpendiculares al avance, aumentando la superficie de contacto con el aire para perder impulso, a la vez que miraba a su alrededor para comprobar que no podía colisionar con ninguna otra hembra en descenso. Apenas a un Cuerpo del agua realizó una cerrada maniobra ascendente, con un brusco cambio de ángulo de las aletas delanteras, y subió en vertical llevada por su inercia. Acto seguido, mantuvo completamente extendidas las ocho extremidades y los escudos frontales y forzó su impulsión magnética hacia delante con toda la intensidad de que fue capaz. Se detuvo completamente a cinco Cuerpos de altura. Durante apenas un latido quedó suspendida en el aire. Luego empezó a caer de cola.

Entonces encendió sus propulsores a máxima potencia, usando la mezcla de hidrógeno y oxígeno que había mantenido especialmente reservada en la vejiga central.

Descendió lentamente, con el cuerpo en vertical, manteniendo el equilibrio con las aletas y con el ángulo de sus impulsores. El flujo ardiente provocó furiosas ondas y crestas espumosas al contacto con el agua, que escapaban rápidamente mientras se formaban nubes siseantes de vapor. Su cola tocaba el líquido elemento cuando cortó la ignición y cayó pesadamente al mar, levantando una gran ola turbulenta. Se hundió hasta que el agua frenó completamente su inercia. Como flotaba, emergió lentamente y se dejó mecer tranquilamente por el agua.

Aunque había otras formas más calmadas de hacerlo, le encantaba amerizar de aquella manera.

El fresco líquido acariciaba su cuerpo mientras el vaivén de las olas la balanceaba con delicadeza, una vez que el mar se calmó tras la violenta inmersión. Podía sentir el viento sobre la parte expuesta de su piel y la confortable temperatura del aire. En comparación con los drásticos cambios ambientales del espacio, el clima del planeta era absolutamente delicioso. Descansó largo rato, acunada dulcemente por las olas. El estimulante olor de la sal inundaba su olfato, trayendo a su memoria felices recuerdos. Estuvo bastante tiempo sumida en una somnolencia indolente, disfrutando relajadamente del entorno.

Cuando consideró que ya había descansado suficiente se puso en movimiento, avanzando hacia la costa de una de las islas del cercano archipiélago.

Sus aletas también se mostraban muy útiles en aquella situación pues, al igual que navegaba en las corrientes de fuerza del Territorio, podía nadar en el agua con total libertad. Y sin gastar energía ni combustible.

De repente cayó en la cuenta de que volvía a oír. En el espacio no existe el sonido. Por ello, el oído es el sentido menos desarrollado de las especies que lo habitan y que disponen de él. Pero en la superficie planetaria había multitud de sonidos, desde casi inaudibles murmullos, hasta fragorosos estallidos. Oía el viento rizando el agua, las olas rompiendo contra su cuerpo, el silbido del aire provocado por las hembras que aún volaban, el ocasional y funesto ruido de un tremendo impacto incontrolado contra el mar de alguna desdichada que no lo había conseguido...

Siempre la sorprendía el hecho de volver a oír. Tantas Grandes Revoluciones en el espacio, en total silencio, le hacían olvidar a menudo las sensaciones que le provocaba el sonido. Siempre lo disfrutaba como si fuese de nuevo un cachorro.

Una vez más había conseguido llegar al mar sin problemas. Ahora debía alimentarse abundantemente, para suplir posibles carencias en la gestación y para regenerar las placas dérmicas frontales, fuertemente erosionadas por la dura prueba que acababan de soportar. Magtinó que el pasillo de fuerza se había desvanecido por completo. Deseó que no hubiese ninguna hembra rezagada entrando en la alta atmósfera. Sin el túnel magnético estaría condenada a una muerte segura al no poder controlar la velocidad de caída.

Desechó aquellos negros pensamientos y, sin mucho entusiasmo, se dedicó a alimentarse. Se encontraba inusualmente desganada, dada la situación y el inminente parto.

*

Un Ciclo después del amerizaje se encontraba sumergida, aspirando lánguidamente el limo rico en minerales que tapizaba el fondo de la ensenada a la que se había desplazado. Debería haber puesto todos sus sentidos en aquella tarea, pues debía asimilar suficientes minerales y nutrientes, en cantidad y variedad, como para garantizar su regeneración y el correcto desarrollo de su cría, pero comía lo justo para ésta. Sentía su mente derivar a causa de los recientes acontecimientos. Y algo que no sabía explicar, que la hacía sentirse extraña, inapetente, dispersa.

La rodeaban multitud de Nadadores, pequeños y grandes. Observó distraída el enorme contraste de formas, tamaños y colores. También había unos cuantos Masticadores y un par de Bocasierras dando vueltas por allí. Aquellas dos últimas especies eran grandes depredadores marinos, bastante peligrosos y agresivos, pero se hallaban tranquilos. El gran tamaño de la Navegante y sus capacidades defensivas los mantenían a una distancia prudencial. Pero sabía bien que, en cuanto naciese su cría, tratarían de robársela.

Le llegaron las vibraciones de una hembra en las cercanías a la que le había llegado el momento tan anhelado. La Navegante se acercó a ella. Se sorprendió al ver que era una Caparazón. Se había posado en el fondo y estaba cavando una depresión con las pequeñas extremidades articuladas que poseía en su vientre. Una nube de arena y limo se levantaba a su alrededor, mientras multitud de Nadadores se arremolinaban por todas partes buscando alimentarse de los animalillos que quedaban al descubierto con la actividad excavadora de la enorme hembra.

La Navegante se situó a su lado, magtinando suavemente para mostrar que no era una amenaza. Siempre le había intrigado la forma de reproducirse de aquella especie, ya que lo hacía a partir de unas bolas de color claro, de las que algunos ciclos más tarde salían las crías, en vez de traerlas a la luz directamente desde el interior del cuerpo. La hembra estaba en aquel momento poniendo bolas de aquellas, que salían de un tubo en su vientre, depositándolas en el fondo de la depresión que acababa de abrir. Unos cuantos Masticadores se empezaron a acercar, trazando círculos cada vez más cerrados. Esperaban el momento en que la Caparazón se elevase para intentar robar alguna bola.

Ella sabía que los Caparazones tienen un campo de fuerza débil y no son muy ágiles. Aunque se mantienen protegiendo la puesta, es relativamente fácil arrebatarles algún huevo.

Se sintió molesta. Tras el ataque que sufrió durante la aproximación al Mundo Vivo, se había vuelto muy sensible respecto a los predadores. Antes, cuando su conciencia permanecía dormida en el fondo de su cerebro, no pensaba en ellos. Simplemente, eran una parte más de la vida, otra de las dificultades de la supervivencia, otro peligro al que había que temer y al que se resignaba. En cambio, desde que su mente se despertó durante el ataque, la presencia de los cazadores la irritaba profundamente. Y, aunque comprendía que los carnívoros también cumplían su función en el ciclo de la Vida, no soportaba que atacasen a las crías. Los adultos tenían una posibilidad, podían ofrecer resistencia, o incluso atacar. Los pequeños, por el contrario, estaban completamente indefensos. No era juego limpio, sino un abuso que no pensaba tolerar. Así que, de pronto, se situó un poco por encima de la Caparazón, cuando esta ascendió para permitir que circulase el agua sobre la puesta, y expandió su campo eléctrico hasta envolver por completo a la hembra y los huevos. La Caparazón la miró desconcertada. No acababa de entender aquella reacción protectora de la Navegante.

Los Masticadores dejaron de acercarse, confusos. No comprendían la intromisión de aquella enorme criatura, pero les estaba fastidiando el menú. Se les veía molestos y agitados. Empezaron a nadar espasmódicamente alrededor de ellas, con evidente frustración. La Navegante generó una pequeña descarga eléctrica de advertencia. Los predadores se alejaron bruscamente, dando un fuerte coletazo. Dieron otro par de vueltas por la zona, vigilando a su enorme oponente y, cuando estuvieron convencidos de que allí nada les quedaba por hacer, se marcharon a buscar presas a otro lugar más tranquilo. Ella los siguió con la mirada hasta que se perdieron en la penumbra. Cuando ya casi no los olía, bajó su campo y se alejó para continuar alimentándose. La Caparazón la vio irse y un cálido sentimiento de gratitud invadió su nebulosa mente.

*

Según el Mundo Vivo salía del cono de sombra del gigante anillado, la claridad iba paulatinamente en aumento. A ella le era indiferente, acostumbrada a los cambios del espacio. Pero en el satélite, las especies diurnas empezaban a sustituir a las nocturnas a lo largo del lento amanecer. Durante una quinta parte de cada Vuelta, el pequeño planeta permanecía en la sombra del gran mundo gaseoso, completamente sumido en la trémula oscuridad anaranjada de la nebulosa. Después regresaba paulatinamente a la luz, en la cual permanecía el resto de su órbita. La luna oceánica estaba completamente iluminada la mayor parte del tiempo, pues recibía la que provenía de la estrella, pero también la que emanaba del intenso reflejo del gran globo gaseoso. Por efecto del frenado gravitatorio, el satélite siempre presentaba al planeta la misma cara, que usaban para aterrizar desde hacía milenios todas las especies para traer a sus crías a la luz.

Volvió a recordar su encuentro con la Caparazón, hacía casi dos Ciclos. No estaba completamente segura de por qué había tenido aquella reacción protectora con ella, pero se sentía bien por ello.

Notaba que su embarazo estaba finalizando. Faltaba muy poco. Unos Ciclos más y podría conocer por fin a su cría. La verdad era que ya tenía ganas; por verla... y por eliminar las molestias que una gestación tan avanzada le causaba. Le dolía todo el cuerpo, se notaba pesada y torpe, y la presión en el vientre era muy grande. Se sentía eufórica e irritable a la vez. Hacía Ciclos que no descansaba tranquila, y se pasaba la mayor parte del tiempo nadando nerviosa, tratando de mitigar el malestar haciendo ejercicio. Pero comía escasamente. La ligera inquietud que la había venido embargando en los últimos Ciclos la tenía preocupada. Aquella falta de apetito que experimentaba no era normal.

Emergió para contemplar el cielo. El largo amanecer había llegado casi a su clímax. La pequeña estrella central todavía no era visible desde la zona en la que ella nadaba, pero su brillo bañaba ya media luna, arrancando hermosos tonos a la atmósfera y al mar. El gran planeta aparecía perfilado por la luz de la estrella como un enorme disco negro con una porción curva iluminada, recortándose contra el pálido fondo anaranjado de la nebulosa. Las magníficas bandas nubosas, con sus titánicas tormentas y sus remolinos multicolores, aún no eran visibles. En cambio, si lo eran los gigantescos relámpagos, que cruzaban el mundo gaseoso de polo a polo. Y el anillo, de un blanco inmaculado, refulgía intensamente en su recorrido de horizonte a horizonte. No se veía ninguna estrella más, pues quedaban veladas por las masas gaseosas de las fronteras del sistema y la luz solar. El mar estaba calmado, llano como un estanque, y la brisa soplaba muy débilmente. Le llegaban lejanos sonidos atenuados como un susurro, salvo algún ocasional chapoteo provocado por cualquier animal en las cercanías. Su olfato se inundaba de aromas, con el olor a océano dominando a todos los demás. Se encontraba tan relajada y a gusto a causa del cansancio, que se olvidó por un momento de todas las dificultades de la supervivencia. Decidió aprovechar aquellas sensaciones y rebajó su metabolismo al nivel justo para mantener la gestación y los sentidos activos.

*

Un sordo dolor en el vientre la devolvió a la realidad. Había perdido completamente la noción del tiempo. En apariencia nada había cambiado, pero jamás había experimentado lo que le acababa de ocurrir, exceptuando los Ciclos siguientes al ataque. Había estado completamente ausente, soñando cosas que no acertaba a comprender. Nunca había perdido el estado de alerta de esa manera. Descansaba siempre que podía, claro, pero de una forma muy ligera, y sus nebulosos sueños tenían lugar en esos momentos, aunque siempre sabía que estaba soñando. Esta vez había sido mucho más profundo y las imágenes de los sueños, estremecedoramente reales...

Un nuevo pinchazo en el costado.

Temió que algún carnívoro hubiese aprovechado su vulnerabilidad para atacarla. No sintió nada a su alrededor. Entonces se hizo la luz en su mente. Pero no podía ser... No había podido pasar tanto tiempo en aquel estado de inconsciencia... Estaba segura.

Miró al cielo y comprobó que seguía amaneciendo, aunque había más claridad que antes de perder la conciencia de aquel modo tan extraño. Había pasado poco tiempo sumida en aquel sueño profundo.

Lo cual sólo podía significar una cosa...

La espera había concluido.



[1] Una Línea equivale a cinco kilómetros, o cien Cuerpos. La Línea, como unidad de medida, se refiere a la distancia que media entre los nodos orgánicos de las inmensas colonias orbitales a las que los Navegantes denominan Redes Luminosas. Cada nodo está conectado a los demás por una serie de gruesas y resistentes líneas de filamentos, de unos cinco kilómetros de longitud. De ahí el nombre. (N. del A.)

[2] Cincuenta kilómetros o mil Cuerpos. (N. del A.)

[3] 32 Cuerpos, o sea, 1.600 metros aproximadamente. (N. del A.)



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