martes, 14 de agosto de 2012

Capítulo Catorce: DOS AÑOS EMOCIONANTES (1)

AVISO A LECTORES: ESTE CAPÍTULO ES LARGO Y LO HE TENIDO QUE PARTIR EN DOS ENTRADAS...



¿Sabes, Mónica? Hoy hace cuatro meses que el Consejo creó nuestro equipo de investigación especial. ¿A que mola? —Claudia Helmutt venía corriendo, hablando en babélico. La joven siempre la sorprendía con su jovialidad y su dicharachero sentido del humor, lo que había fomentado una estimulante amistad entre ellas. Su pasatiempo preferido era bucear en los inmensos bancos de datos a la caza de toda la literatura que podía encontrar. Su pasión eran las palabras. Rescatar palabras del olvido. Hablaba doce idiomas y conocía parte de otros seis. Lo cual era digno de admiración a sus veintisiete años…
—A ver, sorpréndeme… —Mónica, sonriendo, giró la cabeza lentamente, ladeándola hacia su amiga, mientras atornillaba la pieza que estaba sustituyendo en un impulsor de maniobra de la Elcano— ¿Qué significa eso de “mola? Me hago una idea, pero bueno…
—Es español coloquial, de finales del siglo XX y principios del XXI. Significa que algo es genial, que gusta mucho, que es lo más de lo más. —Su ilusionada sonrisa era verdaderamente preciosa.
—¿Español? Nunca he oído esa palabra a mis padres… —Acabó de colocar la pieza y dejó las herramientas, para prestar atención a Claudia.
—Bueno. Ya sabes que después de la Catástrofe no había mucho que pudiese molar, ¿no? Además, pocos idiomas sobrevivieron. Y, encima, luego se fusionaron en el babélico que hablamos hoy. De esa forma se perdieron millones de palabras de cientos de lenguas. ¿Sabías que, antes de la Catástrofe, se hablaban más de cinco mil idiomas y dialectos en la Tierra? Suerte que conservamos la literatura, sino la mayoría se habría extinguido para siempre…
—Ya. La base del babélico la constituyen el inglés, el español y el chino, con una base gramatical fusionada de los tres idiomas y la inclusión de palabras de otras veintiocho lenguas. Una auténtica Babel lingüística. Por eso le dimos ese nombre. De esa forma se han conservado muchísimas palabras de varios idiomas.
—Lo mejor del babélico es que es un lenguaje natural, al contrario que la Lengua Común. No fue creado, sino que apareció espontáneamente fruto de la obligada interacción de tantas líneas culturales en tan poco espacio y durante tanto tiempo. Pero su uso generalizado también ha favorecido que, poco a poco, muchas lenguas que sobrevivieron a la Catástrofe se estén perdiendo paulatinamente —Claudia jugueteó con un tirabuzón de su abundante cabellera castaña.
—La gente ya tiene suficiente con el babélico, el vianhio y la Lengua Común, ¿no? Los antiguos idiomas de la Tierra acabarán como el latín, el egipcio o el griego: guardados en textos que cada vez menos gente comprenderá hasta que, dentro de cien años, sólo los conozca un puñado de filólogos.
—Sí. Es una pena, pero es así. De todos modos, muchas personas por toda la Colonia tratan de mantener vivos sus idiomas de origen, como recordatorio de lo perdido y como homenaje a sus padres y abuelos desaparecidos —Un brillo de esperanza iluminó la mirada de Claudia.
—Ya lo sé. Mis padres son de ese grupo. Tratan de mantener vivo el español de mis bisabuelos, hablándolo siempre que pueden. Yo también trato de mantener la tradición. Pero tú y yo sabemos que toda esa buena voluntad irá desapareciendo conforme nazcan nuevas generaciones. Dos o tres más y casi nadie hablará otra cosa que la Lengua Común. Los dialectos de la Confederación también se irán perdiendo inexorablemente. —Hizo una pausa, con una sombra de melancolía en la mirada. Luego sonrió tristemente—. Y mira que me gusta mi idioma… De hecho, según mi madre, los andaluces eran de los más simpáticos y atractivos de los dialectos del español peninsular. Claro que, si hubiese sido, no sé… asturiana o aragonesa, diría otra cosa. ¿A que sí? —Sonrió abiertamente, mientras cogía una jarra de agua y llenaba un vaso— ¿Tienes sed?
—¡Sí, por favor! Estoy seca —pidió Claudia, a la vez que sacaba la lengua con cara de ansiedad—. Yo sé hablar español muy bien. Si te apetece, podemos usarlo entre nosotras siempre que hablemos. Es un idioma rico y elegante. Siempre ha sido una de mis dos lenguas favoritas. En cambio, mi alemán original me parece un tanto brusco. Y es muy complejo, con declinaciones y larguísimas palabras.
—¿Por qué te gusta tanto el español? —preguntó Mónica con evidente interés, abandonando el babélico y pasando a su idioma original. Claudia hizo lo mismo.
—Aparte de lo que he dicho antes, era el idioma más evolucionado de todos, el único que se pronuncia exactamente como se escribe, sin una letra de más o de menos. Exceptuando la “h”, claro. Además, incluyendo todos los dialectos, las variantes sudamericanas y el uso coloquial, contaba con más de cuatrocientas cincuenta mil palabras. Era el cuarto idioma del mundo en número de hablantes y el segundo en extensión geográfica. ¿Te parece suficiente?
—Sí, la verdad. No sabía nada de eso. ¿Y dices que ningún otro idioma se escribía igual que se pronunciaba? Curioso…
—Pues no, ninguno. Mira el francés, por ejemplo. Para decir “agua”, escribían “eau” y pronunciaban “ó”. O el babélico. O el alemán, que poseía palabras muy extensas y varias entonaciones. Incluso podía haber varias mayúsculas diseminadas por la misma palabra. ¿Te imaginas?
—Vaya lío. ¿Y, cuál es tu otro idioma favorito?
—El inglés. Aunque parece complejo al principio, es una lengua muy musical, con una tremenda facilidad para decir mucho en pocas palabras, para crear neologismos y para las rimas. Y me encanta su parte técnica. Las palabras relativas a la tecnología molan mucho. —Le guiñó un ojo, sonriendo.
—Ya veo.
—A principios del siglo XXI el inglés y el español estaban inmersos en una velada batalla lingüística sin parangón en la Historia, adaptando cada uno palabras del otro e invadiéndose mutuamente. En los antiguos Estados Unidos, de habla inglesa pero con una inmensa presencia de inmigrantes hispanohablantes, sobretodo centro y sudamericanos, acabó imponiéndose como segunda lengua, hasta que logró colarse en la enseñanza básica obligatoria. Algo que ya había hecho el inglés en España algunas décadas antes.

Le encantaba la expresión de Claudia cuando hablaba de palabras y de idiomas. Era una mezcla de reverencia y de desbordante ilusión. Parecía una niña pequeña charlando con sus amigas de los regalos de su reciente cumpleaños.

Mónica cerró sólidamente el panel que daba acceso a los propulsores de maniobra de proa. Se quitó los guantes y recogió las herramientas en el carrito. Era hora de comer. Ya guardaría después el carro en el taller de la nave.

—¿Tienes hambre?—le preguntó a su amiga.
—Pues sí. No he comido nada desde esta mañana. —Se masajeó el estómago con vehemencia.
—Ni yo. Y tengo un apetito canino. ¡Venga! Conozco un sitio estupendo, a la derecha del túnel principal de este sector. ¿Te gusta la comida china?
—¡Claro que me gusta! Aunque no se parezca en absoluto a la auténtica comida china, ¿no?
—Bueno, los ingredientes no serán apenas los originales, pero te puedo asegurar que ese anciano se esmera de verdad. Ha estado experimentando durante años con todos los alimentos de los mundos conocidos, hasta que ha conseguido que sus recetas sean prácticamente indiferenciables de las que podría cocinar en la Tierra.

Claudia se encogió de hombros.

—Bueno, no queda nadie que recuerde el sabor de la comida china original. Ni de ningún otro plato de nuestro mundo. No creo que nadie pueda protestarle al respecto.
—No, nadie puede. Excepto él… Sabe perfectamente cómo eran esos platos. —Mónica tenía un brillo divertido en la mirada.
—¿A sí? ¿Y por qué exactamente? —preguntó Claudia, entornando los ojos con suspicacia.
—Porque tiene ciento veinticuatro años… —respondió ella, encogiéndose de hombros con indiferencia.

Claudia se detuvo a medio paso, con la boca abierta y los ojos desorbitados por la sorpresa.

—¿Que tiene… quéeee? —jadeó.
—Ciento veinticutro años. Nació en la Tierra cuatro años antes del cataclismo. Sus padres eran chinos y él probó sus platos… Al menos los que pudieron llegar a hacer mientras buscaban un lugar en el que sobrevivir.
—¿Pero cómo…?
—¡Ah, ah, ah!—Levantó la mano haciendo un gesto para silenciar a su amiga. —Lo que quieras saber, se lo preguntas a él. Estará encantado de contarte su historia.

Mónica cogió su comunicador y llamó a su marido para que se trajese a Alexia y, así, comer todos juntos. Mientras, Claudia permanecía silenciosa, abrumada por la sorpresa y la incredulidad. Mil preguntas se agolpaban en su mente.

Caminaron juntas por el enorme hangar, hacia la salida de la izquierda. Había mucho ajetreo. D-9 era el hangar más grande de toda la Colonia y reinaba en él una incesante actividad. Se vieron obligadas a sortear las naves estacionadas y los innumerables vehículos de transporte que iban y venían por sus casi dos kilómetros cuadrados de superficie. Aprovecharon el paseo para seguir charlando.

—Bueno, cuéntame. ¿Cómo lo lleváis Cinthya y tú con el Nelán?
—Pues mira. Llevamos los tres últimos meses realizando infinidad de análisis, escáneres y estudios. La idea es aprender lo máximo posible sobre su fisiología antes de atrevernos a ayudarlo con su recuperación. Periódicamente hacemos recubrir esos temibles filos de las aletas con una espuma de endurecimiento instantáneo para evitar accidentes, pues algunas investigaciones requieren acercarse a su piel para usar algunos instrumentos y un descuido podría ser fatal. —Su voz sonaba algo cansada, pero destilaba una gran ilusión— ¿Y vosotros? Lleváis fuera tres semanas. ¿Habéis encontrado algo?
—Los vuelos por el territorio de la Confederación han sido, en general, estériles —dijo Mónica con expresión de hastío. Pero Claudia creyó ver algo en sus ojos, como una chispa brillante. Inmediatamente supo que le ocultaba algo.
—Oh —fue lo único que dijo. Sabía que su amiga se guardaba algo en la manga.
—Sólo en dos de ellos hemos encontrado criaturas espaciales, pero ninguna era parecida al Nelán —continuó la joven—. La primera vez hallamos un ser con aspecto de estilete muy puntiagudo, de unos veinte metros de longitud, cerca de la estación científica Enolen, en el Sistema Tekarum. Al principio lo confundimos con una nave desconocida, hasta que los nuevos sensores revelaron que se trataba de un organismo vivo. En cuanto nos acercamos se puso a la defensiva y trató de atacarnos. Lo tuvimos que dejar en paz.
“El segundo encuentro tuvo lugar en el otro extremo de la Confederación, en el Sistema Morganyr, hace dos semanas. Era una bandada de pequeños seres parecidos a las rayas acuáticas de la Tierra. Cada una tenía tres aletas en lugar de dos y dos largas y delgadas colas. —Se calló, haciéndose la compungida. Pero Claudia no se dejó engañar. Cruzó los brazos sobre el pecho y elevó una ceja.
—Venga. Suéltalo ya. No trates de tomarme el pelo. Me ocultas algo. —Mónica compuso una expresión de dulce inocencia, como si no supiese de qué le estaba hablando—. Va. No te hagas la tonta, que te lo veo en los ojos. ¿Qué más habéis encontrado.

Mónica sonrió abiertamente. En su mirada brillaba la fascinación.

—Pues ha habido un tercer avistamiento, la semana pasada. Y te juro que ha quedado grabado a fuego en la memoria de todos nosotros.
—¡Cuenta, cuenta! —Le cogió las manos, expectante.
—Un carguero de remolque en ruta hacia el Sistema Jurhan sufrió una pequeña avería en un cristal secundario del hipermotor y tuvo que regresar al espacio normal para sustituirlo. Sabes que el territorio de la Confederación y el Protectorado Perlion no limitan entre sí directamente. Entre las dos fronteras está la Nube Darkan, un denso y oscuro brazo de gas y polvo, de diez años luz de largo por tres de alto y medio de ancho que…
—¡Ya, ya! Eso ya lo sé. No des más rodeos y ve al grano —La joven estaba impaciente como una chiquilla.
 —Pues allí fue donde la nave emergió. Y desde allí nos llamó directamente. Nos hallábamos en el Sistema Anaulis, repostando en Nekialar. Íbamos a pasar allí dos o tres días, descansando antes de volver a la Colonia, pues hacía dos semanas que patrullábamos sin parar la nebulosa entre Morganyr y Anaulis, haciendo un barrido.
—¿Y qué os dijeron los del carguero?
—Que tenían a la vista una gran manada de enormes seres, de aspecto fabuloso, pastando los gases de la nebulosa. Como puedes imaginar, salimos disparados. Cuando llegamos al lugar, enmudecimos. ¡Tía! ¡No te lo puedes imaginar! ¡Eso sí que… moló!
—¿Qué, qué? —La joven estaba al límite del paroxismo. La tenía agarrada del brazo y le clavaba las uñas en el bíceps.
—Teníamos ante nosotros a… ¡MÁS DE CUATROCIENTAS ENORMES CRIATURAS! —Mónica no pudo evitar chillar de alegría. Sus ojos chispeaban de ilusión. Como los de Claudia.
—¿Qué me estás contando? —La chica daba saltitos.
—¡Lo que oyes! Los había de varios tamaños. Evidentemente, era una gran familia con adultos y crías. Los mayores ejemplares superaban los setenta metros de longitud. Tienen una forma ahusada que se convierte en tres largas prolongaciones curvas, cuyos extremos convergen hasta casi tocarse en la parte trasera. En el arranque de cada prolongación tienen una enorme y alargada aleta, perpendicular al cuerpo. Su piel está protegida por grandes púas metálicas y presentan cuatro voluminosas protuberancias semiesféricas en el morro. Con ellas generaban intensos campos magnéticos que canalizaban los gases y el polvo de la nebulosa hacia su boca.
—Setenta metros… ¡Guau! Eso son treinta más que nuestro amigo de la “Dragonera” —Silbó por lo bajo—. Espera que se lo cuente a Cinthya. Va a alucinar. O, como decían en un texto que encontré, va a flipar.
—Más palabras raras. Si al final resultará que sabes más español que yo —rió Mónica.
—Sigue contando. ¿Qué pasó luego?
—Pues que los seguimos a cierta distancia un par de días, estudiándolos a fondo, hasta que esas fantásticas y pacíficas criaturas parecieron cansarse de nuestra compañía. Un par de imponentes machos (suponemos) hicieron amago de atacarnos y decidí que era hora de dejarlos en paz. No representaban una amenaza seria para la nave, pero tampoco quería molestarlos más de lo necesario. Aunque eran seres muy distintos al Nelán, estoy segura de que los datos que hemos recopilado os van a ser tremendamente útiles. Incluidos los de los dos primeros encuentros.
—Puedes apostar a que sí. Por cierto, ¿tienen ya nombre?
—Klaus les ha puesto uno bastante bueno. Lo sacó de una de esas viejas series de ciencia-ficción por las que siente tanta devoción. Trataba sobre unos fugitivos de razas distintas, entre ellos un humano, que viajaban a bordo de una nave viviente. Un biomecanoide de una especie creada por una raza antigua. La nave era una hembra. Incluso se quedó embarazada. Moya creo que se llamaba. La nave, digo. Lo curioso es que la tal Moya se parece increíblemente a esos seres. Sólo le faltan los pinchos, las protuberancias del morro y las tres aletas. Pero, por lo demás, son casi idénticos en forma, aunque mucho menores en tamaño (Moya tendría kilómetro y medio). Casi parece que algún responsable de aquella serie hubiese venido hasta aquí buscando inspiración.
—Entonces, ¿el nombre de la especie es Moya? —Claudia arrugó un poco los labios, mostrando su desagrado.
—¡No, mujer, no! —rió Mónica, con ganas. —¿En serio crees que le hubiésemos dejado ponerles un nombre así a unas criaturas tan magníficas? No. Klaus tiene mucho mejor gusto que eso.
—Bueno. ¿Y cuál es? ¡Suéltalo ya!
—La serie se llamaba “Far Scape”. Y el protagonista es muy guapo… —La miró con picardía. Ante el gesto de impaciencia de su amiga, sonrió abiertamente y se acercó a ella. —En la serie, la especie a la que pertenecía Moya tenía un nombre muy adecuado. Uno que ya conoces, pues aparece varias veces en la literatura. Los hemos bautizado con el nombre de Leviatanes. —Los ojos de Claudia destellaron, admirada.
—¿Leviatanes? ¿Cómo el monstruo que Dios encerró en el fondo del mar hasta el Día del Juicio Final, según la Biblia?
—Sí, pero no por que tengan un aspecto monstruoso, sino por su tamaño y por lo magníficos que son.
—Pues me parece un buen nombre. —dijo la joven tras pensarlo un instante. “Leviatanes… sí, es un nombre muy expresivo”, pensó sonriente.
—Bueno. El mérito es de los guionistas de la serie.
—Y de Klaus. Hay que tener paciencia para bucear en las bases de datos y separar el grano de la paja. Créeme, sé de qué hablo.

Caminaron varios pasos en silencio. La salida que buscaban estaba a más de ciento cincuenta metros. Mónica, maliciosa, aprovechó la ocasión para mortificar un poquito a su amiga.

—Por cierto, Claudia… —Sonrió disimuladamente.
—¿Sí? —respondió ella, distraídamente.
—Hay una cosa que no me he acordado de decirte…
—¿Y es…?
—Pues verás… La nave que nos dio el aviso era de la flota mercante de la Colonia… —La chica se puso rígida de repente. Mónica tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contener la risa— …un carguero de arrastre llamado Susquehanna

La joven se ruborizó a una velocidad desconcertante, pasando de su habitual tono rosado suave a un escarlata encendido desde el cuello hasta las orejas. Su exagerada expresión de contrariedad y turbación hizo que Mónica no pudiese aguantar más y rompió a reír alegremente. Su risa cristalina y sincera hizo que varias personas cercanas girasen la cabeza, lo cual incrementó aún más el azoramiento de su amiga.

Claudia, roja como un tomate, le propinó un puñetazo en el hombro, la cogió fuertemente del brazo y se la llevó de allí a paso ligero agachando la cabeza, mientras su amiga la seguía a trompicones, llorosa y medio asfixiada de risa.

Y todo porque la joven estaba completamente loca por James McKay, el guapísimo y encantador capitán del Susquehanna. Era un chico de treinta y dos años, culto, alto, mulato y con unos ojos verde esmeralda que hacían suspirar a la mayoría de las mujeres de la Colonia (incluida Mónica, aunque se dejaría matar antes de reconocerlo, por supuesto). James, por su parte, bebía los vientos por la hermosa e inteligente bióloga. Pero costaba bastante verlos juntos, porque el trabajo y la timidez de ambos se lo ponía difícil. Sus amigos hacían lo posible por hacerlos coincidir en los periodos de permiso, a la espera de que ocurriese un milagro. James era algo más atrevido que Claudia, pero no mucho. La verdad era que se divertían de lo lindo cuando estaban juntos, tras un rato de miradas de soslayo y sonrisas furtivas. Luego, cuando se separaban de nuevo, era fácil encontrarse con alguno de los dos en un rincón discreto, con la mirada perdida y una sonrisa bobalicona en la cara.

El problema con los dos tortolitos era que, tras casi dos años de tontear y de suspirar el uno por el otro por los rincones, aún no se habían atrevido a embarcarse en una relación “oficial”.

Cuando Mónica pudo volver a hablar, no tuvo piedad.

—A ver, chica. ¿Cuándo vas a dejar de sonrojarte por todo lo relativo a James y le dices de una vez por todas lo que sientes por él?
—¿Y tú? ¿Por qué no te metes en tus asuntos, guapa? —Lo dijo sin asomo de reproche. Era tan solo una reacción defensiva.
—Estás loca por él. Y es incuestionable que a él le pasa lo mismo contigo. Y es divertido. E inteligente. ¡Y está para comérselo a pedacitos pequeñitos! ¡Reacciona de una vez, tía! ¡No lo dejes escapar! Con tanto juego y tanta vergüenza, un día aparecerá alguna pelandusca avispada, se lo ligará y te pasarás el resto de tu vida amargada y lamentándote por haber sido tan estúpida de dejar que el amor de tu vida se te escurriese entre los dedos.
—Ya… Es que… —balbució la joven.
—Es que, ¿qué? ¡Tírate a la piscina! Sabes de sobra que tiene agua.
—Pero…
—El “pero” es el novio de la pera… lo que deberíais ser James y tú. Mira, ¿sabes? Te voy a hacer el favor de tu vida... —Cogió su comunicador y escribió algo rápidamente en la pantalla táctil.
—¿Qué haces? —Le arrebató el aparato de las manos tras un breve forcejeo. Para su desconsuelo, Mónica ya había terminado el mensaje y lo había enviado a su destinatario, borrándolo a continuación. En la pantalla tan sólo apareció el icono de “Mensaje Enviado”.
—¿A quién le has enviado el mensaje? ¿No habrás sido capaz de… —Su voz se perdió en un jadeo, repentinamente consciente de la respuesta. Su expresión era de súplica.
—El Susquehanna atracará aquí, en D-9, dentro de doce minutos. Dispones, por tanto, de unos veinte minutos para hacerte a la idea de que hoy vas a comer con él. Y de que voy a hacer todo lo posible para que se te declare de una vez, ya que tú no das el paso.
—No, por favor. Por favor, Mónica. No me hagas esto. Me moriré de vergüenza. Sabes que me da mucho corte. Por favor… dile que no venga… que ha sido un error. Te lo suplico… —Sin darse cuenta, la joven dejó el español y pasó al babélico que hablaba habitualmente, tal era su grado de turbación. Su amiga no hizo ningún comentario al respecto y cambió de idioma.

En aquel momento, el comunicador emitió un suave pitido. Las dos miraron la pantalla del aparato, en la mano de Mónica. Era un mensaje de James.

Estaré encantado. Y dile a Claudia que estoy deseando verla.

La joven se tapó la cara con las manos, completamente sonrojada.

—No me puedo creer que me hayas hecho esto… —musitó ahogadamente, casi sollozando.
—No pienso arrepentirme de hacer lo necesario para que una de mis mejores amigas conozca la misma felicidad que he conocido yo con Li. Estáis destinados el uno al otro. Coge el toro por los cuernos y no desperdicies esta magnífica ocasión que te ofrece la vida. Créeme. Ofrece muy pocas. —La voz de Mónica, aunque dulce, no dejaba lugar a réplica.
—Ya te vale, maldita celestina… Esta me la pagas. —Sonrió tímidamente.
—¡Esa es mi chica! —La abrazó con fuerza y le plantó un sonoro beso en la mejilla, mirándola divertida. De pronto, Claudia abrió mucho los ojos.
—¿Has dicho veinte minutos? ¡Pero Mónica! ¡Estoy con ropa de trabajo, tengo el pelo hecho un desastre y huelo como un gimnasio a última hora! ¡Qué va a pensar cuando me vea así!
—Estás estupenda, como siempre tonta. La belleza al natural es mucho más seductora que el mejor maquillaje y el más bonito vestido. De todas formas, me tienes a mí a tu lado, que estoy tanto o más desaliñada que tú. —Hizo una pausa y la miró a los ojos—. Además. ¿Crees que él va a venir mucho mejor que tú o que yo? Lleva unas veinte horas de vuelo desde Jurhan, tras dos semanas yendo de aquí para allá. Está loco por verte. Yo misma me encargué de azuzarle cuando nos vimos en Darkan. Y hoy no le he dejado apenas tiempo de reacción. Va a tener que venir al restaurante casi a la carrera. ¿Piensas que se va a fijar en tu ropa cuando él mismo es posible que ni siquiera haya podido afeitarse?
—Bueno… yo…
—Si fuese otro tipo de tío, aún. Pero conoces a James. Sabe que estás trabajando como una loca. No le va a importar lo más mínimo tu aspecto. Te digo más. Aunque tuvieses el pelo lleno de barro y fueses vestida con harapos, está tan colado por ti que sólo vería hermosura en tu apariencia. —Miró su reloj. La agarró del brazo y empezó a caminar. —Venga. Démonos prisa, o nos pillará aquí cascando.
—¡Ya voy, ya voy! Dios mío… él de camino y yo con estos pelos —musitó angustiada. Pero en sus ojos brillaba una ilusión cegadora.

Corrieron hacia la salida, riendo como colegialas. Justo al pasar la puerta oyeron por la megafonía del hangar que se despejase la pista de recepción, que el Susquehanna iba a atracar. Ambas miraron hacia la lejana y enorme puerta de entrada, velada por el campo de contención atmosférica, y pudieron ver la proa de la nave atravesando el umbral.

—Ops… —dijo Mónica, con expresión desconcertada. —Parece que tiene más prisa por verte de lo que yo creía. Se ha adelantado diez minutos…
—Dios… ¡Corre, corre! Por lo menos, que tenga tiempo de lavarme la cara. —Su voz sonaba ahogada por la consternación. Fulminó a su amiga con la mirada—. Yo te mato. Y luego te resucito y te vuelvo a matar.
—Bah, lo dudo… Estarás demasiado ocupada... —dijo ella, indiferente.
—¿Ah, sí? ¿Y puedo saber en qué? —En ese mismo instante se arrepintió de la pregunta.
—Pues saboreando sus labios y experimentando el placer de sus manos recorriendo tu piel. Ni siquiera te acordarás de mí dentro de unas cuantas horas —respondió Mónica con voz intensamente sensual. Claudia volvió a enrojecer hasta las orejas.

*

Estaban justo ante la entrada de un local, cuando menos, pintoresco. Se encontraba ubicado en un túnel ciego, excavado en la roca viva, a la derecha del enorme pasadizo de distribución del sector D. Existen veinticinco de esos inmensos corredores circulares de varios kilómetros de longitud y de sección cuadrangular de ciento cincuenta metros de ancho, a razón de cinco niveles por Sector. Distribuyen tráfico y peatones por todos los niveles de cada sector, mediante túneles laterales y rampas automatizadas. Tienen una altura de treinta pisos, con puentes a diferentes alturas, que conectan las dos paredes.

El túnel secundario en el que estaba el restaurante había sido excavado hacía mucho tiempo, pero, por razones que nadie recordaba, no se había finalizado. Un día, muchos años atrás, al actual dueño del local se le ocurrió tapar la boca de la galería con la fachada de una típica casa de comidas de estilo chino. Tenía un tejadillo al uso oriental, con multitud de filigranas y caligrafía. Dominaban el rojo y el dorado. Dos figuras de leones guardaban la entrada y unos curiosos farolillos de papel colgaban del tejadillo. Los cristales, de tipo espejo, estaban primorosamente decorados con delicadas escenas de paisajes y animales mitológicos. El nombre, escrito en letras chinas tradicionales era “El feliz despertar”.

Las dos jóvenes aprovecharon para arreglarse un poco la ropa usando su reflejo en los cristales. Una deliciosa fragancia se filtraba desde el local. Era una indefinible mezcolanza de aromas, producida por la enorme variedad de platos que allí se cocinaban.

Claudia, nerviosa, se peinó el cabello con los dedos, comprobó su aspecto y suspiró profundamente. Mónica, mucho más serena, la cogió del brazo. Las dos se irguieron con dignidad y entraron sonrientes en el establecimiento. El interior era amplio y luminoso, a pesar de no disponer de más ventanas que diesen al exterior que las de la fachada. Varios biombos separaban tres líneas de mesas cubiertas con manteles blancos y con flores frescas en sus centros. Las servilletas estaban dobladas formando figuras de fantasía. Al fondo, una pequeña barra separaba el comedor de las puertas que daban a la cocina, a los servicios y al almacén. Todo estaba limpio y ordenado. En aquel momento apenas había seis personas en el local, en dos de las mesas de la derecha. Aún era pronto. Dentro de un rato se llenaría, como todos los restaurantes de la Colonia.

Una solícita camarera corrió hacia ellas. Lucía una amplia y amable sonrisa. Era una menuda jovencita de raza asiática, con una media melena de brillante cabello negro y liso y rasgos suaves y delicados. Sus gestos eran rápidos y precisos. Las llevó hasta una mesa cercana, de seis plazas y les hizo una ligera reverencia. Las dos jóvenes dejaron sus cosas en las sillas y se fueron a lavar las manos y la cara. Cuando regresaron, Claudia se sentó rápidamente, muy erguida y muy nerviosa, y colocó las manos en su regazo, mirando fijamente su servilleta. Un hermoso rubor cubria su rostro, mientras sus ojos brillaban de expectación. Mónica, por su parte, se sentó ante ella y la observó, divertida. Consultó su reloj. Según sus cálculos, si no sufrían retrasos imprevistos, Li y James llegarían al local prácticamente al unísono.

—Trata de relajarte un poco. Es tu amor, no tu verdugo —le dijo a su amiga, tratando de calmar un poco su estado de ansiedad.
—Para ti todo esto es muy divertido, ¿no? —respondió ella, aunque no había reproche en su voz. Mónica sonrió ampliamente.
—Noooo… La diversión comenzará cuando llegue James…
—¡Eres una maldita…! —Se mordió la lengua justo antes de soltar la palabrota que había pensado. Su rubor subió un par de tonos. Al ver la mirada que le dedicaba su amiga sonrió nerviosamente.

Permanecieron en silencio unos minutos, cada una sumida en sus propias cavilaciones.

—¿Sabes? —empezó Claudia, con voz suave. —Realmente estoy deseando que llegue, que me mire y que me hable. Estoy loca por besarle por primera vez y por sentir su cuerpo desnudo junto al mío… por pasar el resto de mi vida junto a él. Pero, cuando estamos juntos, tengo miedo. Tengo muchísimo miedo. Miedo de que algo salga mal y me haga daño. Miedo de no estar a la altura y…
—¿… y de ser tan tonta de plantearte semejantes estupideces? —la interrumpió Mónica, ligeramente irritada. —Déjate de chorradas. En el amor no hay nada seguro, nada previsible y nada cuantificable. Por supuesto que tienes miedo. Todos lo tenemos en algún momento. El amor sólo funciona si te lanzas a él de cabeza. Has de escuchar a tu corazón, no a tu cerebro. ¿Que si hay riesgo de que te lo rompan? En todo momento, a toda hora, durante el resto de tu vida. Pero, ¿sabes una cosa? Paradójicamente, eso es lo que lo hace interesante.
—Si me hubieses dejado acabar te habrías dado cuenta de que estoy intentando darte las gracias, estúpida... —Mónica enmudeció, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¿Y… y eso? ¿Por qué? —acertó a decir.
—Porque si no hubiese sido por ti, por tu insistencia y por tu manía de meterte donde no te llaman, no me habría atrevido a hacer lo que voy a hacer. —La joven fijó sus ojos en la puerta.
—Vaya… De nada. Pero, ¿qué es exactamente lo que vas a…?
—Esto.

Claudia se levantó de pronto, con una mirada felina en sus hermosos ojos grises, y caminó hacia la puerta de entrada. Mónica, desconcertada, siguió la mirada de su amiga. Y en aquel momento, se quedó de piedra. James estaba justo en el umbral, dándole su chaqueta a la camarera. El capitán giró la cabeza y vio a Claudia dirigiéndose resueltamente hacia él. Sonrió abiertamente, extasiado por su presencia. Pero la sonrisa se le congeló en el rostro cuando fue consciente del lenguaje corporal de la joven. Claudia caminaba desplegando inconscientemente una sensualidad tan amplificada por el deseo y la determinación que hasta Mónica se quedó embobada. Era como una pantera al acecho de su presa. Sus ojos se quedaron clavados en los de James, paralizándolo con la intensidad de su mirada, mientras recorría los escasos cuatro pasos que los separaban. En silencio, sin un solo gesto que la traicionase, se plantó justo frente a él. Le cogió la cara con las dos manos, haciendo que bajase y ladease ligeramente la cabeza, mientras ella se estiraba un poco hacia él.

Entonces Claudia puso sus labios sobre los de James y le dio un beso con tal mezcla de pasión y dulzura que Mónica pensó que se incendiaría la fachada del local. Las otras personas que había allí los miraron asombradas y aplaudieron. Mónica se había quedado anonadada. Era perfectamente consciente de la sensualidad potencial de su amiga, pero aquello la dejó descolocada. Sus ojos se humedecieron de felicidad.

“Es una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida…”, pensó extasiada, aplaudiendo también. Al cabo de un instante, tuvo un motivo más para que su corazón rebosase de dicha.

Li y Alexia acababan de llegar.

*

Después de media hora y de unos deliciosos entrantes los ánimos se serenaron un poco. Tras las bromas, las explicaciones, la cara de estupefacción de Li y la expresión encandilada de James, la conversación empezó lentamente a desviarse, de los corazones de los dos enamorados, para irse centrando en los progresos con el Nelán. En aquel momento era Claudia la que cargó con el peso de la tertulia pues, de los cinco, era la que poseía información de primera mano.

De todos ellos, el más interesado era James. No solo por el hecho de estar escuchando a su novia (a Mónica le chocaba tremendamente usar en la misma frase las palabras “Claudia” y “novia”…), sino porque era el único de ellos que no estaba en el grupo de investigación. De hecho, ni siquiera tenía acceso a la “Dragonera”. Su trabajo estaba en el Susquehanna, no con el animal.

—Bueno —decía Claudia. — Poco a poco, dato a dato, experimento a experimento, vamos logrando entender cada vez mejor la fisiología de nuestro amigo. Hemos conseguido identificar la función de muchos de los órganos desconocidos que aloja en su cuerpo. No hay semana en la que no descubramos más y más fabulosas adaptaciones a la vida en el espacio.
—¿Como por ejemplo? —le preguntó James, con adoración en la mirada. El apuesto capitán aún se estaba recuperando del increíble beso que la joven le había dado (y de la promesa que llevaba implícita).
—Pues Cinthya y yo localizamos la semana pasada varios nódulos blindados, del tamaño de una mandarina, repartidos estratégicamente por todo su organismo. Al analizarlos con la ayuda de nanosondas, observamos que contienen grandes cantidades de células madre. Cada una de esas células está equipada con tres núcleos, unas enormes y extrañas mitocondrias y gigantescos ribosomas que producen una notable y variada cantidad de enzimas.
“Creemos que estos enzimas se encargan de mantener el material genético bajo supervisión, para que no se produzcan mutaciones perniciosas. Por tanto, estamos casi seguras de que la función de los nódulos blindados es la de almacenar muestras inalteradas de ADN, a modo de copia de seguridad, para garantizar la calidad genética del resto de células del organismo. Asimismo, pensamos que dichas células madre también funcionan como molde para regenerar cualquier tejido del cuerpo, siempre y cuando los daños no sean excesivos.
—¿Cualquier tejido? —preguntó Li.
—Claro, vosotros estabais de viaje… —recordó Claudia. —Todos hemos sido testigos de su asombrosa capacidad regenerativa. Quedó patente hace tres semanas, cuando nuestro amigo restauró en tres días todos los tejidos de la tremenda herida de su costado al retirarle la espuma protectora. Lo que no pudo conseguir fue recuperar las aletas. Es triste, pero estamos seguras de que su pérdida total es definitiva.
—Es una verdadera lástima. Pero tenemos muy buenos científicos en la Confederación. Con un poco de suerte quizá logremos compensar su minusvalía de algún modo —dijo Mónica con la voz vibrante de esperanza.
—Bueno, es lo que pidió Kyle Kidman, ¿no? Que aprendiésemos del nelán mientras tratábamos de ayudarlo, no de aprovecharnos de su desgracia… —apuntó Li.
—Siempre me ha caído bien el Consejero Kidman. Es un tipo íntegro como pocos —dijo James. A continuación, volvió sus enamorados ojos hacia Claudia, sonriendo con devoción. —¿Y qué más habéis descubierto tú y la doctora Paris?

A Mónica no le pasó por alto el hecho de que James nombrase a Claudia en primer lugar, habida cuenta de que la joven era la ayudante de Cinthya Paris. “¡Enamorados!”. Sonrió discretamente.

—Pues que los ribosomas de las células contenidas en los nódulos blindados no son, ni de lejos, lo único exótico de su fisiología —continuó Claudia, con la mirada brillante de fascinación—. Si es que hay algo en él que no sea exótico… Su sistema endocrino es alucinante. Posee literalmente miles de glándulas, interconectadas por una red vascular kilométrica, que segregan cientos de sustancias desconocidas. Desde ácidos complejos y enormes moléculas proteicas, hasta una ingente cantidad de enzimas y hormonas. Hemos averiguado que todo el organismo del animal parece apoyarse casi por completo en esas moléculas del sistema endocrino, pues son capaces de catalizar reacciones químicas absolutamente insospechadas.
“Por ejemplo, controlan la génesis de las aleaciones que forman la piel, logrando por medios bioquímicos lo que a la tecnología le supondría un enorme desafío de ingeniería, temperatura y presión. Intervienen en exóticos procesos metabólicos, como utilizar el metano, el amonio, el hidrógeno y otros elementos y compuestos como fuentes de energía. También regulan la rápida y selectiva asimilación de los minerales y de los metales que el animal ingiere. Gracias a ellos, su sistema digestivo es increíblemente eficiente y veloz, pues todo lo que come es descompuesto en sus elementos básicos con una rapidez pasmosa. Luego, el material así procesado pasa al torrente sanguíneo casi inmediatamente y, en un abrir y cerrar de ojos, es transportado hasta los puntos en que sea necesario. Y lo mismo pasa con los gases, que son llevados por el sistema circulatorio a unos órganos que los refrigeran hasta licuarlos, tras lo cual son almacenados en las vejigas. La densa mucosa que las recubre por dentro aísla sus tejidos del intenso frío del gas en estado líquido, de las fugas y de posibles intoxicaciones.

La camarera llegó con los primeros platos primorosamente colocados en una bandeja redonda de madera, momento que aprovechó Claudia para hacer una pequeña pausa en su explicación. Todos miraron los platos con expresión canina. Tenían un aspecto muy apetitoso y exhalaban un aroma embriagador. Los cuatro atacaron la comida, bajo la atenta y curiosa mirada de Alexia. La conversación se reanudó.

—Como nuestro amigo tiene dos sistemas circulatorios bien diferenciados, cada uno con sus propias bombas cardiacas independientes…
—¿Dos sistemas circulatorios independientes? —la interrumpió James. Él no había estado presente en la reunión con los Consejeros, por supuesto. —¿Y a qué viene esa redundancia?
—No hay redundancia —le explicó Mónica. —El principal, alimentado por un enorme corazón primario de seis cámaras y dos bombas musculares lineales, lleva su sangre a todos los tejidos. El secundario, impulsado exclusivamente por cuatro grandes músculos cardiacos lineales de dos cámaras, recorre la periferia del cuerpo y rodea los órganos principales. Está lleno de un líquido isotermizante, compuesto primordialmente por nitrógeno molecular, que compensa las extremas variaciones térmicas y mantiene a su organismo dentro de unos rangos aceptables de temperatura.
—Pues vaya con el animalito. Está mejor equipado que nuestras naves. —James estaba francamente sorprendido. —¿Y qué rango de temperaturas admite nuestro sorprendente amigo?
—Pues nuestras investigaciones han revelado que su organismo admite un amplio margen térmico. Internamente, su metabolismo funciona sin problemas entre cincuenta y dos y menos diecinueve grados centígrados, dependiendo de la fuente energética que sus mitocondrias usen y del proceso bioquímico que elija. Por su parte, la coraza blindada soporta temperaturas externas comprendidas entre doscientos sesenta bajo cero y dos mil novecientos grados, aunque pensamos que podría llegar a límites puntuales de tres mil quinientos. También tolera niveles de radiación miles de veces superiores a los que dañarían irreversiblemente a un ser humano, presiones de más de trescientas cincuenta atmósferas y aceleraciones que excederían los doscientos g[1] horizontales y los ciento diez g en las otras direcciones durante casi una hora, según las simulaciones por ordenador. Con picos máximos de más de novecientos g en momentos puntuales.

James silbó por lo bajo.

—En comparación, un humano normal sin entrenamiento pierde la conciencia al ser sometido a más de quince o veinte g horizontales hacia adelante… entre seis y ocho si es aceleración negativa o vertical—murmuró.
—Pues yo sé de alguien que aguantó consciente una aceleración de veintitrés g parabólicos y cuarenta y ocho horizontales durante casi dos minutos… —murmuró Li de forma casi inaudible. Pero James, que tenía un oído muy agudo, se percató del comentario.
—¡¿Qué?! —exclamó —. ¿Veintitrés g parabólicos y cuarenta y ocho horizontales? ¿Dos minutos? Eso es imposible. Ningún humano podría soportar una aceleración así sin que su esqueleto se partiese en mil pedazos y sin sufrir daños internos graves. Y, por supuesto, no aguantaría consciente más allá de quince o diecisiete g. No pretendas tomarme el pelo, ¿vale? Yo también soy piloto…
—No es ninguna fanfarronada, James. Yo estaba presente… más o menos.
—¿Cómo que “más o menos”? —Mónica y Claudia seguían la conversación entre ellos con evidente interés, en silencio.
—Pues que estaba allí, pero inconsciente. Y estoy hoy aquí gracias a que el piloto soportó aquella horrible tortura y logró devolver la nave a su rumbo, salvándonos a mí y a cuatro personas más. —Media sonrisa melancólica y agradecida adornaba el rostro de Li. En cambio, la expresión de James era de manifiesta incredulidad.
—Sigo sin creerlo. No es posible aguantar semejante castigo. Aun suponiendo que alguien realmente excepcional lograse resistir algo así, ¿cómo os salvasteis los demás? ¿Quién fue el piloto que se mantuvo consciente a veintitrés g?
—Yo.

Claudia y James giraron asombrados sus cabezas, fijando su mirada en Mónica, que sonreía.

—¿Tú? ¿Tú has sobrevivido a una aceleración tan abrumadora? ¿Y consciente? —logró articular James, pasado el momento inicial de estupor, con los ojos desorbitados por la impresión—. ¿Co… cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Chica, eres una permanente caja de sorpresas… —concedió Claudia con una amplia y fascinada sonrisa.
—Eso dicen. —Se giró hacia James—. ¿Recuerdas lo de aquella nave de pasajeros, hace siete años?
—¿La Deyanira?
—Exacto.
—Cómo olvidarlo… Desapareció sin dejar rastro al iniciar un hipersalto, aunque consiguió enviar parte de un mensaje de auxilio. Y aquel remolcador de rescate, el Faro de Alejandría, que estaba cerca del lugar, de algún modo que aún hoy nadie se explica, logró seguir a la Deyanira a dónde quiera que fuese a parar. Seis meses después de su desaparición, las dos naves regresaron gravemente dañadas y cargadas de heridos —fue recordando James.
—Sí. Aparecieron de forma repentina en una órbita extremadamente cercana a la estrella Barin, en el Sistema Ninrud. Todos los sistemas principales de ambas embarcaciones estaban fuera de servicio. Apenas tenían suficiente energía para el soporte vital y para mantener un precario escudo electromagnético. Las radiaciones de la estrella azul los estaban machacando, no tenían motores y su órbita era una espiral descendente que se degradaba rápidamente. De algún modo lograron enviar una transmisión subespacial de socorro de apenas dos segundos de duración…
—Ya, ya —la interrumpió James. —Esa historia es conocida por la inmensa mayoría de los habitantes de la Confederación. Un rescate épico y todo eso. Pero, ¿qué tiene que ver con lo que estábamos discutiendo? ¿Es que la Elcano participó en aquel asunto…?
—Pues sí, en parte —dijo Mónica, sonriendo. Li lo miró con la misma expresión. Claudia, por su parte, se limitaba a escuchar atentamente y a lanzar miradas encandiladas a su amado cada vez que éste abría la boca. —Lo que pasa es que, por alguna razón, la mayoría de la gente ignora qué naves participaron exactamente. Sólo se habla de la Deyanira y del Faro de Alejandría. En fin… estábamos en el sistema Tekarum. En aquel momento había cuatro naves acopladas a la estación científica Enolen, entre las cuales estaba la nuestra. Además, otras naves partieron desde Vian’har, Angelis, Deméter y Keun Hal en cuanto llegó el mensaje de socorro. Por supuesto, los más cercanos éramos los que estábamos en Tekarum. Tras recuperarnos de la impresión de saber que las dos naves perdidas habían regresado, salimos de inmediato
—No te puedes llegar a imaginar cómo forzó el hipermotor la loca ésta —terció Li, señalándola con el pulgar. —Parecía poseída por algún tipo de deidad vengativa.

Mónica le hizo una mueca, arrugando la cara y sacándole la lengua.

—Cuando llegamos, apenas unos minutos antes que las otras tres naves que habían partido con nosotros de Enolen, nos encontramos con un panorama desolador. Las dos naves, amarradas rudimentariamente entre sí por cables soldados al fuselaje, se hallaban inmersas en las capas exteriores de la corona solar. Sus cascos, sin apenas escudos, estaban empezando a erosionarse y perdían paneles del blindaje externo. Había múltiples incendios causados por plasma solar. Los sensores indicaban que la temperatura en el interior del Faro de Alejandría era incompatible con la vida. En el caso de la Deyanira, sólo existía soporte vital en las zonas más profundas de la nave. Los supervivientes de las dos embarcaciones estaban apelotonados en el anfiteatro y en los locales que flanqueaban la Gran Vía.
“Las otras tres naves que nos acompañaron eran dos cargueros ligeros de clase E, el Carolyn y el Nerea y la patrullera militar Talos. Ninguna de ellas estaba preparada para efectuar un rescate tan extremo. Y, para ser sinceros, la Elcano tampoco. Pero había más de siete mil quinientas personas a bordo del Deyanira, y no íbamos a quedarnos cruzados de brazos viendo cómo se desintegraban en la atmósfera de la estrella, ¿no?
—Por supuesto que no. —Al joven capitán le brillaban los ojos de interés y emoción.
—Pues eso. Puse los escudos al máximo y llevé la nave hasta la proa del Deyanira. Lanzamos todos los cables de amarre instalados a popa y en la quilla para agarrarnos a la nave de pasajeros. También la atrapamos con el rayo tractor. Y empezamos a tirar de ella. Toda la Elcano temblaba por el esfuerzo al que los motores la sometían, tratando de liberar aquella enorme masa inerte de metal de la potente atracción gravitatoria de Barin. Durante unos momentos todo fue bien. Pero una sección de la proa de la Deyanira no pudo soportar la tensión y se desgajó, golpeando a nuestra nave con gran violencia. Uno de los motores de babor quedó destrozado y la atmósfera se escapaba por varias grietas en el casco. Las compuertas estancas se cerraron automáticamente y me quedé sola en la cabina. Li, Karen, Lucas y Klaus estaban atrapados en la sección de popa.
“A pesar de todo, seguí tratando de sacar a la Deyanira de allí, aunque la Elcano estaba gravemente dañada y apenas tenía potencia. Los locos del Talos se lanzaron hacia nosotros, nos amarraron con su rayo tractor y empezaron a tirar. Al momento, el Nerea y el Carolyn hicieron lo propio. Con la potencia sumada de las cuatro naves logramos arrancar a la Deyanira de la atracción de la estrella.
“Pero la Elcano no estaba para más heroicidades. Varios sistemas vitales cayeron a causa de los daños y nos quedamos sin apenas energía. La nave derivó y tuve que soltar los cables ante el peligro de colisionar fatalmente con la nave de pasajeros. La atracción estelar nos atrapó de nuevo. Y ninguna de las otras tres embarcaciones podía ayudarnos, porque tuvieron que reforzar su presa sobre la Deyanira para sujetarla con sus rayos tractores cuando la Elcano falló.
“La cuestión era que caíamos directamente hacia la superficie de la estrella, a una velocidad cada vez mayor. Con los tres motores que quedaban y contando sólo con la energía auxiliar, traté de sacar la nave de allí. Pero era imposible. Así que decidí usar la gravedad de Barin para alejarnos de ella.
—O sea, que pretendías efectuar un ”lanzamiento de honda”, ¿no?
—Exacto. Como sabes, debía caer hacia la estrella describiendo una trayectoria parabólica tangencial a ella, pero sin entrar en la cromosfera y, aprovechando el aumento de velocidad causado por la atracción gravitatoria, acelerar los motores en el momento preciso para alcanzar la velocidad de escape.
“Hice rápidamente los cálculos y empecé la maniobra. Y ahí surgió el mayor problema. El impacto había averiado el compensador de aceleración. Sólo pude lograr que protegiese una pequeña sección de la nave, a menos del diez por ciento de su capacidad. Es decir: o cubría la cabina de mando, donde estaba yo, o protegía la sección de popa, donde estaban atrapados mi marido y mis otros tres compañeros.
—Ni te lo pensaste. ¿A que no? —preguntó James, perfectamente seguro de la respuesta de Mónica. Él habría hecho lo mismo.
—Ni por un segundo —apostilló ella, orgullosa. —Sabía que tenía todas las papeletas para no salir de aquella con vida. Programé a Vyla a mano, porque el sistema de reconocimiento de voz estaba destrozado, y recé para que no fallase en el momento crítico. No te puedes llegar a imaginar el dolor que sentí, la abrumadora opresión. Creí que las venas me iban a estallar, que el pecho se me hundiría y que el cráneo me iba a implosionar. Conforme aumentaba la aceleración empecé a perder la conciencia. Casi no veía nada. Empecé a sangrar por todos los orificios corporales y mi piel se agrietó en varios lugares. Oí y noté cómo algunos huesos se me partían lentamente. No podía respirar en absoluto. Y sentí mi corazón cómo se iba deteniendo, cómo trataba testarudamente de impulsar una sangre que pesaba más de veinte veces lo normal. Casi inconsciente, sufriendo como nunca he sufrido, vi el indicador de aceleración marcando cuarenta y ocho g horizontales y veintitrés verticales. Ni tan siquiera podía gritar para liberar mi dolor. Me estaba asfixiando. Pude ver en la pantalla que se acercaba el momento de encender motores. Y, entonces, hubo un bajón de energía y Vyla entró en modo de reinicio. La energía volvió inmediatamente, pero yo no podía mover ni los ojos, que parecía que me iban a explotar. ¡Como para volver a programar la trayectoria automática! Supe en aquel instante que íbamos a morir. Todos. Aquella imagen dantesca cubrió por completo mi mente.
“Y, entonces, algo extraño me pasó. Una especie de fuerza que nunca antes había sentido inundó mi cuerpo desde dentro. Aquella oleada de energía me despertó por completo y, haciendo un esfuerzo que aún hoy no consigo comprender, adelanté mi mano y pulsé la orden de encendido en el momento preciso. Mi dedo se rompió por dos sitios al hacerlo. Y los huesos de mi brazo se partieron en el momento en que volví a apoyarlo en el sillón. Los motores respondieron y la nave siguió el rumbo previsto, hasta abandonar la gravedad de la estrella. Pude ver cómo el indicador de aceleración descendía rápidamente hasta su nivel normal. Luego perdí la conciencia definitivamente.
—Volvió en sí en Enolen, tras diez días en estado crítico —apuntó Li. Aún se le ponía el vello de punta y se le encogía el corazón cuando recordaba lo cerca que había estado su esposa de morir. Ella no había visto el horrible aspecto que tenía su cuerpo cuando la sacaron del puente…
—Eso que te pasó… esa energía, debió ser la adrenalina, que se disparó cuando pensaste que los demás morirían —aventuró James, aunque sin demasiada convicción.
—No fue la adrenalina. Al menos, no sólo la adrenalina. Todos hemos oído historias de proezas extraordinarias llevadas a cabo por personas normales en condiciones extremas. Como la de aquellos excursionistas que cayeron por un precipicio y uno de ellos se hirió de gravedad. El otro, con una cadera rota, caminó tres días hasta un puesto de socorro, donde consiguió ayuda y luego se desmayó. O la de aquel escalador al que una roca de quinientos kilos le cayó encima y, instantes antes de aplastarlo contra el suelo, la apartó a un lado. O la de la madre que levantó la furgoneta que había atropellado a su hijo… Hay cientos de ejemplos, algunos ficticios y otros reales, como los que he enumerado.
“Pero lo que me pasó a mí fue distinto. Yo he experimentado muchos subidones de adrenalina en muchas situaciones comprometidas. Todos sabemos cómo es la vida en el espacio. Pero aquello fue algo completamente diferente. No sé explicarlo… No fue tan sólo una reacción fisiológica a una sustancia química… fue una poderosa energía, una especie de fuente de vitalidad que me inundó y me permitió moverme en una situación en la que mi cuerpo pesaba decenas de veces más, en la que mi corazón estaba a punto de detenerse por el sobreesfuerzo y mi conciencia casi había desaparecido. Sé lo que sentí, pero no tengo palabras para definirlo...  Fue algo… “mágico”. —Mantuvo la mirada en Li, con un brillo de extrañeza. Nunca había logrado comprender qué le pasó exactamente aquel día. Pero jamás olvidaría la estimulante sensación que inundó su ser. Nunca se había sentido tan llena de vida y tan poderosa como en aquella ocasión.

Tras unos instantes de silencio, Claudia miró a Li y preguntó:

—¿Cuánto tiempo dices que estuvo en estado crítico en Enolen?
—Diez días en coma. Y otros veinte en la enfermería… ¿Por qué? —Ella hizo caso omiso a su pregunta.
—¿Y en qué estado despertó tras esos diez días?
—En bastante buen estado, aunque con el cuerpo lleno de moretones, rasguños y heridas menores. ¿A qué viene tanto interés? —A Li le empezaba a picar la curiosidad. Entrecerró sus ojos orientales hasta que formaron apenas una fina línea. Claudia apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos y descansó su barbilla sobre ellas.
—¡Oh, por nada en particular! Es sólo que me parece curioso que un ser humano soporte una tortura así, con fracturas múltiples, evidentes hemorragias internas y unos más que probables daños orgánicos graves… —hizo una pequeña pausa dramática —… y se recupere en sólo diez días. Nada más. —La joven se los quedó mirando fijamente, con expresión explícita.

Li iba a contestar, pero sólo logró abrir la boca y volver a cerrarla inmediatamente después. A Mónica le pasó algo parecido. James la miró con evidente interés y con un intenso brillo de curiosidad en los ojos.

—Pues es cierto… —murmuró Mónica, sorprendida —. Nunca me había parado a pensar en ello. Ahora que lo dices, sí que es raro que me recuperase tan rápido… —Agitó la mano con indiferencia. — Bah… mis heridas no debían ser tan graves, después de todo… Unos cuantos huesos rotos, con la tecnología médica actual, no son nada del otro mundo.
—No olvides que soy bióloga —replicó Claudia —. Y de las mejores, me atrevo a añadir. Por lo que has explicado, y por todo lo que sé del cuerpo humano, es imposible que salieses de ésa sin daños muy graves y PERMANENTES en tu organismo. De hecho, ya es un milagro en sí mismo que no perdieses la vida. —Se acercó un poco más a ella, señalando su pecho con el índice—. O eres la persona con más suerte de toda la Historia… o ahí dentro tienes algo que te convierte en una humana muy especial.

Mónica la miró, confundida. “Especial… ¿yo? ¿Y qué puedo tener yo de especial?”, pensó.

—No exageres —dijo, agitando la mano. Se forzó a sonreír, tratando de aparentar indiferencia. No lo logró. Claudia era muy perspicaz. —Seguramente me recuperé tan rápido por los esmerados cuidados del personal médico de Enolen y porque mi situación no sería tan extrema.
—No te lo crees ni tú. —afirmó con aplomo su amiga.

La camarera volvió con otra bandeja de exquisitos manjares colocados primorosamente en unos boles de porcelana, decorados con bellas pinturas que representaban escenas mitológicas y animales fantásticos. El delicioso aroma de las viandas los abstrajo momentáneamente de su conversación. Al poco, la curiosidad de James por el trabajo de Claudia (y la necesidad vital de oír su voz y de monopolizar su atención), lo llevó a preguntar de nuevo por el animal.

—Y, ¿qué más habéis descubierto?
—Pues mira… Mmm —se interrumpió un momento, para tragar un exquisito trozo de carne con salsa agridulce. “Ni loca le voy a hablar con la boca llena”. Se tapó los labios con la mano, mirándolo de reojo. Su luminosa mirada de soslayo encandiló a James. Cuando tuvo la boca vacía de nuevo, prosiguió —. Sus sentidos nos tienen a todos alucinados. No se conforma con cinco, como nosotros. Tiene nueve, que sepamos.
—¿NUEVE? —exclamó James. Mónica y Li ya sabían algo al respecto.
—Nos han deparado muchas sorpresas, la verdad. Como la inimaginable finura de su olfato o la agudeza de su visión. O la extraordinaria capacidad de sus magtinos.
—¿Magtinos? ¿Y eso que es?
—Los magtinos son una serie de protuberancias que forman líneas a lo largo de su cuerpo. Son increíblemente sensibles a la parte del espectro electromagnético por debajo del infrarrojo. Pero no sólo eso. También pueden usarse para emitir en cualquier longitud de ondas de espectro bajo, desde complejas transmisiones de radio hasta potentes haces de microondas. Es un sentido bidireccional, que tanto puede funcionar para recibir información como para emitirla. Al sentido que forman los magtinos lo llamamos “magto”, por lo de recibir y emitir ondas electromagnéticas. El nombre lo eligió tu amigo Cortés, un día que estaba inspirado —explicó, dirigiéndose a Mónica con el último comentario.
—Me parece increíble. Un sentido bidireccional… —James estaba francamente fascinado —. Eso es como si nuestros ojos, además de percibir imágenes, también fuesen capaces de proyectarlas.
—Exacto. Es una comparación perfecta. Pero no se limita a eso. Estamos casi convencidos por completo de que el magto, la vista y el olfato, son sus sentidos principales. Resulta que el magto está estrechamente implicado, junto a las aletas, en la emisión y control del escudo de fuerza y de los destellos de sus órganos luminosos. También estamos seguros de que puede provocar intensas descargas eléctricas defensivas.
—Ya. ¿Y cómo de agudos son su vista y su olfato, exactamente?
—Es difícil de precisar. Sus ojos están mucho más evolucionados que los nuestros. Tiene dos párpados, uno exterior blindado y otro interior carnoso. Están separados por una especie de córnea de cristal orgánico flexible, polarizada y capaz de oscurecerse a una velocidad increíble.
—Como la visera de los cascos de los trajes espaciales —apuntó Mónica.
—Sus retinas son enormes —prosiguió Claudia, ya lanzada y sonriente—. Agárrate. No sólo captan la luz normal, sino también la infrarroja y la ultravioleta. Y creemos que puede ajustar su percepción a voluntad, alternando entre las tres radiaciones o captándolas simultáneamente.
—Pero eso es increíble. Ningún otro ser vivo conocido es capaz de hacer eso, ¿no?
—De hecho sí. Al menos lo había. Antes de la Catástrofe se conocía la existencia de una especie de peces en el Amazonas cuyos ojos estaban preparados para ver en las tres longitudes de onda. Como vivían en unas aguas permanentemente turbias, sus ojos habían evolucionado para compensarlo. —Li nunca perdía la oportunidad de recordar la extraordinaria biodiversidad ya extinguida de la Tierra.
—Además de la visión en varias longitudes de onda, los ojos de nuestro amigo poseen un doble juego de cristalinos, acoplados entre sí por una serie de músculos alargados, lo cual los dota de un efecto zoom bastante notable, de unos veinte aumentos. En cuanto a su agudeza visual sólo podemos especular, pues no sabemos exactamente cómo procesa su cerebro la información que le llega de los nervios ópticos. Aunque, a grandes rasgos, pensamos que es capaz de ver detalles de un metro de diámetro a doscientos kilómetros de distancia. Y de percibir movimiento fluido a partir de unos ochocientos hertzios. En comparación, el ojo humano ya deja de ver imágenes fijas a partir de veinticuatro planos por segundo.
—Menuda pasada. Desde luego, la evolución se ha lucido con estas criaturas…
—No es de extrañar. Viven en uno de los medios ambientes más hostiles a la vida que se puedan imaginar. Sin todas esas increíbles adaptaciones, no sobrevivirían. —afirmó Mónica.
—Pero tiene unos ojos que ya quisieran para sí los sensores de muchísimas naves…
—Es cierto. Los ojos delanteros son extraordinarios —apuntó Claudia. Miró de reojo a James, como quien no quiere la cosa, para ver si se había dado cuenta del sutil detalle. Su enamorado tardó apenas cuatro segundos en captar la velada indirecta.
—Perdona… ¿has dicho “los ojos delanteros”? ¿Cómo que “delanteros”? Por las imágenes que he visto de él, sólo tiene dos ojos en la “cabeza”… ¿O no? —dudó, con una mezcla de estupor y expectación. Cada vez le parecía más fascinante aquella criatura. Mónica y Li sonreían disimuladamente. Ellos ya conocían la respuesta desde hacía meses.

Claudia lo miró fijamente con una intensidad difícil de soportar. Con una sonrisa deslumbrante, se acercó lentamente a James, hasta que sus labios estuvieron a centímetros del oído de su amado. Él sintió cómo su vello se ponía de punta al sentir el cálido aliento de ella en su oreja. Cuando habló, lo hizo con una voz tan dulce y sensual que James se sintió desfallecer. Un brillo travieso y divertido destellaba en los ojos de Claudia.

—Pues no, cariño. No tiene sólo dos. Aunque los delanteros son los más grandes y, con diferencia, los más avanzados, tiene otros cinco más. —Permaneció otros dos o tres segundos pegada a él y luego se apartó, sin dejar de mirarle. James tragó saliva. Su voz temblaba.
—Y esto… —carraspeó nervioso—, ¿dónde los tiene?
—Los tiene repartidos, de uno en uno. —Había recuperado su tono de voz normal, entre profesional e ilusionado—. Son del tamaño de los nuestros, aunque bastante más sencillos. Uno está en la parte superior del lomo y otro en la cola, orientado hacia atrás; el tercero está en el vientre. Por último, los dos restantes los tiene a cada lado de la cola, apuntando ligeramente hacia abajo.
—Qué raro, ¿no? ¿Alguna idea de a qué se debe esa redundancia?
—Cinthya ha propuesto la teoría de que son un remanente evolutivo en pleno proceso de desaparición. Piensa que, en sus orígenes, los ancestros de los nelanes debían estar dotados con un cerebro principal mucho más sencillo que el actual, y seguramente carecían de los sistemas nerviosos secundarios de las aletas, o éstos eran muy rudimentarios. Por tanto, dado que el sistema nervioso central debía usar gran parte de sus recursos para gestionar sus capacidades de navegación electromagnética, la capacidad para procesar el resto de sentidos debía ser algo limitada. Así que, para poder controlar todo su entorno con efectividad, se rodearon de ojos. Luego, conforme sus cerebros evolucionaron, los ojos redundantes se fueron atrofiando. Creemos que en pocas generaciones acabarán desapareciendo del todo.
—Hay algo que no entiendo —dijo James, pensativo—. Si su cerebro primitivo estaba tan ocupado procesando el… el… ¿Cómo habéis llamado a su sentido magnético?
—¿Magto? —aclaró Li.
—Magto, eso. Como decía, si su cerebro necesitaba tantos recursos para procesar la información del magto, ¿cómo podía gestionar varios ojos complejos? Por lo que yo sé, la vista requiere mucho proceso cerebral. ¿Soy el único que ve la contradicción?
—Sí. Eres el único, porque no hay tal contradicción —explicó Claudia—. Aunque parezca raro, hay veces en las que un ojo grande y avanzado complementa con su capacidad a un cerebro primitivo y poco capacitado.
—Sigo sin verlo claro…
—Pues mira, como muestra un botón. En la Tierra existía un tipo de araña llamada Portia. Todas las arañas tenían dos ojos principales y otros dos grupos de tres más simples a cada lado de la cabeza. En total ocho. La Portia era una de las muchas especies de tarántulas, de tamaño modesto y capaz de dar saltos muy notables. Y ahí radica la cuestión. Para calcular las distancias y la potencia necesaria para realizar un salto perfecto se necesitaría un cerebro relativamente avanzado. Pero los arácnidos tenían cerebros minúsculos y muy simples, aunque también eran los más avanzados entre los artrópodos. ¿Cómo lo solucionaban? Pues con unos ojos principales enormes y muy sensibles. Todo el trabajo lo hacían ellos y el cerebro sólo tenía que dar la orden de salto.
“Por eso pensamos que los ojos supletorios de los primitivos antepasados de los nelanes eran mucho más avanzados que los actuales.
—¿Y, actualmente, le sirven para algo? —Inquirió de nuevo James.
—Pues no estamos seguros, pero creemos que de muy poco ya. Básicamente para captar movimiento y luz, pero sin formar imágenes claras. Quien sabe…
—Has hablado de nueve sentidos… —le recordó Mónica—. ¿Cuáles son los otros?
—Bueno, tiene vista, olfato, oído, tacto, por supuesto, y gusto. También está el magto. Luego tiene otro que parece capaz de captar la gravedad a distancia. Está formado por unos órganos extraños muy vascularizados, conectados al cerebro por gruesos haces nerviosos. El interior de estos órganos se mantiene al vacío. Pero no significa que esté vacío, claro. Hay varios millones de fibras finísimas en su interior, con minúsculos engrosamientos a intervalos regulares, tensadas entre las paredes. Ninguna de ellas toca a las demás, aunque se cruzan en todos los ángulos y direcciones posibles.
“Las fibras, con un diámetro mil veces menor que el de un cabello, se ven atraídas por la gravedad, se doblan y mandan una señal al cerebro a través de los nervios. Mejor dicho, las que se ven atraídas por la gravedad son las bolitas que tienen, que están hechas de iridio.
—Vaya, muy apropiado el iridio —dijo James.
—¿Por? —preguntó Li.
—Porque es el elemento más denso de toda la tabla periódica —explicó James—. Así las bolitas pueden aglomerar la máxima masa en el minúsculo espacio que ocupan.
—Hablando de masa —continuó Claudia—, lo que aún no comprendemos es la extraordinaria ligereza de su cuerpo. Su coraza está hecha de metal y elementos densos, tiene vejigas con varios metros cúbicos de capacidad, mide unos cuarenta metros… y, sin embargo, no pasa de las ochenta toneladas…
—¡Más de un ingeniero daría sus dos brazos por conocer sus secretos estructurales! —rió Li.
—Pues sí… Bueno, pues a este sentido, como puede sentir la gravedad, lo hemos llamado “sargra”.

Los tres arrugaron un poco la cara ante el nombre. No tenía nada de glamuroso, precisamente.

—Ya —dijo Claudia con un ademán—. A Cinthya y a mí tampoco nos gusta, pero fue idea de Omar Kassim y, para algo que propone el pobre hombre, tampoco le íbamos a hacer el feo… ¿no? —Todos negaron con la cabeza y una ligera sonrisa.

Mónica aprovechó la breve pausa para mirar a la niña. Alexia se había dormido plácidamente. Tras beber un poco de agua, Claudia iba a proseguir con su explicación.

—Me pregunto para qué necesitará del oído en el espacio, donde no hay la mínima posibilidad de que se produzca ningún sonido… —se preguntó Li, más para sí mismo que para los demás, interrumpiéndola sin querer.
—Pues ahora que lo dices, la verdad es que no tiene mucha lógica. Aunque pasase por lugares en los que se pudiese escuchar algún tipo de sonido, la inmensa mayoría del tiempo lo pasaría en el más absoluto silencio. Si es un remanente de algún antepasado lejano de la especie, ya debería haber desaparecido por falta de uso, como los ojos de los animales que viven en oscuridad eterna —apuntó James.
—Pues os puedo asegurar que no está en absoluto atrofiado. Es perfectamente funcional, aunque Cinthya y yo estamos seguras que está por debajo de la capacidad auditiva humana. Con mucho, es el menos desarrollado de sus sentidos, pero funcionar, funciona —explicó Claudia.
—¿Y el olfato? Sin aire para transportar las moléculas de olor… ¿cómo huele las cosas?
—No te engañes, James —respondió Mónica—. Los objetos desprenden moléculas por sublimación. Esas moléculas no necesitan de ninguna atmósfera para viajar. Flotan en el espacio y son arrastradas por campos magnéticos, rayos cósmicos, radiaciones, vientos solares… Hay mil fuerzas diferentes ahí afuera.
“Por lo que pudimos estudiar Li y yo mientras lo traíamos aquí, tiene seis receptores olfativos dispuestos en los extremos de los tres ejes corporales. Cada uno está formado por una serie de largos filamentos que se pueden esconder para evitar que se dañen. Sus bulbos olfativos están conectados directamente a estos filamentos y emiten un suave campo magnético, supongo que para atraer las moléculas olorosas. Y su sensibilidad es abrumadora.
“Además, al haber uno en cada extremo del cuerpo, estoy segura de que puede identificar de dónde vienen los compuestos que capta, y dirigirse hacia allí para alimentarse… o alejarse para evitar un peligro.
—Pues vaya. Tiene narices la cosa…

Los cuatro se echaron a reír de buena gana por el espontáneo comentario de James. Tenía una gran facilidad para encontrar la nota humorística en cada momento y lugar. En cuanto se serenaron un poco, Claudia prosiguió con su explicación.

—El octavo sentido que hemos descubierto le permite percibir todas las longitudes de onda por encima del ultravioleta. Es decir, rayos X y rayos gamma. Suponemos que lo usa para mantenerse alejado de fuentes perniciosas de radiación. Lo hemos bautizado como gamio.
—Me gustaría saber cómo diablos lo hace para sobrevivir a esas radiaciones en el espacio abierto… —comentó James—. Los rayos X y gamma tienen una enorme capacidad de penetración, sobre todo los haces de rayos gamma de gran energía. Estos son capaces de atravesar la atmósfera de un planeta como Vian'har o la Tierra hasta llegar al suelo, aunque impacten contra los átomos del aire en todo su camino. Y planchas de plomo de hasta medio metro de espesor…
—Es cierto que son potentes. El vaso de contención que aloja el núcleo de potencia en nuestras naves está construido con aleaciones superdensas, precisamente para frenar estas radiaciones tan peligrosas. Pero la piel del nelán no tiene una composición ni un espesor tan contundentes como las naves. ¿Cómo lo hará? —Mónica miró a Claudia interrogativamente.
—Debe ser una combinación de características. El grosor y la composición de la piel, con una capa entera de óxido de berilio y grafito orgánico para detener radiaciones de neutrones; su sentido especial para detectar las radiaciones peligrosas y mantenerse dentro de ciertos límites de tolerancia, su capacidad regenerativa… —enumeró la joven—. No sé. No tengo ni idea de cómo lo consigue, pero ahí está…
—El otro día, Scotty me comentó que había estado estudiando unas imágenes que le había enviado Ouram —dijo Li pensativo—. Eran microfotografías de la coraza externa y de las capas internas de la piel del nelán. Al parecer, habían encontrado varias capas intercaladas entre el resto de tejidos. Estaban constituidas por una especie de escamas finísimas y microscópicas de aluminio puro muy liso, dispuestas apretadamente entre sí. Y cada capa tiene sus escamas orientadas en un ángulo distinto. Ellos no sabían qué interpretación dar a aquello, pero creo que es posible que tenga algo que ver con lo que estamos hablando.
—Tendría sentido —apuntó James—. Al igual que el resto de radiaciones electromagnéticas, las X y las gamma son fotones. Dices que esas escamas son de aluminio pulido, que es uno de los elementos más reflectantes que existen. Quizá sea eso lo que hagan, reflejar fotones que, debido a su gran energía, penetran profundamente en su piel. El hecho de que haya varias capas y orientadas en ángulos distintos refuerza esa hipótesis. Si un fotón X pasa un “espejo”, se encuentra con otro, y con otro y con otro más…
—Ya —apuntó Claudia—. Pero eso sólo sirve para la radiación X y para los gamma de baja energía, no así para los de alta energía. Y los rayos cósmicos de alta energía no son fotones, sino protones desplazándose a velocidades cercanas a la de la luz. El espacio está inundado de ellos, sobre todo en zonas con estrellas azules, como las que hay en toda esta región. Y esos no los refleja un espejo… ¿Cómo los soporta, pues? Además, tener una piel metálica puede ser un problema, porque detiene ciertas radiaciones pero emite otras secundarias…

James la miró sonriente, con aquella mirada lánguida de enamorado. La inteligencia de su novia lo estimulaba extraordinariamente. Claro, que no era lo único de ella que lo estimulaba… Carraspeó ligeramente.

—Pues supongo que para eso están esos reservorios blindados de células madre que comentaste hace un rato… Y lo de la piel metálica… bueno, seguro que tiene sistemas para librarse de la radiación secundaria. Alguna de esas enzimas o proteínas exóticas, quizá —comentó encogiéndose de hombros. —Claudia lo miró intensamente. No había caído en ello hasta aquel momento. James se sintió desfallecer sumergido en sus bellos ojos grises. Mónica y Li cruzaron una mirada de complicidad y procuraron aguantar la risa. A veces, los enamorados, sobre todo al principio de la relación, podían llegar a ser empalagosos, con tanta miradita embelesada, tanto suspiro y tanta adoración…
—Aunque su coraza externa no solo es eficaz contra las radiaciones —dijo Mónica, tras comerse un trozo de carne con salsa de soja. La soja era uno de los pocos vegetales que habían logrado salvar de la Tierra—. Tiene una resistencia mecánica impresionante debido principalmente a su elasticidad. Puede detener impactos de objetos de alrededor de un centímetro cúbico que choquen contra ella a un máximo de trescientos setenta mil kilómetros por hora. Eso son unas veinte veces más de lo que la mejor aleación lograda para construir los cascos de nuestras naves puede soportar. Y decenas de veces más ligera.
—No deja de ser curioso que una piel enteramente formada por gruesas placas metálicas pueda ser elástica y flexible, ¿verdad? —comentó Li, haciendo con los dedos un gesto como de estar apretando algo mullido.
—Pues sí, es otro misterio más que añadir a la ya de por sí larga lista…—apuntó James. Se volvió hacia Claudia—. Pero la conversación se nos está yendo por otro lado y, si no recuerdo mal, sólo nos has hablado de ocho de los nueve sentidos del nelán.

La joven se tragó el trozo de pan que tenía en la boca con cierta dificultad, pues le pilló algo de improviso el comentario de su amado. Se limpió los labios con la servilleta.

—Cierto, sí. Falta uno, el más misterioso. No tenemos ni idea de para qué lo debe usar, pero parece ser que, de algún modo que no comprendemos, es capaz de percibir el Subespacio. O, al menos, algo relacionado con él…

Los tres la miraron vivamente sorprendidos. Mónica se atragantó con el agua que estaba bebiendo.

—¿Cómo? ¿El Subespacio? ¿Estás segura de eso? —preguntó entre toses, con un hilo de voz. Li le dio unas palmaditas en la espalda.
—Pero, ¿cómo va a percibir el Subespacio? Si no presenta ninguna manifestación en el espacio normal —Li no salía de su asombro. Claudia, por su parte, parecía divertida por la sorpresa que había causado su revelación entre sus amigos.
—Bueno, los agujeros de gusano se forman a través del Subespacio, en el espacio normal… —apuntó James.
—En efecto —concedió Li—. Pero para mandar una simple transmisión subespacial, necesitamos una enorme cantidad de energía, una tecnología de control extraordinaria y bastante suerte. ¿Qué utilidad podría tener para él percibir ese ambiente extraño? ¿Para qué lo necesita?
—Quizá detecte a través de él cosas que ocurren muy lejos. Puede ser que reciba información o sienta peligros usando algo del Subespacio que no conocemos—Mónica se dirigió a Claudia—. Antes comentaste que sus sentidos parecían ser bidireccionales, al menos parte de ellos. Quizá, de alguna manera que ni sospechamos, es capaz de contactar con sus congéneres a grandes distancias usando ese sentido.
—Uuuuy, Mónica… Que se te dispara la imaginación —rió James.
—¿Y por qué? —respondió ella, falsamente ofendida—. Creo que, si algo nos ha enseñado esa criatura, es precisamente que posee adaptaciones que nadie habría imaginado jamás. Si alguien os hubiese hablado hace seis meses de enormes animales espaciales de piel metálica que se alimentan de asteroides y nubes moleculares… ¿qué le habríais respondido?

Nadie dijo nada.

La camarera aprovechó aquel instante de calma para traer otra bandeja repleta de exquisiteces y retirar los cuencos usados. El apetitoso aroma se expandió por la mesa, haciendo salivar a los cuatro amigos. Tras repartirse las viandas, Li reabrió la conversación.

—¿Y por qué pensáis que puede captar el Subespacio? Eso no es algo que a uno se le ocurra así como así…
—¡Hombre, claro que no! —rió Claudia—. Si al final va a parecer que, como no sabíamos qué estábamos viendo, dijimos: “pues mira, esto mismo…”
—Me imagino.
—Ya… —Claudia entrecerró los ojos con suspicacia—. Pensamos que es capaz de percibir el Subespacio porque, con los escáneres, hemos detectado varios elementos y minerales en sus órganos sensoriales; elementos que también usan los transmisores de larga distancia de nuestras naves. Y en proporciones muy parecidas. Por eso creemos que esa es su función principal.
—¿Dónde están esos órganos? —preguntó Mónica, vivamente interesada.
—Son dos áreas cóncavas, de algo más de dos metros de diámetro, una justo detrás de la boca y la otra bajo los propulsores de la cola. Siguiendo la trayectoria de los principales nervios que parten del cerebro, vimos dos gruesos haces que acababan en esas estructuras. Eran tan gruesos como los de los ojos o los del magto. Cuando los analizamos con detenimiento, vimos que cada concavidad está formada por cientos de pequeñas placas simétricas dispuestas radialmente.
“En el centro de cada placa hay un apéndice flexible retráctil, de unos diez centímetros. El extremo, formado por unos cincuenta… “pelos” planos de unos cinco centímetros de largo, se abre en abanico. Es muy parecido a un gusano tubular, de esos que viven en el fondo del mar. La punta de cada uno de esos “pelos” está completamente formada por nódulos minerales microscópicos y células sensoriales; el interior de los pelos es hueco y está lleno de un líquido muy fluido, que, mediante unos finos canales, pasa a través del apéndice y llega a una cámara llena del mismo líquido, protegida tras el blindaje.
“El interior de la cámara está tapizada de terminaciones nerviosas finísimas y largas, en cuya punta hay una bolita metálica recubierta de una gelatina que la hace flotar.
“Lo más interesante es que las bolitas están compuestas de diversos elementos puros: berilio, tecnecio, escandio, niobio… Los mismos que equipan los sensores de nuestras naves, como dije antes.
—Muy interesante, ciertamente. Y, ¿qué nombre habéis elegido esta vez para ese nuevo sentido? —preguntó Mónica.
—Bueno… —respondió su amiga, un poco vergonzosa—, como parece capaz de percibir… “vibraciones” del Subespacio y, posiblemente, emitirlas también… se me ocurrió llamarlo… vibsa —Ésta última palabra la pronunció de manera casi inaudible.
—¿Cómo? No te he oído —dijo Li.
—Venga, cariño, no puede ser tan malo como los nombres de los otros sentidos —James acercó su mano a la de ella, en señal de apoyo. La cálida y suave piel de la chica hizo que sintiese un escalofrío de placer en la espalda. Ella sonrió levemente y levantó un poco más la voz.
—Que lo he llamado vibsa. Hala, ya está dicho… ¿Contentos?
—Pues no está tan mal —convino Mónica.
—No, la verdad —reconoció Li.
—¡Es que mi chica vale su peso en platino…!

Ante la espontaneidad de James, a los demás no les quedó otra que echarse a reír de buena gana.

La camarera trajo unas bandejas pequeñas de cerámica esmaltada, con un postre distinto cada una. Todas estaban primorosamente decoradas con figuras de flores y animales talladas en pedazos de fruta. Los cuatro amigos se quedaron mirando aquellas apetitosas obras de arte con un brillo goloso en los ojos.

Diez minutos más tarde, en las bandejas no quedaba ni el recuerdo del postre que acababan de degustar.

Satisfechos, alegres y, algunos, muy acaramelados, se levantaron y fueron hacia la barra para presentar sus tarjetas de dieta. Hwan, un hombre de unos cincuenta años que atendía el restaurante, las pasó por el lector para validar las consumiciones. Acto seguido les ofreció unos chupitos de un licor fuertísimo pero que pasaba la mar de bien. Les dijo que era digestivo.

Mónica, que no estaba acostumbrada a beber, tosió cuando el ardiente líquido bajó por su garganta. Abrió la boca y se abanicó enérgicamente con la mano.

—No me extraña que sea digestivo… —dijo con un apenas un hilo de voz—. Esto derrite hasta el metal… Ufff… Arde…

En aquel momento, Claudia se acordó de algo que su amiga le había dicho en el hangar. Seguro que James tampoco lo sabía. Sonrió.

—Oye, Mónica… ¿Qué me habías dicho del dueño de este local…? Que tenía… ¿cuántos años? —Los tres la miraron al unísono. Li, por supuesto, ya lo sabía. Pero fue Hwan, sonriente, quien respondió con extrema cordialidad.
—Mi venerable abuelo cumplió ciento veinticuatro años el día quince del mes pasado, señorita. Y, para su muy avanzada edad, se encuentra perfectamente, me atrevo a añadir.

James silbó por lo bajo.

—Pero eso es algo muy notable. ¿Cómo es que no se ha sabido nada al respecto en la Colonia? Con la de chismes y rumores que corren por aquí, no entiendo cómo ha pasado desapercibida una cosa así…
—Al venerable señor Chen le gusta pasar desapercibido y adora la discreción. Hace algunos años solicitó del Consejo que no se realizase ningún acto o reconocimiento sobre su persona en relación a su edad. No considera apropiado ningún tipo de acto o reconocimiento por algo que, al fin y al cabo, no es algo que él haya conseguido por sus méritos. Para él sólo es una curiosidad natural, como el color de los ojos o la estatura.
—Bueno, muy normal no es. La longevidad humana no acostumbra a alcanzar esas cotas, y menos desde la Catástrofe. Es poco habitual que alguien pase de los ochenta años —replicó dulcemente Claudia.
—No, en efecto, no es habitual. Pero mi abuelo prefiere permanecer en un discreto y cómodo segundo plano. Ya es muy mayor y no gusta del bullicio.
—Muy comprensible —admitió la joven—. Pero, respetuosamente, me encantaría conocer, si es posible, a la última persona viva que conoció la Tierra antes de la Catástrofe.

Hwan sonrió ampliamente. La familia tenía en alta estima a Mónica y Li. Ellos siempre habían respetado la intimidad del señor Chen. Si habían comentado a sus amigos lo de la avanzada edad del anciano, era porque confiaban plenamente en ellos.

—Por supuesto, señorita. Si me disculpa unos instantes, le preguntaré a mi venerable abuelo si se encuentra con fuerzas para recibir a una visita especial.
—Oiga, que si el señor Chen no se encuentra bien o está cansado, lo dejamos para otro día, ¿eh? Nada más lejos de mi intención que molestarle o incomodarle —se apresuró a disculparse Claudia agitanto las manos.
—No se preocupe. Mi abuelo tiene mucha más vitalidad en su interior que muchos jóvenes, pero a veces puede sentirse cansado. O, a lo mejor, está enfrascado en algún experimento culinario, que también puede ser.
—De acuerdo. Espero entonces.
—Enseguida regreso.

Hwan salió del local por una discreta puerta a la izquierda de la barra, que daba a unas escaleras. Al cabo de dos minutos bajó, sonriente.

—El honorable señor Chen los recibirá en su salón, si son tan amables. Hoy siente las rodillas algo cansadas y no se encuentra con ánimo para bajar las escaleras.
—Por supuesto. Faltaría más —convinieron todos.
—También me ha comentado si sería posible que la honorable señora Mónica le presentase a su pequeña, de la que tanto ha oído hablar. Es consciente de que, debido al ajetreo con la criatura espacial, no han tenido tiempo de venir a verle, aunque sabe bien que ese era su deseo.
—Será un placer presentarle a Alexia. Lo que está por ver es si la niña se despertará para conocerle a él, claro—respondió Mónica—. La verdad es que hace muchos días que queríamos venir, pero nos ha sido imposible.
—Si es tan amable, ya sabe dónde está el señor Chen. Lamento no poder acompañarles, pero debo quedarme al frente del restaurante.
—Lo entendemos perfectamente. Muchas gracias por todo, señor Hwan.
—A ustedes. Nos vemos luego. Que tengan una velada agradable.
—Eso siempre.

Mónica sacó con cuidado a Alexia del carrito. La niña se removió un poco y arrugó la carita, pero no se despertó. Apoyó su cabecita en el hombro de su madre y la abrazó con su minúscula manita, mientras seguía durmiendo como un angelito.

Subieron por la escalera, precedidos por Mónica y Alexia. Al llegar al final se encontraron en una amplia estancia tallada en la roca. Tenía forma circular, de unos catorce metros de diámetro. El techo abovedado, a cuatro metros sobre sus cabezas, estaba delicadamente pintado con escenas de paisajes y cielos. La totalidad de la pared circular, exceptuando tres puertas, y dos ventanales que daban al túnel principal, se encontraban cubiertas de estanterías de madera labrada. Cientos de libros, estatuillas, antigüedades de distintos mundos, periodos históricos y civilizaciones se distribuían con pulcritud por los estantes. Todo estaba ordenado y limpio. El suelo de la estancia, a dos niveles, estaba completamente cubierto por varias alfombras gruesas y de colores suaves.

Entre los ventanales, en el nivel alto del suelo, había unos confortables sillones, una mesita para tomar el té y dos figuras de leones de piedra. El ambiente era cálido y acogedor. Unos delicados y deliciosos aromas flotaban en la gran sala. Provenían de unos estantes con frascos de especias de todas clases y de varios quemadores de incienso, repartidos estratégicamente por todo el perímetro.

En frente de la mesita de té, de pie y muy erguido, con las manos a la espalda y una luminosa sonrisa en la cara, les esperaba el señor Chen.

Lo primero que sorprendió a Claudia y James fue su aspecto. Esperaban encontrarse a un anciano decrépito, de larga barba blanca y manos nudosas. Pero en su lugar se encontraron a un hombre mayor que no aparentaba más allá de setenta y cinco u ochenta años. Estaba completamente calvo, pero lucía un fino bigote blanco que le llegaba por debajo de la barbilla. El resto de la cara estaba perfectamente afeitado. En su rostro se podían ver las arrugas de la edad, pero ni tantas ni tan profundas como cabría esperar. Sus ojos brillaban de vida, sin el menor asomo de decrepitud o cansancio. Su cuerpo, aunque anciano, desprendía un aura de fortaleza y vigor.

Daba la sensación de que aquel hombre tenía muchas cosas que hacer y conocer todavía como para entregarse a algo tan pueril como la muerte. Ciertamente tenía ciento veinticuatro años, pero se veía tan saludable que parecía perfectamente capaz de seguir con vida otros cincuenta años más.

Lucía un sencillo atuendo de dos piezas, compuesto por unos pantalones ligeros y una camisa de manga larga y cuello recto, abotonada a la izquierda, ambos de un blanco níveo. Y en los pies unas sencillas sandalias de cáñamo vianhio.

Los cuatro amigos se acercaron al anciano. Éste les hizo una educada reverencia, y ellos la respondieron inmediatamente y se presentaron. Mónica se acercó con la pequeña Alexia en los brazos. Al señor Chen le brillaron los ojos de alegría cuando vio a la niña. Mónica se la ofreció y el anciano se apresuró a cogerla con infinita delicadeza. El tener a la niña en brazos hizo que la expresión de su cara se dulcificase aún más. Pareció que perdía años, que se hacía más joven por momentos.

—Bienvenidos, amigos míos. Por favor, por favor, no os quedéis ahí de pie y sentaos conmigo. Tomaremos el té y charlaremos. Por favor, acomodaos —dijo el señor Chen, siempre sonriente. Su voz tampoco parecía la propia de un anciano de más de ciento veinte años de edad. Aunque suave, era una voz con energía, sin vacilación. Una voz que aún podría hacer que enmudeciese una manifestación de matronas vociferantes—. La edad no perdona mis cansados huesos y quisiera sentarme. Aunque, si no es molestia, me gustaría mantener a la pequeña en mis brazos un poco más.
—Por supuesto —respondió Mónica—. Todo el tiempo que quieras. Pero si te cansas, no lo dudes y me la das. Que la niña, parece que no, pero ya pesa bastante.
—Mi querida Mónica Llanos… Hace más de quince años que no tengo la dicha de sostener a un bebé en mis brazos. Aunque esta pequeña pesase una tonelada, nunca me cansaría de sostenerla. Una criatura así es un peso que aligera el espíritu.
—Sí. Sí que aligera el espíritu… pero la espalda me la deja hecha un trapo —La risa de la joven madre reverberó en la amplia y acogedora sala. Todos rieron con ella.

La tetera empezó a silbar en aquel momento. Claudia se apresuró a levantarse y la llevó a la mesita. Había cinco tacitas de fina porcelana, con sus respectivos platitos y cucharillas, una jarra con agua fría, un azucarero[2], rodajas de limón y unas pastas variadas. El señor Chen lo había preparado todo antes de que subiesen a su casa.

Claudia sirvió el hirviente líquido en cada taza, empezando por la del anciano. El aroma del té se expandió por la estancia, mezclándose delicadamente con el resto de esencias que flotaban en el ambiente.

—Señor Chen, ¿qué le gusta con el té? ¿Limón? ¿Azúcar? —preguntó la joven, solícita. Miraba a aquel hombre con infinita curiosidad, casi con reverencia, impaciente por saberlo todo de él. Pero se contuvo educadamente.
—No, nada. Gracias señorita. Tomo el té sólo. Pero esperaré a que se enfríe un poco. No quisiera que se cayese sobre la niña y la quemase.

         Mónica iba a decirle que se la diese para que él pudiese disfrutar de la bebida, pero las palabras murieron sin tan siquiera asomarse a sus labios. Si estaba con la niña era porque quería estarlo. El té no le importaba en absoluto en aquel momento, sino la compañía de la bebé. Al anciano no se le escapó la intención de la joven y su posterior cambio de opinión.

—No te preocupes por mí —le dijo, sonriente—. Como bien has adivinado, no es el té lo que me interesa en este instante. Pero bebed, bebed, que estamos entre amigos.

Bebieron un ligero sorbo de cada tacita, debido a la alta temperatura del líquido y picaron de algunas de las pastas que había en la bandeja.

—Bueno. Supongo que tendréis unos cuantos miles de preguntas que hacerme —dijo sin abandonar la sonrisa y mirando a Claudia a los ojos. La chica se ruborizó levemente. Esperaba no haber sido maleducada con él por no poder disimular su interés al mirarle
—Disculpe si le he parecido descortés. Nada más lejos de mi intención que ofenderle —se apresuró a decir, colorada como un tomate. James se la quedó mirando con adoración. Adoraba verla sonrojarse. Era algo encantador. El señor Chen no pudo por menos que reír ante el comentario de Claudia. Y tampoco le pasó desapercibida la reacción de James al mirar a su amada.
—Tranquila, mujer. Siempre es un placer para un anciano poder parecer así de fascinante a los ojos de una hermosa joven como tú. ¡Ojalá me pasase más a menudo!

          Mónica, James y Li se echaron a reír. Pero Claudia, ruborizada de nuevo por el piropo del señor Chen, tan solo acertó a sonreír levemente.

Fue James quien rompió el hielo.

—Y dígame, señor Chen, si es tan amable: ¿cómo se conocieron usted y este par de elementos? —preguntó, señalando con el pulgar a Mónica y Li.

Chen acunó a Alexia en sus brazos. La niña estaba completamente dormida, con una carita de satisfacción que era el vivo reflejo de la felicidad.

—Hubiese sido una gravísima falta de consideración por mi parte no haber hecho lo posible por conocerles. Después de todo, mi nieto Hwan, su esposa y sus hijos están aquí gracias a ellos.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso?
—El Deyanira, James —aclaró Mónica.
—Ah, claro —El capitán no necesitó más explicaciones.
—Cuando la nave accidentada regresó a casa, procuré informarme de todo lo relacionado con su aventura. Y, por supuesto, me enteré de su espectacular rescate en el Sistema Tekarum y del papel que jugó la Elcano en todo ello —explicó el anciano. Su voz parecía acariciar más que escucharse.
—Entiendo
—Así que busqué a los tripulantes de las naves implicadas y les invité a venir aquí para agradecerles el haber salvado a la única familia que me queda. Pero, lamentablemente, Mónica y Li no pudieron venir, pues ella se encontraba convaleciente en la estación Enolen, a causa de las heridas sufridas durante el rescate.
“Procuré que me avisasen en cuanto la Elcano regresase a la Colonia con ellos a bordo y les ofrecí la misma invitación de agradecimiento. La diferencia estuvo en que, por alguna razón, con ellos se estableció una afinidad especial y nos hicimos buenos amigos. No me malinterprete, James: estoy en deuda eterna con los tripulantes del Faro de Alejandría, que mantuvieron a salvo al Deyanira durante seis meses con una dedicación y un esfuerzo que nadie les podrá nunca recompensar. Pero con esta pareja de… “elementos”, como los ha llamado, nació algo especial.
—Comprendo. A mí también me pasó lo mismo. Pero en mi caso no fue un salvamento lo que nos unió, sino una sana rivalidad.
—¿Rivalidad? ¿A causa de qué? —Quiso saber Chen.
—Pues, aunque no se lo crea, durante un tiempo fui un pequeño rival para Mónica como piloto de clase “C”.
—Fuiste un rival excelente y muy difícil, no seas tan modesto —le reconvino ella.
—Vale. De acuerdo. Total, que siempre veía el nombre de “M. Llanos” rondándome en la clasificación. Unas veces me adelantaba. Otras la adelantaba yo… Y un día, devorado por la curiosidad de ver quién era aquel piloto que me ponía las cosas tan difíciles, lo esperé en el hangar. Y cuál fue mi sorpresa al ver que se trataba de una chica encantadora. La saludé, empezamos a hablar, me presentó a Li y, de manera inexplicable, acabaron atrapándome.
—Sí… son una pareja muy magnética.
—Eh, que seguimos aquí —apuntó Li—. Que habláis de nosotros como si no estuviésemos…
—Pero, ¿qué dices? ¿Cómo no vais a estar si siempre acabáis metidos en algún fregado? —Todos rieron de buena gana ante el comentario de Claudia.

Alexia se removió un poco, pero no se despertó. Chen la miró con extrema dulzura. El anciano, desde el mismo momento en que la había cogido en sus grazos, de algún modo que no acertaba a comprender tenía la curiosa e insistente impresión de que aquella niña era muy especial. Había algo en ella, algo que irradiaba, una especie de aura peculiar…

—Señor Chen… —empezó a decir Claudia— ¿Se acuerda usted de la Tierra? ¿Tiene algún recuerdo de nuestro mundo antes del desastre?

Chen suspiró profundamente. Ciento veinticuatro años eran muchos para cualquier recuerdo, incluso para lo ocurrido el día anterior. Por suerte, la naturaleza había sido bondadosa con el anciano. Además de permitirle alcanzar una edad avanzadísima para un ser humano, no le había privado de su memoria. Al contrario que otras personas, sobre todo las afectadas por el mal de Alzheimer, él recordaba con claridad casi todo lo que había ocurrido en su vida.

Una persona normal no suele recordar nada anterior a los cuatro años de edad, porque el cerebro hasta ese momento está en constante cambio y la memoria no está consolidada. Pero se dan casos en los que, a causa de un acontecimiento traumático, los recuerdos quedan fijados incluso con un año. Y no había existido en toda la historia de la Humanidad nada tan traumático como la Catástrofe.

—Como es natural, no debería recordar casi nada de cuando era niño. Cuando ocurrió aquella gran desgracia, yo contaba con poco más de cuatro años. Pero recuerdo perfectamente todo lo ocurrido. Y, por ello, incluso recuerdo algunas cosas anteriores. Cosas que deberían haberse diluido hace mucho tiempo en las brumas de la memoria, pero que, a causa de aquella devastación horrible, mi mente retuvo grabadas a fuego. Cosas que nunca volví a ver hasta que abandonamos el planeta y llegamos aquí.
—¿Qué cosas? —preguntó Claudia con viva curiosidad.

Chen sonrió, melancólico.

—Pues el tacto, olor y color de la hierba que cubría las colinas de mi tierra; el rumor de los ríos; el estruendo y frescor de las cascadas; el susurro del viento en las copas de los árboles... El aroma de las comidas que mi madre hacía cada día, que inundaban nuestra casa de vida. Mi padre trabajando en los campos de arroz y trayéndome algún juguete de madera tallada que hacía en sus escasos ratos libres. El llanto o las risas de los niños más pequeños de la aldea.
—Suena precioso —musitó Claudia. Mónica, Li y James escuchaban con la vista baja y los dedos entrelazados, tratando de imaginar cosas que no habían conocido.
—Lo era… Y también era muy duro. En aquella ya lejana época, la vida en las comunidades rurales era muy difícil. Mi padre llegaba reventado de trabajar cada día, cuando el sol se ponía. Mi madre no paraba tampoco. La casa, la recolección, atender a los animales, atenderme a mí… Era el futuro que me habría esperado de no haber ocurrido lo que ocurrió. O, quizá, en mi juventud hubiese renegado de la vida rural y me hubiese marchado a la ciudad a buscar fortuna. Quién puede saberlo ya…

Se detuvo un momento, observó a la niña y miró fijamente a Claudia, sin perder ni un instante la sonrisa.

—¿Sabes cuáles son mis mejores recuerdos de la Tierra?
—No…
—Los amaneceres y atardeceres. El viento. El mar. Los horizontes siempre inmutables y, sin embargo, siempre cambiantes. El rebosante torrente de vida que palpitaba a tu alrededor en todo momento… Si incluso echo de menos hasta a los molestos insectos que me incomodaban durante el día y me picaban por la noche…
—Uy… no sé yo si echaría eso de menos… —rió la joven.
—Créeme, jovencita… Cuando lo pierdes todo, echas de menos incluso aquello que te molestaba —aseguró Chen con contundencia, entornando los ojos—. Supongamos que dos enemigos acérrimos se quedan solos en una isla desierta. Aunque se pasen cada momento de su vida luchando el uno contra el otro, son dolorosamente conscientes de que tan solo se tienen el uno al otro. Incluso el peor de tus enemigos es mejor compañía que nadie en absoluto. Cuando uno de los dos falte, el otro no podrá evitar recordar con melancolía los tiempos en los que se peleaban. La soledad que sufrirá será más terrible que la peor de las batallas.
—Visto así…
—Yo sufrí un ataque de Soledad Negra en el espacio, hace algunos años… —A James se le hizo un nudo en la garganta al recordarlo— Y os aseguro que no hay nada tan horrible como eso. Estuve a punto de no volver a subirme a una nave…
—Fue cuando lo de aquella avería en tu nave de entrenamiento, ¿no? —preguntó Mónica.
—Sí… Uf, no quiero ni recordarlo. ¡Mira! —exclamó James señalándose con vehemencia el antebrazo—. ¡Hasta los pelos se me ponen de punta cuando pienso en ello! Estuve allí embarrancado durante dos horas.
—No quisiera parecer descortés, pero siento curiosidad por tu peculiar aventura —dijo Chen pausadamente, pasando a tutear al joven, sin perder la sonrisa. Ante la indecisión de James, fue Mónica la que respondió. El joven capitán le lanzó una mirada agradecida, que no escapó al anciano.
—Pues resulta que aquí el capitán, cuando era un novato en prácticas en la academia, estaba volando por libre en el cinturón de asteroides. La verdad es que James es un excelente piloto. Se dedicaba a esquivar las rocas flotantes siguiendo un recorrido marcado por la computadora. Un ejercicio de entrenamiento avanzado, pero rutinario.
“Pero se produjo un fallo en uno de los estabilizadores giroscópicos y no pudo mantener el control de la nave. Acabó colisionando de costado con uno de los asteroides y tuvo que saltar. Estaba a casi medio millón de kilómetros de la Colonia y la ayuda tardó unas dos horas en llegar. Cuando lo encontraron estaba casi inconsciente por el ataque de Soledad Negra que sufrió.
“Pasó varias semanas hecho polvo, con asistencia psicológica especializada. Al final, como tiene una mente fuerte, se recuperó y volvió con nosotros.
—A veces, esas cosas pueden ser positivas. En el momento que las sufres te parece que no puede ocurrir nada peor. Pero, si las superas, te vuelves mucho más fuerte y más sabio. Y te conoces mucho mejor a ti mismo, tus capacidades y tus límites —explicó Chen pausadamente, mirando a James con una sonrisa comprensiva—. Sé muy bien de qué hablo…
—¿Y… qué más recuerda? —quiso saber Claudia.

Chen suspiró. Una sombra de tristeza cruzó su mirada.

—El resto de mis recuerdos de la Tierra son bastante más tristes… Recuerdo las cosas de cuando tenía tres y cuatro años precisamente por lo desgraciados que fueron los tiempos posteriores.
—Comprendo. He leído mucho sobre la Catástrofe, he escuchado historias de gente que construyó la Nueva Esperanza y el resto de la Flota, de gente que vivió en la Caverna, de gente que pasó por el agujero de gusano hasta aquí, de personas que estuvieron en el primer contacto con los vianhios, que aterrizaron en este asteroide y que construyeron la Colonia… Pero todo son relatos de segunda mano. Yo no estuve allí. Ni siquiera nací en la Tierra. Por eso, encontrar a alguien que lo vivió todo desde el "minuto uno", es algo extraordinario para mí.
—Pues yo sí estuve allí. Y créeme cuando digo que preferiría no haber estado. Yo sentí la Tierra estremecerse con el impacto del enorme asteroide. Vi las nubes salir disparadas impulsadas por la onda expansiva, aunque a aquella edad no tenía ni idea de qué pasaba. Vi montañas derrumbarse, el suelo abrirse en simas pavorosas que vomitaban lava y gases volcánicos. Corrí con mis padres hacia las montañas cuando olas gigantes arrasaron los valles. Vi el cielo oscurecerse con los escombros del impacto. Vi gente morir aplastada por las rocas proyectadas por el impacto que, tras describir una órbita balística, volvían a caer sobre la superficie de todo el planeta como lluvia.
“Sufrí durante meses el frío glacial del invierno creado por el polvo y el humo en suspensión en la atmósfera. Caminé durante semanas entre millones de cadáveres de personas y animales, sin prácticamente nada que comer ni beber, porque los cadáveres podían estar contaminados, así como los arroyos. Caminábamos de noche porque, durante el día, si podía llamarse así a aquella penumbra densa, la piel se quemaba. Las radiaciones del sol, sin la capa de ozono ni el campo magnético de la Tierra para pararlas, atravesaban la opaca cubierta de polvo y abrasaban el suelo y todo lo que hubiese en él.
“Hasta que, unos tres meses después de la colisión, una de aquellas aeronaves de rescate nos encontró por pura casualidad. De toda mi aldea, de las más de cuatrocientas personas que la habitaban, sólo sobrevivimos doce. Y de esos doce, sólo dos éramos niños. Vi a mis amigos y compañeros de juegos, a mis vecinos, a mis familiares ir muriendo por el camino hasta que nos rescataron. Yo mismo estuve muy cerca de morir, por la inhalación de gases, polvo y cenizas. Supongo que tuve suerte… si se puede llamar así…

Una lágrima resbaló por la mejilla del anciano. Su rostro, sombrío por aquellas terribles vivencias, parecía haber envejecido veinte años de golpe. Suspiró profundamente, miró a la pequeña que dormía plácidamente en sus brazos y la sonrisa volvió a su cara, despejando de golpe la pesadumbre de los recuerdos.

—Pero es en momentos así, tras tanto tiempo, cada vez que he tenido a un bebé en mis brazos, o he visto a un niño reír o jugar, por lo que considero que sí, que tuve mucha suerte. Y que he vivido para ver a la Humanidad morir… y para verla renacer con una fuerza y un espíritu que nunca creí posible.

Claudia y Mónica se miraron, con los ojos húmedos por la emoción que les habían provocado las palabras de Chen. Li y James, menos emocionales que ellas, se limitaron a asentir con la cabeza, tratando de imaginar todo aquello que el anciano había explicado.

—Y después, ¿qué? ¿Cómo fue la vida en la Caverna?
—Pues, al principio, no mucho mejor que afuera. Pero por lo menos teníamos aire respirable, agua en abundancia y no nos abrasábamos. Ni tampoco había que caminar pisando cadáveres, aunque cada día morían decenas de personas.
“Cuando el zepelín que nos rescató y nos llevó a Australia aterrizó y nos adentramos en la tierra, recuerdo que pensé que allí acabaría todo. Al ver aquella caverna gigantesca atestada de gente, máquinas y todo lo poco que habían podido salvar, no vi una oportunidad de sobrevivir, sino una tumba...
“Pero, poco a poco, las cosas fueron mejorando. Se habilitaron nuevos corredores y salas de aquel vasto y kilométrico complejo de grutas, se excavaron nuevas grutas y pasillos, se mejoraron poco a poco las condiciones de vida… En apenas tres años sobrevivíamos allí con bastante dignidad, a pesar de los frecuentes disturbios de grupos de individuos que, en lugar de buscar la colaboración, insistían en marcar diferencias. Temas religiosos, políticos, raciales… como si cualquiera de aquellas necedades importase lo más mínimo en semejante situación. Hubo muertos, hubo heridos y hubo castigos ejemplares, hasta que se acabaron los motines.
“Los zepelines continuaron trayendo material que rescataban de lo que quedaba de los continentes. Incluso, casi tres años después de la Catástrofe, uno de ellos regresó con ocho supervivientes. Fueron los últimos habitantes del exterior que encontramos con vida… Los últimos…
“Y, de pronto, un día, la noticia del descubrimiento de la caverna del Prometeo corrió por la población como un reguero de pólvora. De repente, un futuro sin futuro se convirtió en una carrera contrarreloj embriagada de esperanza. Construimos aquella nave gigante, abandonamos el planeta… y aquí estamos ahora, charlando de ello frente a un té…

Claudia se levantó, embargada por la emoción. Se acercó al anciano, se agachó frente a él y, sonriendo, le dio un cariñoso beso en la mejilla, mientras dos lágrimas rodaban por su cara. Chen la abrazó con la mano libre y asintió en silencio, sin apartar sus ojos húmedos de los de ella.

En aquel momento, Alexia se despertó. Abrió los ojos lentamente y miró al extraño que la sostenía. Su pequeña carita se arrugó un poco, algo desconcertada, pero no hizo ningún amago de alejarse de él ni de llorar. Al contrario; abrió mucho sus ojos violetas y estudió atentamente aquella cara arrugada que sonreía sobre ella. Le llamó mucho la atención el fino bigote blanco, hasta el punto de alargar la manita izquierda para tocarlo.

Mónica hizo el amago de coger la mano de la niña, por si se le ocurría estirar del bigote. Pero la pequeña sólo lo tocó.

Entonces Chen, que había oído hablar de los preciosos ojos de Alexia, la miró fijamente, estudiándola.

El anciano, tras tantos años de vivencias y de sed de conocimientos, había adquirido una gran sabiduría. Además, había hecho todo lo posible por preservar los conocimientos ancestrales de su cultura, al menos todo lo que había conseguido reunir. Muchos de los libros de la gran estantería circular que cubría las paredes los había escrito él, plasmando sobre el papel las palabras de todas las personas con las que había conversado. Un auténtico tesoro de vivencias, conocimientos, experiencias y secretos.

Por ello, cuando se sumergió en los extraordinarios ojos violetas de la niña, sintió que su alma se enlazaba con la de la pequeña. Fue una especie de comunión entre los dos, algo que trascendía el cuerpo y el espíritu, que iba más allá de cualquier cosa conocida. Apenas duró un segundo, pero bastó para robarle el aire de los pulmones a causa de la impresión.

Pero consiguió controlarse. Hacía décadas que practicaba la meditación, por lo que se conocía perfectamente. Nadie notó su repentina turbación por lo que acababa de sentir. La sonrisa no se borró de su cara, pero su mirada había cambiado. Siguió observando a la pequeña unos segundos más. La niña le sonrió abiertamente. Si no hubiese sido tan sólo un bebé de apenas cuatro meses, habría jurado que había sido una sonrisa de complicidad.

—Chicos, no quisiera ser descortés… pero me empiezo a encontrar un poco cansado y me gustaría echarme un rato, si me disculpáis.
—Por supuesto, no hay problema—se apresuró a decir Mónica.
—En absoluto, señor Chen—dijo Claudia—. Usted descanse tranquilo, que nosotros ya nos vamos. Nada más lejos de nuestra intención que tenerle aquí aguantando por nosotros.
Mónica cogió a Alexia de los brazos de Chen, sin percatarse del ligero temblor de las manos del anciano. James y Li le estrecharon la mano afectuosamente y caminaron hacia la escalera, seguidos por Mónica y la niña. Claudia se quedó un momento ante el anciano y lo abrazó, emocionada.

—Tranquila, señorita Claudia. Estoy bien. Puedes volver a verme siempre que quieras. Estaré encantado de hablar contigo de todo aquello que tu corazón desee. Muchas gracias por tu visita.
—Gracias a usted, señor Chen. Estoy encantada de haberle conocido…
—Igualmente… Además —un brillo pícaro atravesó su mirada—, un anciano como yo no siempre tiene la oportunidad de que una bella joven lo abrace…

Claudia rió, le dio un suave golpecito en el hombro, haciéndose la ofendida y fue a reunirse con sus amigos.

Bajaron la escalera, saludaron a Hwan y a la camarera, y salieron al gran corredor del sector D, donde se despidieron.

Claudia y James caminaron hacia uno de los elevadores que llevaban al sector C, donde él tenía su vivienda. Mónica sonrió con picardía. Aquellos dos iban a estar muy ocupados toda la noche…

En cuanto a ellos, cogieron otro elevador y bajaron hacia la “Dragonera”. Antes de ir a casa a descansar, querían estar un rato con el nelán.

Chen, por su parte, los observó discretamente desde su ventanal. Pero su atención estaba completamente centrada en la pequeña. Las manos aún le temblaban por la impresión de lo que había sentido con la niña. Había una idea que aleteaba en su mente, algo que había oído o leído hacía mucho, mucho tiempo, pero que no lograba definir. Un recuerdo escurridizo que podía tener algo que ver con aquella criatura. De alguna forma, la sensación de que Alexia iba a ser alguien excepcional, no abandonaba su corazón.

Tenía la absoluta certeza de que aquella niña era muy especial. Quizá, incluso única. Y, si su viejo cuerpo se lo permitía, trataría de averiguar por qué…

Caminando pausadamente, se acercó a la parte izquierda de la gran estantería y empezó a buscar.




[1]  Un “g” representa la fuerza de gravedad terrestre normal, de 9.8 m/s2. Es decir, que un cuerpo aumenta su velocidad en casi 10 m/s (36 km/h.) por cada segundo que pasa. Someter a una persona de 80 Kg a una aceleración de 10 g, por ejemplo, implica que debe soportar una fuerza cinética equivalente a diez veces la gravedad. El piloto experimentaría una velocidad que aumentaría a razón de 360 km/h. cada segundo, lo que le daría la sensación de que su cuerpo pesase unos 800 Kg. En esas condiciones, si no se posee un corazón lo suficientemente potente, el flujo sanguíneo se ve afectado y se experimentan náuseas, mareos y pérdidas de conciencia, e incluso la muerte por fallos cardíacos o vasculares. Con aceleraciones mayores, los huesos pueden partirse y el sujeto moriría por aplastamiento. Un poco más de información: fuerzas g (N. del A.)
 
[2]  La única planta endulzante que se pudo salvar de la Tierra fue la Stevia. Ni la caña de azúcar ni la remolacha sobrevivieron a la Catástrofe. Por tanto, el azúcar, como tal, ya no existe. Y también se consiguieron salvar los limones, que se habían plantado en la Nueva Esperanza, a partir de semillas que se habían encontrado entre los materiales acumulados en la Caverna.


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