jueves, 15 de noviembre de 2012

Capítulo Veintidós: EL PASO DE WHANIA RUM (Parte 2)


((SEGUNDA PARTE DE "EL PASO DE WHANIA RUM. AQUÍ SE RINDE UN SINCERO HOMENAJE A UN HOMBRE EXTRAORDINARIO))
 

—Pues yo no sé qué decirte... No me lo acabo de creer. —Tras su desahogo en la ducha, se sentía mucho mejor. Había comentado con los demás lo de la avería del rayo tractor. Llegaron a la conclusión de que, como no podían hacer nada por el momento, no valía la pena preocuparse por ello hasta llegar a Tilán. Así que ella no tuvo más remedio que tomárselo con filosofía y tragarse su mal humor.
—Es un poco fantástico, ¿no? Muy como de ciencia-ficción, muy peliculero —apostilló Erin, haciendo rodar una albóndiga con el tenedor.
—Chicas, chicas... Parece mentira que, precisamente en los tiempos que estamos viviendo, seáis tan escépticas—las regañó Li sonriente.
—De ser cierto sería un gran avance—opinó pensativo Luar—. Las raciones así procesadas ocuparían mucho menos espacio que las actuales, con la ventaja de ser prácticamente tan sabrosas y aromáticas como la comida recién hecha. No como éstas latas precocinadas, los sobres de sopa liofilizada y demás inventos...
—Es cierto, pero estoy con Erin y Mónica—opinó Naler—. A mí también me parece un poco difícil de creer. Pienso que habrán conseguido algún tipo de avance al respecto y los rumores han hecho el resto. Ha pasado otras veces.
—Sí, la verdad es que sí. Antes de que nos demos cuenta alguien estará anunciando que ha conseguido crear los famosos replicadores que aparecían en aquella serie... ¿Cómo se llamaba? —preguntó Erin.
—Se llamaba Star Trek. En realidad fueron varias series, con varias temporadas cada una. Y más de diez películas, creo —precisó Klaus, mirando su plato casi vacío.

Guardó un instante de silencio, levantó la mirada y prosiguió:

—La creó en la década de 1.960 el genial escritor de ciencia-ficción Gene Roddenberry. Con el tiempo su creación se volvió una leyenda. Decena de millones de personas en todo el mundo seguían cada nueva entrega, compraban todo aquello que salía al mercado relacionado con Star Trek, asistían a congresos, organizaban encuentros, creaban foros en Internet, jugaban a videojuegos... Era todo un universo aparte. Sabían que era una fantasía, pero la ilusión de toda aquella gente hacía que pareciese existir en realidad.
“De hecho, la increíble imaginación de Roddenberry creó tal cantidad de tecnología, mundos, fenómenos espaciales, especies, civilizaciones y culturas que necesitaríamos siglos para conocerlas todas, si realmente existiesen. Había una Federación de Planetas Unidos, con cientos de especies que convivían, colaboraban y coexistían. En la nave protagonista de la serie, y en todas las de la Federación, la tripulación estaba compuesta por personas originarias de muchos planetas distintos. Cada individuo aportaba sus habilidades y sus conocimientos por el bien de todos. La serie mostraba una maravillosa forma de convivir sin importar la procedencia, el aspecto, la cuna o el dinero. Una forma de vida tan deseable como alejada de la realidad de nuestro mundo en aquel tiempo.
“Decenas de personas de nuestra civilización se inspiraron en las tecnologías y en las aventuras que aparecían en la serie. Algunos se hicieron astronautas, convirtiéndose en pioneros en el espacio. Otros trataron de copiar aquellos aparatos increíbles que la inagotable visión de futuro de aquel hombre, y sus posteriores guionistas y directores, nos mostró. Y lo consiguieron, en parte. Desarrollaron los terminales de telefonía móvil, los ordenadores de mano, dispositivos de análisis revolucionarios, los escáneres médicos, la holografía... Una simple serie de televisión se convirtió en un motor que impulsó todos los campos del saber y todos los sueños.
“Cuando Roddenberry murió, millones de personas lo lloraron en todo el mundo. Grandes personajes de todos los ámbitos revelaron que Star Trek había sido el pistoletazo de salida de sus carreras, sus investigaciones y sus logros. Y, por fin, la NASA lo convirtió en el primer hombre enterrado en el espacio: sus cenizas fueron lanzadas en una urna hacia las profundidades del cosmos, para que, en la muerte, siguiese guiando nuestros sueños e ilusiones como consiguió hacer en vida.
“Al parecer, al final lo consiguió…

Una furtiva lágrima resbaló por la mejilla de Erin. Todos los demás guardaron un solemne y respetuoso silencio. Más de uno sintió que le picaban los ojos. En aquel momento, en aquella nave, el sueño de Roddenberry parecía cumplirse, pues las pequeñas diferencias que humanos y vianhios pudiesen percibir entre sus dos especies desaparecieron como una voluta de humo en medio de una ventisca.

—Siempre me habéis parecido unos seres peculiares, los humanos. Y me parece que aún vais tras los sueños de aquel hombre tan especial—dijo Luar tras unos momentos en que miró intensamente a Klaus.

Todas las cabezas se giraron hacia el vianhio.

—Aún en la derrota encontrasteis la manera de sobrevivir. Lleváis casi cincuenta años conviviendo con nosotros, una especie distinta. Os habéis integrado en nuestra cultura y nosotros en la vuestra. Es posible que, con el correr de los años, las dos se fusionen en una, más fuerte y rica. Surcáis el espacio como él imaginó. E incluso firmamos juntos aquel tratado por el cual quedaba instituida la Confederación de Mundos. Una idea que vuestros representantes propusieron y que nosotros aceptamos encantados. Ahora sé dónde y de quién nació esa bella idea. Tan sólo sentiré eternamente una cosa...
—¿Y cuál es? —preguntó Erin, cuyos ojos húmedos revelaban la profunda emoción que sentía.
—Que me hubiese gustado conocer a un humano tan especial.
—Ninguno de nosotros lo llegó a conocer, Luar. Murió en 1991, muchos años antes de que naciese el más anciano de nosotros—Mónica le cogió la mano con dulzura y se la apretó, compartiendo con él sus sentimientos—. Pero tampoco fue el único. Hubo decenas de grandísimos autores de Ciencia Ficción, como Arthur C. Clarke, Isaac Asimov, Phillip K. Dick... Todos ellos crearon Universos enteros que, durante muchas décadas, alimentaron los sueños de la Humanidad. Pero Roddemberry fue algo especial, con todo lo que consiguió con "Star Trek", ya que además fue la primera gran serie televisada de ese tema.

Casi habían acabado de comer. Fuera, a través de los ventanales del comedor, la Barrera brillaba con aquel tenue y nebuloso azul que les resultaba ya tan familiar. Era su compañero de viaje desde hacía casi siete días. Durante aquel tiempo no habían visto otra cosa que aquel azul fantasmagórico por todas partes.

—Tengo algunas preguntas, si no te importa—soltó Annevar dirigiéndose a Klaus.
—En absoluto. Tú dirás.
—Verás. Me gustaría conocer algo más de esas tecnologías que comentabas.
—Ya sabes que me encanta el tema de la ciencia-ficción, pero no soy experto en chismes extraños…
—Con unas ideas generales me basta.
—De acuerdo. Algunas de las más famosas eran los transportadores, los replicadores y las holocubiertas.
—¿Y qué era cada una?
—Los transportadores eran dispositivos de teletransporte de materia. Se usaban básicamente para desplazar personas o cosas entre la nave y otro lugar, como la superficie de un planeta. Convertían la materia en energía y la volvían a reintegrar en materia en el punto de destino. Aunque hay que decir que esta tecnología se la sacaron de la manga los productores de la serie, porque salían muy caros los efectos especiales necesarios para mostrar una lanzadera aterrizando cada semana...
—Comprendo. Pero esa tecnología no me parece tan fantasiosa como crees.

Li lo miró interrogativamente. Klaus prosiguió.

—Los replicadores son aparatos capaces de crear cualquier cosa de la nada. Usan un principio similar al transportador. En la memoria del ordenador se almacena la estructura atómica exacta de lo que sea y, con la suficiente energía, se reintegra donde, cuando y cuantas veces se quiera. Lo usaban para obtener comida, agua, ropa o cualquier otra cosa que necesitasen. Era muy útil, porque no hacía falta acarrear miles de toneladas de equipamiento y accesorios a través del espacio. ¿Que se necesitaba una cápsula de estasis? Se creaba, se usaba y se volvía a desintegrar, recuperando gran parte de la energía. ¿Un depósito para agua? Lo mismo. ¿Armas, ropa, aparatos, instrumentos musicales, objetos para reuniones diplomáticas, recambios? Sólo había que pedírselo al replicador y, si estaba en su memoria, lo materializaba. Por ejemplo, no habríamos tenido que cargar con centenares de boyas, sino sólo irlas replicando según se necesitasen.
—Me conformaría con replicar una nueva base de control del rayo tractor... —masculló Mónica para sí, con evidente malhumor.
—También se podían programar nuevos objetos y crearlos de cero. Incluso, en un capítulo, se recrearon un par de pulmones en el pecho de alguien a quién se los acababan de arrancar,  usando como matriz la información del último teletransporte realizado—siguió Klaus, mirándola divertido de reojo.
—Realmente impresionante. Y muy interesante también.

Ahora fueron todos los que miraron al joven vianhio con suspicacia y curiosidad. Allí se estaba cociendo algo.

—Y las holocubiertas eran salas dotadas de avanzadas tecnologías holográficas y de replicación. Lo que se mostraba en ellas se basaba en materia replicada y hologramas contenidos por campos magnéticos, de tal forma que parecían objetos sólidos. Podía recrearse en ellas cualquier cosa. Y eran totalmente interactivas. Uno podía vivir una aventura en un barco del siglo XVIII, caerse al agua y salir empapado de la sala. O hablar con personajes famosos ya fallecidos, pasear por la selva, revivir acontecimientos históricos, participar en miles de historias y juegos o simplemente dedicarse a algún hobby. Las simulaciones eran tan reales que tenían una serie de protocolos de seguridad. Sin ellos, un cuchillo o una bala holográfica podía perfectamente herir e incluso matar. También se usaban para representar visualmente información científica, cálculos del ordenador central o teorías de diversa índole.
—¿Por ejemplo? —Se le veía vivamente interesado.
—Pues, teniendo en cuenta los conocimientos acumulados a lo largo de siglos y civilizaciones, averiguar qué aspecto concreto podría presentar, probablemente, una especie dentro de cinco millones de años.
—Me empieza a parecer muy interesante todo esto —apuntó Luar con los ojos entrecerrados.
—Y a mí —secundó Naler.

Los demás permanecieron en silencio. Excepto Erin, a la que no le interesaban demasiado las viejas series, Mónica, Li y Klaus sí conocían los detalles y los argumentos. Pero siempre les habían parecido muy alejadas de la realidad. Pasase lo que pasase, la tripulación protagonista siempre salía airosa de cualquier situación, por irreversible que pareciese. Lo cual, por otra parte, era normal. Si los protagonistas desaparecían, desaparecía la serie. Pero la vida real, el espacio de verdad, no era así. Aquí, un fallo podía significar la muerte. Sin salvamentos milagrosos. Sin ideas alocadas de última hora. Sin ingenieros brillantes ni médicos milagrosos. Sin el "remedio curalotodo" de invertir la polaridad. Aquí, si algo fallaba, dejabas de existir. Así de simple. Así de crudo.

—¿Y qué más?
—Disponían de traductores integrados en los uniformes que permitían entenderse con cualquier especie. Comunicadores del tamaño de una uña, capaces de poner en contacto a una persona con una nave a más de cincuenta mil kilómetros. Un aparato de mano que servía prácticamente para todo, desde escanear muestras y realizar lecturas de energía, a reproducir todo tipo de formatos de audio, video y holografía. Lo llamaban “Tricorder”. Usaban armas de mano del tamaño de un mando a distancia que emitían rayos fáser. Se podían graduar en varios niveles de potencia, desde el que producía una pérdida de conciencia hasta el que ocasionaba la muerte. Además estaban los sensores de espacio profundo, cientos de sistemas auxiliares, los torpedos de fotones...
—Esas cosas si que parecen estar condicionadas por un cierto grado de imaginación—comentó Luar—. Aunque, por otro lado, no las veo imposibles en absoluto. Excepto el arma. Además, esos rayos... “fáser”... no tengo ni idea de cuál puede ser su naturaleza.
—Una invención, pura y dura, del autor. Es una variación de rayo láser. Quizá lo hizo por diferenciarse o por no tener que pagar derechos. Quién sabe. Si hacemos caso a la denominación, debería ser un rayo creado por estimulación de frecuencias amplificadas, no de luz como el láser. Lo mismo que los torpedos de fotones… Si fuesen de protones, aún sería creíble, pero… ¿de fotones?
—Entiendo. Prosigue, por favor.

Aquí, Klaus hizo una pequeña pausa de efecto, para añadir emoción a la conversación. Sonrió con complicidad.

—Pero lo mejor, lo que posibilitó todo el universo creado por Roddenberry y todas las maravillas que imaginó, fue la nave. En particular, sus sistemas principales.

Los vianhios estaban en silencio, expectantes. Y Erin, a su pesar, también empezaba a interesarse por el tema. Al fin y al cabo, estaba a bordo de una nave espacial…

—En primer lugar, obtenía la enorme energía que alimentaba sus máquinas de un reactor de antimateria, la cual era creada por la propia nave, en un potente acelerador de partículas alojado en la barquilla central. Luego se hacía colisionar con materia, y la energía resultante se enfocaba con cristales de dilitio en el reactor. Así se conseguía una cantidad prácticamente ilimitada de potencia.
—Perdona. ¿Dilitio? No conozco ese material.
—Es otro invento. Como el litio se usa para producir electricidad y había que darle un nombre a un compuesto que se desconocía por completo, ése era tan bueno como cualquier otro.
—Comprendido.
—Después estaban los escudos, mucho más completos y potentes que los nuestros. Se podía hacer mil cosas con ellos, siempre siguiendo las exigencias del guión, claro. —Como nadie dijo nada, siguió hablando.
—Y, por último, los hipermotores.

Aquí todos prestaron atención. La alta velocidad era un tema apasionante para todos los que vivían y trabajaban en el espacio. Para los pilotos y los ingenieros, además, era objeto de las más encendidas pasiones.

—La nave tenía dos motores gemelos, uno a cada lado, posicionados de tal forma que empujaban longitudinalmente justo sobre el centro de masas. Cuando se activaban, la nave se estiraba de atrás hacia delante, como pasa cuando entras en una ventana de salto. Los dos debían funcionar completamente sincronizados en todos los aspectos, sin diferencias en la salida y el control de la energía. De no ser así, la nave podía perder el delicado equilibrio de fuerzas y adentrarse sin control en un túnel sin fin que acababa desintegrándola.
—¿Y por qué dos motores? Con uno basta para entrar en el hiperespacio... —apuntó Erin.
—Porque las naves de Star Trek no usan el hiperespacio, sino otro tipo de impulsión, llamada WARP, que se mide en grados de factor. Es una curva exponencial. El factor diez es inalcanzable. En un capítulo lograban sobrepasarlo con el sistema de Trans-WARP, pero la lanzadera experimental casi se destruye y su ocupante sufre horribles mutaciones.
—Qué desagradable, por dios—masculló la joven.
—Lo interesante de los motores de curvatura, porque ese es su nombre, es que usan el subespacio para generar la impulsión, pero la nave no abandona el espacio convencional. Es como si los motores creasen una burbuja de subespacio alrededor de la embarcación, incrustándola en nuestra dimensión, y ésta se impulsase por el espacio normal siguiendo las leyes del subespacio. A factor nueve punto nueve, la nave viajaba a casi un millar de veces la velocidad de la luz. Es decir, recorría un año luz en unas cinco horas. Tenía la desventaja de no poder atravesar estrellas y planetas. Pero tenía dos características excepcionales. A velocidad de curvatura se podía seguir monitorizando el espacio normal con los sensores y... se podía girar. Incluso ir marcha atrás.
—Eso sería fantástico. Poder modificar el rumbo a hipervelocidad. Un auténtico sueño —manifestó Naler, melancólico.
—De todas formas sólo es una fantasía. Además, de ser real, habría un inconveniente. Por lo que dice Klaus, a máxima velocidad de curvatura se tarda dos veces y media más tiempo en recorrer un año luz que en el primer nivel de hiperespacio. No saldría a cuenta. Al fin y al cabo, las rutas son bastante rectas, excepto para ir a Tilán. No compensaría poder llegar de Yun Thal a Tilán, por ejemplo, en una sola etapa, bordeando la Barrera y el Territorio Naderio, si se tardase casi cincuenta horas en completar el recorrido —razonó Luar.

Klaus sonreía de oreja a oreja. Aún guardaba un as en la manga.

—¿Y a ti qué te pasa? ¿Por qué sonríes así? —preguntó Li, que no había abierto la boca en todo el rato. Entonces miró a su compañero a los ojos y le sonrió con complicidad. Lo acababa de entender...
—¡Oh, por nada! Sólo pensaba que, según las premisas de la serie, los motores de curvatura no necesitan tiempos de regeneración para eliminar las radiaciones de taquión de sus sistemas. Pueden volver a viajar en modo WARP inmediatamente después de haber salido de él. Es decir, pueden saltar a hipervelocidad, bajar a propulsión subluz y regresar de nuevo a impulso de curvatura en unos instantes. Y lo mejor no es eso. Lo más interesante es que ese tipo de motores podría impulsar una nave a un factor elevado de velocidad... durante semanas. Además, sus ciclos de mantenimiento se situaban en la serie en más de un millón de horas.
—¡Eso sí que sería extraordinario! Se podría volar hasta sistemas muy alejados. Y sin preocuparse del periódico y complejo mantenimiento de los hipermotores. —Naler parecía entusiasmado.
—Se usaría la hiperpropulsión para desplazamientos inferiores a veinticinco años luz y la impulsión de curvatura para el resto de trayectos. Sería genial... si no fuese una invención. Aunque quién sabe… —comentó Li.
—¿A qué te refieres? Eso es sólo una fantasía…—saltó Erin.
—El Subespacio y el Hiperespacio —replicó Mónica—, sólo eran fantasías de escritores que buscaban la manera de hacer factibles las historias que explicaban en sus novelas o en sus películas. La velocidad de la luz era muy lenta y la relatividad un fastidio. Y la ciencia de entonces defendía a capa y espada que la hipervelocidad era una quimera, un imaginativo recurso literario, aunque claramente imposible, producto de mentes calenturientas alejadas de la realidad de las leyes físicas del Universo. Incluso se hicieron intentos serios por caracterizar las necesidades de un auténtico motor de curvatura, como por ejemplo las soluciones a la Relatividad de Miguel Alcubierre.
"Pero, aunque en el mejor de los casos, se parecen poco a lo que aquellos visionarios imaginaron, la hipervelocidad es posible, el Subespacio y el Hiperespacio existen, y las leyes físicas en ellos no son iguales a las del Espaciotiempo normal. Incluso se puede violar, aparentemente, la relatividad sin salir del Espacio.
“Una vez más, la ciencia-ficción, apoyada por una minoría de investigadores para los que la palabra “imposible” no tenía ningún sentido, se rebeló contra los postulados inmovilistas de la Ciencia y, cogiéndola de la mano, le reveló los nuevos horizontes que el corazón había descubierto antes que la razón.

Un emocionado silencio siguió a las bellas palabras de Mónica.

—Sí, es cierto. La Ciencia acostumbra a fijar como principios inmutables teorías aparentemente lógicas. Se hace un esquema del mundo y acoge con agrado todos los descubrimientos y suposiciones que refuerzan ese modelo. Pero, contraviniendo y pervirtiendo la esencia misma de la Ciencia, es decir, la búsqueda de la verdad y el conocimiento con absoluta objetividad, cuando aparece algo que contradice ese modelo tiende a rechazarlo en vez de investigarlo. En ese aspecto la Ciencia... o mejor dicho, los científicos, pueden ser inmovilistas y ultraconservadores. A menos que un hecho irrefutable lo demuestre, no cambian fácilmente su punto de vista, y sólo tras estudios exhaustivos en los que no debe aparecer el menor fallo. Con los hechos afines no es tan estricta y metódica. —La voz de Luar era como una pátina de sabiduría que lo recubría todo a su paso.
—Estoy de acuerdo. Es la típica paradoja de la excepción. Se consigue explicar una parte del funcionamiento del mundo con una ley. Pero aparece un cierto número de situaciones en las que esa ley deja de tener validez. Entonces, como para el resto de supuestos la ley funciona, se dice invariablemente que: “es la excepción que confirma la regla”. La Ciencia funciona igual con sus postulados; con las ideas afines, todas las excepciones confirman su regla. Con las ideas revolucionarias, todas las excepciones desvirtúan la regla a la que pretenden apoyar. —Los allí reunidos fueron de pronto conscientes de que la joven Erin era un peso pesado en cuanto a integridad y capacidad de racionalización.
—No deja de ser curiosa y triste la capacidad de la ciencia ortodoxa para aceptar sin remilgos cualquier teoría que se adapte al modelo estándar y, en cambio, luchar acérrimamente contra otras teorías que lo contradigan —comentó Annevar con una sonrisa triste.
—Los científicos no somos objetivos y nos revienta reconocer que estamos equivocados. Si se admite e investiga una teoría que, por definición, es una idea indemostrable por el momento, objetivamente también se tiene que admitir e investigar cualquier teoría contraria a ella. Lo que cuentan son los resultados, no la conveniencia de cada uno. No se puede aceptar lo que conjuga con las ideas oficiales y rechazar el resto. Eso no es propio de la Ciencia auténtica, sino de las religiones y los fanatismos—expuso Erin con su ácida y sarcástica forma de ver las cosas.
—Parece que humanos y vianhios nos parecemos mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer...—El comentario de Naler caló hondo en todos ellos.

Aquellas palabras les hicieron reflexionar durante un rato.

—¿Y cómo se llamaba aquella nave? —Fue Luar quien rompió el silencio.

Los demás salieron de su ensimismamiento y miraron al veterano investigador sin comprender. Los había pillado completamente descolocados.

—Me refiero a la que protagonizaba la serie de la que hablabas antes —se explicó ante las miradas de confusión de sus compañeros.
—Las protagonistas de las últimas series se llamaban Voyager y Discovery. Pero la leyenda la crearon las que llevaban el nombre original pensado por Gene Roddenberry, numeradas de la A a la E.
—¿Y...?
Enterprise. El nombre era U.S.S. Enterprise.

*

—¿Estás bien?
—Sí. Solo un poco cansada. ¿Que te parece si nos damos un respiro cuando acabemos de instalar esta boya?
—De acuerdo. No hace falta matarse a trabajar. No viene de un día.
—Eres un sol, Annevar. —A pesar de las leves interferencias, la radio del traje transportó la suave voz de Erin teñida de agradecimiento.
—Va, concentrémonos y acabemos rápido. En esta zona parece como si la Barrera ejerciese algo más de influencia, porque yo también me estoy cansando.
—¡Eh! ¿Va todo bien ahí? Me tenéis preocupado. —Klaus, conectado en la misma frecuencia que ellos, no se perdía detalle de la conversación. El vínculo de radio se mantenía para toda la nave, por precaución. Estaba en la bodega, con el traje y sin el casco. La gravedad en aquella sección era del treinta por ciento, para facilitar el manejo de las boyas. El campo de contención del umbral evitaba que el aire escapase al espacio.
—Va todo bien, mi amor. Es solo que estamos más cansados de lo habitual.
—Sí, “mi amor” —Annevar parecía estar de muy buen humor—. Vaya… Qué raro…
—¿Qué ocurre? —Preguntó Klaus.
—Que mi ordenador, ahora, acaba de marcar un pequeño pico de radiación, pero está bastante por debajo del límite de tolerancia… No creo que haya ningún problema.
—¿Radiación? ¿De la Barrera?
—No, hombre, no… ¿Cómo va a ser de la Barrera, si no emite nada?
—Pues por eso mismo lo digo. Curioso… Si queréis os echo una mano ahí afuera.
—Pues mira, no te diremos que no. Así acabamos antes y volvemos a la nave. Esta chica está ansiosa por verse rodeada de unos brazos fuertes. —Erin le dio un codazo.
—Ya me estoy colocando el casco. Voy para allá.
—Id con cuidado. No me gusta todo eso de las lecturas de Annevar. Al mínimo problema lo dejáis y volvéis aquí de inmediato, sin excusas. ¿Entendido?—advirtió Mónica por radio.
—Entendido—respondieron los tres.

Annevar volvió a mirar los datos del ordenador. Era radiación convencional, estaba seguro. No era nada exótico o desconocido… pero había algo extraño. No parecía radiación natural… Más bien parecía la que escaparía de un núcleo de energía arruinado y abandonado, como un residuo. Miró instintivamente hacia la Elcano. Pero desechó la idea. La nave estaba en perfecto estado de revista. Si fuese una fuga del reactor, las alarmas habrían saltado. Y, además, el núcleo estaba en marcha. Por pequeña que fuese una fuga, las lecturas serían mucho más elevadas que las que veía en la pantalla en aquel momento. Miró en derredor, buscando una posible causa. Pero no vio absolutamente nada. Sacudió la cabeza y volvió a lo que estaba haciendo.

Klaus se aseguró el casco, enganchó el cable y, con un potente salto, aumentado por los amplificadores del traje, se precipitó fuera de la nave, hacia sus amigos. Usó el impulsor del antebrazo para afinar la trayectoria. Luego frenó suavemente y se colocó entre sus compañeros. Siempre le aturdía el ominoso silencio del espacio. No se oía otra cosa que los sistemas de soporte vital del traje, su respiración, los latidos de su corazón y el crepitar de la radio. A todos los astronautas les ocurría lo mismo. Por eso siempre se intentaba trabajar en pareja y no se dejaba de conversar en todo el tiempo. La sensación de soledad en aquella inmensidad acababa por sobrepasar al más sereno. Cuando alguien debía salir sólo allí fuera por cualquier circunstancia, desde la nave no dejaban de hablar con él. La simple voz de otra persona en el auricular y saber que, solamente con girar la cabeza, se la podía ver cerca, era el tratamiento más eficaz contra aquella angustiosa sensación. Se habían inventado multitud de técnicas psicológicas, pruebas, entrenamientos y demás para luchar y contener aquel síndrome. No habían servido casi para nada. Solo un reducidísimo grupo de personas con una mente muy especial conseguía algún resultado de cierta relevancia. En los demás apenas lograba aumentar su fortaleza psíquica.

La compañía había demostrado ser el único antídoto fiable y efectivo contra “La Soledad”, como la llamaban entre ellos. Y, además, era el más simple y versátil. Un programa de entrenamiento o una técnica psicológica no podía agarrarte si te soltabas por accidente, ni lanzarse tras de ti antes de perderte en la inmensidad. Las personas que trabajaban en el espacio sabían lo que los comités, los estudiosos y los científicos no parecían comprender. Las tres únicas verdades válidas allí fuera:

Sólo una persona sustituye a otra persona.

La herramienta más fiable de todas es otro compañero.

La Soledad sólo se vence no estando solo.

A Klaus no le preocupaba el síndrome en aquella misión. Había seis personas más a su alrededor, dos naves y multitud de medios. Todos sabían que ninguno de ellos abandonaría jamás a uno de sus compañeros, ni siquiera aunque hubiese muerto. Aquella unión y aquella entrega eran más que suficientes para todos ellos. Era el único equipaje que necesitaban para lanzarse a lo desconocido, con seguridad, orgullo y arrojo.

Diez minutos después habían terminado. La boya de tránsito estaba colocada y en marcha. Según el SRB debían posicionar otras seis en los próximos diez millones de kilómetros. Si todo iba bien y no había sorpresas inesperadas, la siguiente boya de salto que instalasen sería la última del interior del paso. Allí dentro no recibían telemetría de la red subespacial de satélites de navegación y no veían las estrellas. Era imposible conocer la posición exacta en que se encontraban. Habían deducido sus coordenadas por aproximación, teniendo en cuenta los movimientos de la nave, pero no sabían exactamente a qué distancia se encontraban del otro extremo del túnel, pues no podían verlo aún.

Los tres se apartaron con cuidado de la boya, procurando no darle un golpe fortuito que habría significado volver a tener que posicionarla para evitar su deriva. Las balizas poseían un giroscopio y unos pequeños motores químicos para compensar cualquier alteración en su posición. Dada su extraordinaria ligereza, el depósito de combustible podía durarles varios años.

Mónica encendió los motores y la nave aceleró intensamente mientras recogía el brazo. El efecto del compensador de aceleración englobaba también al manipulador robotizado y a los tres compañeros. Allí, dentro de Whania Rum, no había peligro de chocar con nada. De todas formas, Mónica había modificado la geometría de los escudos, de manera que formaban una especie de paraguas de ciento veinte metros de diámetro en la proa de la nave, fijados a su máxima potencia. Así quedaba protegido el radio de acción del manipulador, ante el impacto fortuito de cualquier objeto que colisionase con la nave por delante, mientras ésta se estaba desplazando. Un blindaje de menor intensidad recubría el resto de la nave a apenas dos metros de ésta.

Arrancar o parar a la vez que se operaba el brazo permitía ahorrar unos treinta minutos por boya. No es que tuvieran prisa, pero tampoco querían malgastar el tiempo sin más. Además, se acercaban al final después de casi veintiún días allí dentro. Ya tenían ganas de salir. Eran perfectamente conscientes de que las prisas no eran nada aconsejables pero, ¿quién no se empieza a impacientar cuando se comienza a ver una meta hasta entonces lejana? Si añadían el hecho de que no parecía haber ningún riesgo de colisión, aparte de los grumos y los filamentos, se podían permitir aquellas pequeñas licencias.

—Es una suerte que aquí dentro no nos afecte la gravedad de los sistemas cercanos. Aún no entiendo cómo es posible. Pero se eliminan las distorsiones y las desviaciones. La verdad es que el trabajo se simplifica mucho. ¿En cuantos lugares podrías detener completamente una nave y colocar un objeto de forma que quede totalmente inmóvil, como si estuviese pegado a algo?—dijo Klaus animadamente.
—Sí, no deja de ser curioso. Las ondas gravitatorias no atraviesan la Barrera ni afectan a lo que queda rodeado por ella, como las boyas o la Elcano. Pero, sin embargo, el Muro mantiene su posición respecto a las estrellas circundantes. Se comporta como un objeto sólido, atrapado entre las estructuras que la rodean. —En la voz de Annevar se apreciaba una profunda curiosidad.
—Es como si la gravedad de las estrellas próximas “rebotase” de algún modo en la Barrera manteniéndola... —La joven se interrumpió de repente.
—¿Manteniéndola...? —preguntó Klaus tras unos segundos. No hubo respuesta. Los dos se giraron rápidamente hacia ella, con el corazón encogido. ¿Y si le había pasado algo de repente...?
—¡Erin, contesta! —Annevar se temía lo peor. Quizá un pequeño objeto errante había perforado el traje. O había sufrido un ataque. O, a lo peor...

La joven estaba de espaldas a ellos. Bajo la cúpula transparente del casco se veía la cabeza, pero no su cara. No parecía haber ningún desperfecto en el traje. Y ella parecía estar bien. Lo único anormal era que miraba fijamente hacia la muralla azul.

Los dos jóvenes se situaron al lado de la chica, con evidente preocupación. Klaus fue a decir algo y ella lo silenció con un brusco movimiento de la mano izquierda. Sin apartar la mirada del lugar en que la había fijado, extendió lentamente el brazo izquierdo y señaló hacia delante con el índice. Trató de hablar, pero no pudo articular palabra. Sus bonitos ojos tenían una expresión de profundo asombro e incredulidad.

Klaus y Annevar miraron hacia el lugar que señalaba Erin. Al principio no vieron nada. Después apareció una sombra oscura e indefinida en la nebulosidad azul. Durante unos segundos la sombra fluctuó, difuminándose y aclarándose alternativamente. El objeto salió, por fin, de detrás del filamento que lo había estado cubriendo y quedó expuesto a sus ojos con toda claridad. Los dos jóvenes enmudecieron, estupefactos.

La primera que consiguió decir algo fue Erin. Sentía un nudo en la garganta que deformó su voz de forma extraña. Cuando logró pronunciar las palabras, le pareció que hablaba otra persona por su boca.

—Ahí dentro hay una nave...

Los que permanecían a bordo de la Elcano cruzaron miradas de incredulidad y confusión. Se precipitaron sobre la pantalla principal y orientaron las cámaras disponibles sobre el punto que había señalado Erin. El ordenador superpuso las imágenes en una sola que ocupaba toda la pantalla, creando un efecto de tridimensionalidad muy útil.

Era cierto. Allí delante había un objeto oscuro y anguloso que rotaba sobre sí mismo a cierta velocidad. Era una nave, sin duda, pero parecía destrozada e iba claramente a la deriva. Estaba tan dañada que no pudieron identificar de qué tipo era o a qué Flota pertenecía. Ni siquiera si era de la Confederación. De hecho, a lo largo de los años, varias naves habían desaparecido dentro de la Barrera, por averías, fallos de cálculo o, simplemente, negligencia o falta de sentido común.

Naler calculó el rumbo mientras Mónica aceleraba para no perderla. Se encontraban en aquellos momentos prácticamente pegados a la pared de un gran ensanchamiento del paso, de casi veinte millones de kilómetros de diámetro, en su mayor parte ocupado por grandes cantidades de filamentos y grumos. La pared ligeramente curva que tenían a su derecha giraba abruptamente a la izquierda a unos pocos cientos de miles de kilómetros. Si igualaban la elevada velocidad de la nave naufragada, dispondrían de unos once minutos antes de verse obligados a virar. Entonces, el objeto penetraría en la Barrera siguiendo su trayectoria rectilínea y lo perderían definitivamente.

—El ordenador muestra que la nave ha trazado un rumbo casi paralelo al paso durante varios años, dentro de la Barrera, y ha salido de ella brevemente, en éste ensanchamiento y en otros dos más atrás. A saber de dónde viene. Pero tiene tanto polvo y detritos acumulados que no consigo ver de qué tipo de nave se trata. Lo que sí sé es que cruzarnos con ella ha sido una casualidad increíble —dijo Naler, pensativo.
—Aunque estoy firmemente seguro de que nada es casual, tengo que reconocer que en esto estoy tentado de darte la razón.
—Gracias… supongo…
—De seguir el rumbo actual —prosiguió Li—, saldrá de la Barrera a través del paso, por el acceso de Tilán, dentro de pocos años. Podría suponer un peligro para la navegación. Debemos recuperarla de inmediato.
—Acercadme todo lo posible y la amarraré —propuso Klaus por radio.
—Yo voto por desviar su trayectoria con una pequeña explosión. Es más seguro para todos. —Naler dejaba aflorar su formación militar.
—Negativo—dijo Annevar—. Recuerda que estamos en el Saliente de Nader. La deriva la acabaría sacando de aquí y la llevaría a las cercanías de Tilán. Podría ocasionar un grave accidente allí. Y destruirla tampoco es una opción. Cabe la posibilidad de que los residuos impactasen contra alguna boya en el futuro.
—Además, nadie ha pensado en lo más importante—apuntó Erin.
—¿Y es...? —preguntó Luar.
—Pues que lo más probable es que haya uno o varios cuerpos ahí dentro. Y, no sé... quizá alguien esté interesado en recuperarlos... —Su voz, incluso a través del canal de comunicación, estaba teñida con el habitual tonillo sarcástico que la caracterizaba cuando su ágil mente iba más rápido que las de los demás.

Todos callaron ante la obviedad y la lógica aplastante de lo que acababa de exponer la muchacha.

—¡Eh, despertaos!—gritó Klaus por radio—. Si seguimos charlando, ni habrá rescate, ni funerales, ni nada. Vosotros dos, regresad a la nave. Mónica, extiende el brazo y acércame a esa chatarra sucia. ¡Pero ya!

Se pusieron en movimiento de golpe, sin decir una palabra, e hicieron lo que el joven les había pedido a toda prisa.

—Yo controlaré el brazo articulado. No  voy a usar el Ereun porque no dispone de cabestrantes ni rayos de tracción. Mónica, tú eres la más indicada para maniobrar la Elcano en una operación así. Conoces la nave mejor que nadie y eres el mejor piloto a bordo—dijo Naler con decisión mientras ocupaba el sillón del copiloto. Su tono no admitía réplica.
—De acuerdo. Klaus, prepárate. A esta velocidad llegaremos al final del ensanchamiento en unos nueve minutos. Tienes cinco para amarrar la nave y regresar aquí, o no podremos disminuir la velocidad con la suficiente suavidad como para que ese chisme no nos arranque el brazo. —La voz de Mónica había adoptado el tono firme y eficiente que le era habitual en situaciones delicadas. La joven se concentró por completo en lo que tenía que hacer. Su mente permanecía fría mientras trabajaba a pleno rendimiento; sus sentidos se habían expandido hasta fundirse con la nave como si fuese una extensión de su propio cuerpo.

La chica maldijo por lo bajo. En buen momento habían perdido el rayo tractor. La inefable Ley de Murphy volvía al ataque. No podía faltar. Les rompían el emisor del rayo tractor de proa, el más versátil de los dos, en una misión en la que no debería usarse para nada. ¿Y qué pasaba? Que aparecía una nave a la deriva, a la que había que rescatar. Así que, una cosa tan sencilla como activar el sistema de tracción y capturar la presa se iba a convertir en un rescate a la antigua, con el brazo articulado y un astronauta en su extremo para asegurar la nave a mano.

¡Pues qué bien!”, pensó, furiosa.

La Elcano se desplazó de costado, con suavidad pero con firmeza. El brazo estaba completamente extendido, pero avanzado hacia proa en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, de forma que Mónica pudiese ver cómodamente la punta del mismo. Perdían algo de alcance lateral, pero merecía mucho la pena por seguridad y visión directa. Naler, por su parte, había modificado de nuevo la geometría del escudo de protección. Ahora formaba una alargada lágrima, que se extendía casi noventa metros desde la proa hacia estribor. Aquella configuración obligaba a forzar mucho los proyectores. No podrían soportarlo más de cinco o seis minutos. Emitir y mantener un blindaje irregular era una dura prueba para los generadores de una nave. Y en aquel caso, el escudo era extremadamente asimétrico.

Mónica y Naler se repartieron automáticamente las tareas sin decir palabra. No hacía ninguna falta. Los dos eran excelentes pilotos y sabían perfectamente qué necesitaba el otro en cada momento. Ella se concentró exclusivamente en pilotar la nave. Él se encargaba de los escudos, del manejo del brazo y de facilitarle a ella los datos que suministraba el radar, aunque Mónica podía verlos en pantalla perfectamente.

Klaus, a su vez, se había situado en el extremo del brazo, que había alcanzado su extensión máxima. El joven podía sentir una desagradable vibración, pues el efecto protector del amortiguador de inercia disminuía con la distancia. Justo por encima del portaherramientas, que el manipulador llevaba instalado en la punta, había una abrazadera con cuatro extintores pequeños conectados a un sistema de válvulas, por si ocurría una emergencia. Estaban llenos con unos cinco kilos de mezcla gaseosa a alta presión. Se podían separar del brazo individualmente o usar éste como manga de extinción automática. Klaus cogió uno de los pequeños recipientes, lo sujetó magnéticamente en el portaobjetos adaptable de su pierna izquierda y calculó la distancia que le separaba de la nave accidentada.

—Ochenta metros. Cuatro minutos y veintiocho segundos para punto de frenado. Escudos al ochenta y nueve por ciento.

Mónica asintió levemente con la cabeza. No veía las pantallas. Estaba ligeramente incorporada en el asiento, con la cabeza girada un poco hacia la derecha, mirando a través de las amplias ventanillas de la cabina, hacia la punta del largo brazo mecánico. Prefería ver lo que estaba haciendo directamente, en vez de fiarse de un esquema en una pantalla. Era una maniobra muy arriesgada y Klaus podía perder la vida si ella cometía un error. Quería poder reaccionar al instante ante cualquier imprevisto.

Klaus estaba atento a las indicaciones que Naler le proporcionaba a Mónica, a través de la radio. Había asegurado el cable retráctil de su espalda al extremo del brazo articulado, para aumentar su alcance.

—Setenta metros. Cuatro minutos para punto de frenado.

Iban muy justos de tiempo. Klaus no estaba seguro de que lo consiguiesen. Mónica era un piloto excepcional, pero la maniobra era muy difícil. Necesitaba proporcionarle más tiempo. Así que tomó una decisión.

—A la mierda. Mónica, sigue acercándote cuanto puedas. Voy a abordar el objetivo.
—Negativo, Klaus. No te sueltes del brazo—le conminó Li.
—No hay tiempo. Para cuando hagamos contacto con esa nave, casi no quedará tiempo para asegurarla y frenar.
—Lo lograré, Klaus, tranquilo. Confía en mí.
—Confío ciegamente en ti, Mónica. Pero hasta tú puedes necesitar ayuda y hay muy poco margen. Deseadme suerte.
—Klaus... ¡Klaus! Joder, este muchacho me va a matar de un disgusto.
—Klaus, cariño. No te hagas el gallito. Ya me impresionas lo suficiente por las noches. No es necesario que te arriesgues—la voz de Erin temblaba.

El joven apoyó los pies en el extremo del brazo y flexionó las piernas. Tecleó en la consola del antebrazo para que los amplificadores de fuerza del traje diesen lo máximo de sí.

—Cincuenta metros. Tres minutos.

Extendió las piernas de golpe y se lanzó hacia delante. Los amplificadores multiplicaron casi por seis la potencia de sus músculos, haciendo que el joven volase como una flecha hacia su objetivo.

—Cuarenta metros. Dos minutos treinta y seis segundos.

Mónica sudaba. Trataba de acercarse a la otra nave lo más rápido posible, pero a aquella velocidad en un lugar tan angosto, el rescate era casi una maniobra suicida. Un ligero fallo y podían sufrir un accidente grave. Y, encima, ahora estaba preocupada por su impulsivo amigo. No dudaba de la capacidad de Klaus para enfrentarse a situaciones como aquella. Era un hombre de recursos, con mucha experiencia. Pero a veces tenía más valor que seso.

—Se parece mucho a mi hermano—murmuró Naler, adivinando los pensamientos de su compañera.
—Esperemos que no acabe igual que él—masculló Mónica apenas era un susurro.
—Treinta metros. Dos minutos ocho segundos. Vas muy bien. Tranquila. Lo vas a conseguir. Incluso estás ganando tiempo. Y el arrojo de nuestro impulsivo amigo nos va a facilitar mucho las cosas.
—He contactado. Estoy sobre la nave—comunicó Klaus.

Erin se había abrazado a Annevar. Incluso a través de los voluminosos trajes, él pudo sentir como la joven se estremecía. Era la primera vez que veía a aquella valiente y alegre muchacha tan preocupada. Y tuvo que reconocer que él lo estaba también.

Klaus se agarró a un trozo de metal retorcido que salía del casco de la nave. Había calculado su salto para contactar con ella en el punto que menos se movía, es decir, en el lugar sobre el que la embarcación giraba sobre sí misma. A bordo de un ST-99 podía permitirse el lujo de ignorar los cantos afilados. El blindaje metálico del traje no se rasgaría con tan poca cosa. Como mucho arañaría la pintura. Usando manos y pies se desplazó rápidamente hacia un extremo de la nave. La rotación, cada vez mayor según se alejaba del centro, le hizo sentirse incómodamente grávido. Debía darse prisa, pues el cable se estaba retorciendo y la Elcano se acercaba rápidamente. Llegó al extremo de popa y se movió hacia la cara superior. Los amplificadores eran una bendición en aquel caso. De no haber sido por ellos se hubiese tenido que esforzar de lo lindo para conseguirlo.

Sacó el extintor del soporte de la pierna y lo encajó en un agujero, entre unos hierros retorcidos. No era una obra de arte, pero serviría. A continuación, arrancó un trozo de metal alargado de la arruinada maquinaria que había bajo el fuselaje. Se agarró bien con la mano izquierda y hundió los pies en sendos agujeros. Acto seguido descargó un tremendo golpe sobre la válvula del extintor con la barra metálica. La boquilla saltó a consecuencia del impacto y el gas a presión se precipitó al vacío espacial con una fuerza terrible. Se formó un penacho blanco de vapor congelado de longitud considerable. Pero la intención de Klaus no era llenar el espacio de gas helado, sino usar la presión producida por el escape para convertir el extintor en un improvisado motor a reacción.

Y funcionó. La rotación de la nave se ralentizó rápidamente. Con la mano, Klaus trataba de dirigir mínimamente el chorro de gas, intentando evitar desviaciones desagradables. Como el extintor era pequeño, no tardó en quedarse sin “combustible”. La nave casi había frenado por completo. No le costaría nada detener la débil rotación con los propulsores de su traje, así que se puso manos a la obra. Se incorporó rápidamente sobre la cara superior de aquel pedazo de chatarra retorcida y activó las suelas magnéticas de las botas. Quedó sólidamente anclado. Entonces usó el propulsor del antebrazo para estabilizar la nave definitivamente. No tardó ni diez segundos. Miró hacia delante. La pared azulada de la Barrera se percibía inquietantemente cerca. La Elcano se acercaba resueltamente hacia él.

—Diez metros. Un minuto catorce segundos. Escudos al cuarenta y seis por ciento.

Klaus desactivó los cierres magnéticos y se desplazó hacia el lugar en el que el brazo haría contacto con la nave. El portaherramientas de su extremo desplegó una robusta pinza con una pequeña cámara en su parte superior. Naler la guiaba con delicadeza, asistido por la imagen de la pantalla. Su intención era morder una fuerte viga estructural que veía a través de un desgarrón en las planchas del fuselaje.

—Cinco metros... Cuatro... Tres... Dos Metros. Un poco más... ¡La tengo! Estabiliza la nave, Mónica.
—Tiempo.
—Cuarenta y nueve segundos.
—Klaus...
—Lo he oído. Acabo enseguida —respondió él con gravedad.

Sus movimientos eran precisos y fluidos. Con el portaherramientas de su antebrazo, cortó cuatro pedazos de cable de arrastre, delgado pero de tremenda resistencia, del cabestrante del brazo articulado.

—Treinta y cinco segundos.

Cambió de herramienta y seleccionó la lanceta láser de soldar. Soldó una punta de cada cable a la gruesa placa del extremo del brazo.

—Veinticinco segundos. Klaus...

Las otras cuatro las fusionó con la estructura de la nave, lo más alejadas posible entre sí.

—Quince segundos. Regresa inmediatamente.

Colocó manos y pies contra el fuselaje y se impulsó de espaldas con toda su fuerza. Giró con el impulsor del antebrazo hasta quedar enfrentado al costado de estribor de la Elcano.

—Ocho segundos.
—Motores principales a ciento ochenta grados. Presión estable.
—Cuatro segundos... tres... dos... ¡Ahora!

Pero Mónica no activó la ignición. Miraba fijamente la imagen que mostraba una de las cámaras de estribor. Klaus se encontraba todavía a veinte metros del casco y se acercaba veloz.

—Vamos, Klaus, vamos... —murmuró para sí la joven, preocupada.
—Más dos segundos... Más tres... Mónica, por favor.
—Espera un instante.

Klaus impactó violentamente contra las planchas metálicas. El sonido de la colisión se oyó claramente en toda la embarcación. Pero consiguió agarrarse a los pasamanos con fuerza y empezó a moverse hacia la compuerta de la bodega.

Mónica pulsó inmediatamente, en la pantalla táctil, el comando de ignición, siete segundos más tarde de lo calculado. Los cuatro poderosos motores cobraron vida con un destello azulado. La nave empezó a perder velocidad de forma sostenida pero firme. Los sensores del brazo de carga indicaban que estaba cerca del límite de su resistencia. Naler manejaba los controles del amortiguador de inercia, tratando de reforzar su acción en el brazo y en la nave adherida a él. Era una tarea compleja, porque el campo del compensador tendía a adoptar una forma ahusada a lo largo de la Elcano. No era tan sencillo deformar el campo de amortiguación como el blindaje. La nave poseía cuatro emisores de escudos, pero sólo un compensador de aceleración. Era mucho más difícil generar asimetrías con un emisor que con cuatro...

Pero modificar el campo del amortiguador tenía un efecto secundario importante: si se reforzaba en una sección se debilitaba en las otras. Para la nave no era un problema serio. Su estructura podía soportar perfectamente las tensiones. La función del amortiguador era, básicamente, proteger a los tripulantes.

Y aquello era, precisamente, lo que no estaba haciendo con Klaus.

El joven se acercaba lentamente a la bodega de estribor. Cuando la nave empezó a frenar, la enorme fuerza de deceleración tiró de él hacia proa con gran violencia. A diez metros de la compuerta de la bodega sentía como si cada parte de su cuerpo pesase toneladas. Le costaba mucho moverse. Tuvo que recurrir a toda la fuerza de sus músculos y a toda la capacidad de amplificación del traje para ir arañando centímetros a la distancia que lo separaba de la salvación.

Erin y Annevar le hacían señas insistentemente para que continuase, mientras le animaban por radio. Pero él casi no les entendía. La sangre escapaba desde la cabeza hacia los pies, aún a pesar del sistema de presión oscilante interna del traje, diseñado precisamente para compensar eso hasta cierto grado. Se sentía embotado, incapaz de pensar. Los bordes de su visión se habían vuelto negros. Tenía la impresión de estar mirando a través de un túnel estrecho. Lo único que lo movía hacia la compuerta de la bodega, a siete metros de distancia, era su instinto de supervivencia y la necesidad primitiva de llegar a su destino. Los años de entrenamiento funcionaban, sin duda. Una de las lecciones más importantes era aprender a programar el propio cerebro para obligarlo a llevar a cabo acciones primarias a toda costa. Nunca se sabía qué le podía ocurrir a uno en el espacio. Y había cosas que el cerebro hacía de manera automática pasara lo que pasase, como respirar, por ejemplo. Pero también era posible enseñarle a realizar otras tareas distintas con la misma perseverancia. La más básica era: “llegar ahí”.

Y era lo que el cerebro de Klaus hacía en aquel momento, pues debido a la falta de sangre en su cabeza, su mente funcionaba de manera inconexa y nebulosa. Automáticamente, paso a paso, avanzaba hacia la bodega, con la vista fija en el umbral iluminado por el campo de contención atmosférica.

—Dos minutos treinta y tres segundos para punto de giro. Deceleración al setecientos sesenta por ciento de la velocidad óptima de giro.

Naler miró a Mónica de soslayo. La joven agarraba las palancas de control con toda la fuerza de sus manos. Tenía los nudillos blancos. Pasaba la mirada rápidamente de una pantalla de datos a otra. Era consciente de que no podía aumentar la potencia de los motores o el brazo sería arrancado de su soporte. Y la pared de la Barrera se les echaba encima a una velocidad aterradora. Sólo disponía de dos minutos y veintiocho segundos para frenar lo suficiente para poder girar. Si lo conseguía en ese límite de tiempo, tendría tan sólo veinte segundos de margen para virar antes de incrustar la proa en la muralla azul.

La Elcano no podría virar hasta perder suficiente velocidad porque la masa sujeta al otro extremo del brazo era demasiado grande y éste no soportaría la tensión. Podía partirlo y desestabilizarles gravemente. Si no tenía otra opción, volaría los pernos explosivos que sujetaban el portaherramientas al extremo del manipulador. Pero tenía la firme intención de lograr el rescate. Era una cuestión de orgullo. Ya habían llegado hasta allí. Klaus se había arriesgado mucho para conseguir atrapar el pecio. No iba a ser ella la que lo perdiese. Sus compañeros siempre decían que era la mejor piloto de la flota.

Pues es hora de saber si realmente tienen razón.

Naler, por su parte, seguía recogiendo el brazo, tratando de no sobrepasar los límites de tolerancia que indicaban los sensores. Cuanto más cerca estuviese la nave accidentada de la Elcano, más margen de seguridad tendrían. Además, el campo del amortiguador aumentaría progresivamente su acción, extendiéndose a toda la embarcación.

Klaus se encontraba a unos escasos cinco metros de las manos extendidas de Erin y Annevar. Ellos no podían salir de la bodega, porque ésta se hallaba fuera del efecto del compensador de aceleración y los dos estaban literalmente pegados al borde del umbral a causa de la fuerza de frenado. Aunque querían, no podían moverse. Tenían la impresión de que pesaban tres toneladas.

La voluntad de Klaus estaba llegando al límite de su resistencia. Y sus fuerzas también. Los amplificadores no podían funcionar por sí mismos. Aumentaban la potencia muscular del ocupante del traje. Pero si éste realizaba movimientos débiles, la amplificación también era débil. Una parte aún consciente de su cerebro comprendió que no lo lograría. No solo no llegaría al umbral, sino que tampoco podría quedarse allí agarrado hasta que terminase la secuencia de frenado. Antes le fallarían las fuerzas. Sabía que sus manos se soltarían y colisionaría con el brazo a una velocidad tremenda. Moriría en el acto. Así que, en un último acto de lucidez mental, tuvo una idea descabellada.

Erin y Annevar vieron como el joven soltaba la mano derecha y la llevaba al ordenador del antebrazo izquierdo. Tecleó una serie de instrucciones en la pantalla táctil. Después levantó la cabeza y los miró, con una sonrisa sesgada. No supieron interpretar si les estaba diciendo adiós o les preparaba una sorpresa inesperada. Salieron de dudas inmediatamente.

Klaus se soltó de los estribos a los que estaba agarrado. Simultáneamente, los impulsores principales de su traje, situados en la parte inferior de la mochila, se pusieron en marcha a toda potencia. Por un momento el joven se alejó de la bodega, a causa del frenado de la nave. Erin gritó algo que él no llegó a entender. Pero, cuando los impulsores del traje desarrollaron el máximo empuje, el muchacho pareció detenerse y empezó a avanzar hacia el umbral iluminado, lentamente, metro a metro. Klaus flotaba al lado de la Elcano como si fuese una nave minúscula. El joven trataba de concentrar su mente en permanecer atento a la reserva de combustible. Se agotaría en pocos segundos. Apenas tendría tiempo. Extendió los brazos. Estaba a sólo dos metros de las manos de sus amigos. En la pantalla del casco aparecía el tiempo restante durante el cual los impulsores mantendrían la ignición. No era muy alentador. A aquel ritmo sólo funcionarían durante nueve segundos más.

Un metro. Seis segundos de impulso.

Rozó los dedos de Annevar. Tres segundos.

Sus manos se cogieron por fin, justo cuando el combustible se agotó y los propulsores murieron.

Annevar trató de aguantar a su amigo. Apretó la mano con toda su alma. Pero se le escurría. La fuerza provocada por el frenado de la nave era tan grande que amenazaba con arrancarle el brazo. Estaba a punto de perderlo. Una mezcla de furia y desesperación lo inundó. Apretó los dientes y tensó sus músculos más allá de lo que nunca habría creído posible.

No te voy a soltar… no te voy a soltar…”, se repetía a sí mismo.

De repente, un voluminoso objeto pasó por su campo de visión.

Erin.

La joven, presa de una ira incontenible y acongojada por la idea de perder a Klaus, había logrado arrastrarse fuera del umbral. Logró pasar el brazo izquierdo por la abrazadera del fuselaje, sujetándose a ella con la parte interior del codo, mientras las suelas magnéticas se mantenían pegadas al casco de la nave. El dolor era desgarrador. Llegó a creer que se le partiría el brazo por la mitad. En la mano derecha llevaba el extremo del cable retráctil alojado en la mochila. Lo había pasado por una argolla instalada en el suelo de la bodega. Acercó trabajosamente la mano hasta la parte superior de la mochila de Klaus y consiguió anclar el mosquetón en la anilla soldada allí, que normalmente se usaba para elevar el traje en el taller de mantenimiento. Soltó el mosquetón y alargó la mano hacia la que tenía libre Klaus, asiéndola con toda su alma.

Así, entre los dos, lograron sostener al valeroso joven mientras la Elcano seguía adelante con la crítica maniobra de frenado. Los tres sufrían terriblemente, pero ninguno pensaba dejar escapar la presa. Klaus consiguió apoyar un pie en un estribo, lo que suavizó un poco el esfuerzo que hacían sus amigos. Poco a poco, de una forma muy gradual, empezaron a notar que disminuía la intensidad de la fuerza de deceleración que soportaban. Annevar miró hacia proa y comprendió. El brazo articulado ya se había recogido hasta la mitad de su longitud. Por tanto, el campo de amortiguación los envolvía cada vez con más eficacia. Sólo tenían que aguantar un poco más...

—Cincuenta y cuatro segundos para punto de giro. Avance al cuatrocientos cincuenta por ciento de la velocidad máxima para virar.
—¿Y el brazo? —Mónica no levantó la mirada de las pantallas.
—Más de la mitad ya está recogido.
—Entonces voy a arriesgar un poco. —Su mano se desplazó a las palancas de control de impulsión. Delicadamente, con gran suavidad, las empujó milímetro a milímetro hacia delante, atenta a la pantalla de sensores del brazo. Cuando una de las lecturas se puso en rojo, soltó las palancas.
—Has ganado un tres por ciento de potencia. Muy bien. Ánimo. Si lo consigues, lo de hoy entrará a formar parte de la historia de la navegación espacial—Naler le mostró su mejor sonrisa. Ella no lo miró, pero las comisuras de sus labios se elevaron. Había captado el gesto en el rostro de su amigo sin verlo.

Entonces asió el volante de la timonera con firmeza y lo giró levemente a babor. Sentía cada reacción, cada tensión de la nave. La hizo virar muy delicadamente, trazando una curva apenas perceptible. Dos lecturas más del brazo se pusieron en rojo. El leve cambio de rumbo no les llevaría a esquivar la pared azul, pero les haría ganar algún segundo más.

—Doscientos setenta por ciento. Cuarenta segundos. Has ganado seis al girar.
—Y conseguiré arañar algunos más—dijo con aplomo. Su voz era firme y segura. Confiaba plenamente en sí misma y en la nave.
—Estoy seguro de ello—admitió Naler.
—Y nosotros—apuntaron Luar y Li.
—Yo sé… que lo lograrás... Mónica. —La voz de Klaus la sobresaltó. Era débil y denotaba un tremendo esfuerzo. Estaba tan concentrada en controlar la nave que no había pensado que sus tres compañeros pudiesen tener problemas. Cuando vio a Klaus agarrarse al fuselaje de la nave, antes de la ignición, respiró tranquila y se centró en pilotar. Ignoraba que estuviesen en peligro, pues no había vuelto a mirar las pantallas de las cámaras exteriores.
—Klaus, Erin, Annevar, ¿estáis bien?
—A punto de partirnos por la mitad. Pero no te preocupes. Aguantaremos. El campo del amortiguador se va intensificando paulatinamente. —Fue Erin la que habló, con la voz distorsionada por la tensión a la que estaba sometiendo a su cuerpo. Pero también había determinación en ella.
—Aguantad un poco más, por favor. Ya falta muy poco. No me falléis ahora, chicos. Jamás me perdonaría que os pasase algo.

Como yo me encuentre cara a cara con el imbécil que rompió el cristal del rayo tractor...”, pensó, consumida por la furia.

—Calla y concéntrate en parar este trasto. No creas que te vas a librar tan fácilmente de hablar conmigo de tus arrebatos pasionales con tu marido. —A pesar del esfuerzo que denotaba su voz, había diversión en sus palabras.

Mónica abrió mucho los ojos y jadeó incrédula, a la vez que se sentía enrojecer hasta las orejas. Y la expresión de estupor de Li hubiese merecido una foto. A pesar de lo delicado de la situación, Luar y Naler no pudieron reprimir la risa.

—Si sales de ésta, te juro que te mato yo misma—masculló con los dientes apretados; pero no había amenaza en su voz.
—Pues entonces más vale que consigas virar antes de que nos incrustemos en esa enorme nube azul.

Lo había hecho otra vez. Aquella pequeña bocazas había logrado eliminar, de un plumazo, la insoportable tensión que se respiraba un instante antes en la cabina con su lengua incontenible. Mónica sintió que la preocupación desaparecía. En su lugar sólo había determinación.

Se reafirmó en las palancas de control y se concentró inmediatamente en la nave y en el entorno. Pero la expresión de su cara había cambiado. Ya no mostraba una grave seriedad, sino una sonrisa placentera y firme. Estaba disfrutando.

—Dieciocho segundos. Avance al ciento noventa por ciento de la velocidad de giro. Vamos muy justos.

Por toda respuesta, Mónica aumentó otro dos por ciento la potencia de los motores e inclinó la timonera dos grados más a babor. El brazo estaba recogido hasta donde era posible. Como no estaba alojado en sus anclajes debido a la carga que llevaba acoplada, no se podía forzar demasiado, pues todas las articulaciones estaban en suspensión.

Metió otro grado el timón y aumentó un uno por ciento más la potencia. Hizo aparecer el esquema principal de energía en la pantalla táctil de la derecha. Bajo ésta estaba el control de simetría del compensador de aceleración.

—Ocho segundos. Avance al ciento cincuenta por ciento. Mónica, por el amor de tu madre...

La pared azulada parecía a punto de devorarlos. El mapa virtual trazado por el SRB indicaba que la Barrera estaba desesperantemente cerca. Habían logrado ganar otros seis segundos según el ordenador.

—Seis segundos—la voz de Naler temblaba de nerviosismo. Instintivamente, pisó fuerte con los pies y se apretó contra el respaldo del asiento, como si así pudiese evitar la colisión—. Ciento veintidós por ciento.

Mónica sonrió maliciosamente y miró al joven de soslayo. El vianhio se estremeció. Su compañera preparaba algo. Y gordo. La chica metió dos grados más a babor a la vez que tecleaba rápidamente en la consola derecha; derivó la electricidad de uno de los reactores nucleares auxiliares al circuito de alimentación del compensador. Hubo una brusca y puntual subida de potencia en el sistema. El campo se reforzó de golpe. Al mismo tiempo, ella lo deformó violentamente hacia estribor. Durante cuatro o cinco segundos envolvería el brazo, la nave rescatada y a sus amigos con toda la potencia que podía desarrollar.

Metió la timonera a fondo a babor, contando tres segundos. La nave, impulsada por los pequeños y potentes propulsores RCS, respondió con bravura, virando bruscamente. Cuando contó tres, devolvió el volante del timón a la posición central. En el mismo momento en que la Elcano recuperaba su rumbo rectilíneo, la deformación del campo de amortiguación desapareció. Habían virado diecinueve grados.

—Cero segundos. Avance igualado a velocidad óptima de virada—apuntó Naler con un hilo de voz. Mónica puso en pantalla el cálculo de trayectoria de la navicomputadora.
—Estamos justo en el punto límite para iniciar la virada a una velocidad segura, pero hemos ganado casi treinta grados a babor, lo cual aumenta el margen de tiempo de giro de veinte a cincuenta segundos. No ha salido tan mal, ¿no? —Su bella y radiante sonrisa iluminó el semblante pálido de Naler.

Los ojos del joven, desorbitados por la tensión (y el miedo…) de los últimos segundos, brillaban de admiración por el valor y la pericia de su amiga.

Nunca, en toda su vida como piloto, había visto una forma de volar tan precisa, exquisita y compenetrada con la nave como la que Mónica Llanos acababa de exhibir. Había sido una demostración de pilotaje en toda regla. Le hizo una reverencia, con una expresión de inmenso orgullo.

La joven acabó la virada a babor, volando paralelamente a la pared de la Barrera. Ya había pasado el peligro. Ni siquiera habían rozado la nebulosidad azul. Y el amortiguador de inercia, aunque con algunos indicadores en ámbar, volvía a funcionar con aparente normalidad, por lo que sus tres compañeros ya habrían regresado al interior de la bodega. Conectó el piloto automático y  programó a Vyla para una detención total de la nave dentro del margen de seguridad. Miró la pantalla y vio que la navicomputadora estimaba en siete minutos el tiempo necesario para frenar por completo la Elcano. Se levantó del asiento de un salto, agitando los brazos y las piernas para descargar la tensión acumulada en las últimas... ¿horas? Miró incrédula su reloj. ¡Todo había durado menos de diez minutos! Enmudeció de estupor. ¡Diez minutos tan sólo! Si parecía que había pasado una eternidad desde que detectaron la nave hasta que se había levantado del sillón... Nunca se acostumbraría a la forma en que se alteraba la percepción del tiempo en situaciones de tensión.

Sacudió la cabeza y se encaminó hacia la bodega. Trató de disimular el temblor de sus piernas. Aunque se dejaría matar antes de admitirlo, ella también había pasado miedo.

—¿Vais a venir o esperaréis a que os lo explique?—preguntó alegremente. Los demás, tras un instante de indecisión, se levantaron y la siguieron.

Llegaron rápidamente a la bodega de estribor. Erin, Klaus y Annevar estaban de pie, enfundados en los trajes. En sus caras se veían claramente los efectos del cansancio, el sufrimiento y la preocupación que habían soportado, pero los tres mostraban unas sonrisas abiertas y francas. Estaban orgullosos de haberlo conseguido a pesar de las dificultades.

Se abrazaron y se felicitaron entre todos. Habían realizado un rescate excepcional, de una dificultad abrumadora, y habían salido airosos y sin un rasguño. Luar maniobró el brazo articulado con la consola de su brazo. Lo manejó hasta que la arruinada nave quedó frente a la compuerta de la bodega. Era demasiado grande para introducirla allí dentro. Deberían salir para inspeccionarla.

A primera vista, estaba terriblemente dañada. Casi todo el costado de babor, excepto la cabina, había desaparecido. Y estaba completamente cubierta por una masa de aspecto esponjoso de polvo y detritos. Casi parecía que algo orgánico hubiese recubierto la nave. Era posible que algún tipo de bacteria hubiese formado una colonia usando la nave como base y aglomerando sobre ella todo lo que iban encontrando en su camino.

En aquellas circunstancias, el tipo, el modelo y la manufactura eran imposibles de determinar. Tanto podía ser un vehículo vianhio, como humano o, incluso, naderio. O quizá de ninguno de ellos.

Erin, que era la que menos acusaba la fatiga del rescate, se colocó de nuevo el casco y se lanzó ágilmente hacia la nave, que flotaba a unos escasos siete metros. Agarrándose a los salientes y los hierros retorcidos, avanzó hasta la parte frontal. Había lugares en los que apenas se había formado aquella extraña costra. En otros, en cambio, había crecido hasta alcanzar casi medio metro de grosor. Se arrodilló y arrancó unos pedazos de aquel curioso material, dejando a la vista un polvoriento trozo del panel central de la cabina.

Colocó un pie sobre el marco metálico a cada lado del cristal, completamente cubierto de polvo, y activó las suelas magnéticas. No iba a correr más riesgos aquel día. Se inclinó, convencida y mentalizada de que se iba a encontrar cara a cara, por lo menos, con un cadáver.

Pasó el guante por la pulida superficie, retirando el polvo añejo, que se alejó flotando perezosamente en el vacío. Dentro pudo ver un cuerpo congelado, humanoide, vestido con un uniforme de vuelo y el casco colocado. El visor era oscuro, por lo que no le podía ver la cara. En parte lo agradeció. El uniforme le resultó vagamente familiar. Iba a comentarlo cuando reparó en una banda con caracteres extraños en la chaqueta, sobre el pectoral izquierdo. Comprendió apesadumbrada que eran letras vianhias. Y un segundo después sabía qué decían. El impacto emocional que le causó la revelación del escueto texto fue devastador. La muchacha enmudeció y, de repente, empezó a llorar inconteniblemente. Los demás la oyeron sollozar a través de la radio.

—Erin. Pero... ¿Qué te pasa?
—Contesta, chiquilla. ¿Qué ocurre ahí?

Pasaron los segundos. La oyeron sorber por la nariz. Trataba de hablar, pero, por alguna razón, no podía. Sus compañeros estaban cada vez más preocupados. ¿Qué había visto la joven allí dentro para que la hubiese afectado de aquella manera? ¿Tan mal estaba el cuerpo?

—Oh, dios mío... —consiguió articular con la garganta atenazada de tristeza. Pero al momento volvía a llorar desconsolada.
—Erin, cariño—la voz de Mónica la acariciaba con dulzura—, ¿estás bien? ¿Qué pasa?

Incapaz todavía de hablar, Erin activó la cámara de la escafandra e hizo zoom sobre la etiqueta del pecho del cadáver. La imagen apareció en un monitor de la bodega. Las seis personas tardaron escasamente dos segundos en comprender lo que veían. Y cinco de ellas se giraron hacia la sexta, con los ojos anegados de tristeza y dolor.

—Lo siento. Dios mío, lo siento de veras... —murmuró Erin a través de la radio, con un hilo de voz.

—Ennabilon, S. —balbució Naler con la mirada fija en el monitor y los ojos desorbitados—. Es Selar... Es... mi hermano...