domingo, 24 de septiembre de 2017

Capítulo Veintitrés CENIZA A LAS CENIZAS


CENIZA A LAS CENIZAS


Con un intenso destello gamma, la ventana de hiperespacio se cerró tras las tres naves. Ante ellas se extendía, envuelto por la fantasmagórica nebulosidad azul, el extenso Sistema Tilán.

La misión había sido un rotundo éxito. El Paso de Whania Rum estaba completamente balizado. A partir de aquel momento, viajar a Tilán sería muchísimo más corto y seguro. Había motivos más que sobrados para festejar el momento.

Pero, sin embargo, a bordo de la Elcano nadie estaba para celebraciones. La arruinada nave que habían rescatado dentro de la Barrera una semana antes, y su funesto contenido, habían absorbido cualquier rastro de alegría que pudiese sentir cualquiera de ellos.

Naler era, por supuesto, el más afectado. Durante aquella semana se había dedicado completamente al trabajo, tratando de mantenerse ocupado para conservar la serenidad. Pero, inevitablemente, cuando la jornada tocaba a su fin, el joven se retiraba a su camarote y no salía de él hasta la mañana siguiente.

Mónica y Erin trataron de convencerle de pasar tiempo con los demás, pues no era nada aconsejable sumirse en aquel estado… y aún menos trabajando en el espacio. Pero Luar les dijo que lo dejaran, que él sólo se repondría.

—Pero eso no puede ser nada bueno, Luar—protestó Erin al segundo día. — Cuando alguien sufre no debe estar solo.

—Eso quizá sea útil con los humanos—explicó Luar con dulzura y la voz contenida. Su intensa mirada alcanzó el corazón de la joven. —Pero los vianhios tenemos un sentido del duelo distinto al vuestro. Debemos pasarlo solos, con la única compañía de los miembros directos de la familia. Es un viaje de introspección en el que recordamos todo aquello que nos era querido de la persona difunta. Y también lo que no nos gustaba de ella.
"Debes recordar nuestras capacidades empáticas, Erin. El duelo es uno de los momentos más vulnerables de un vianhio, por lo que, desde hace miles de años lo sobrellevamos a solas. Durante el duelo, nos enfrentamos a nosotros mismos con descarnada sinceridad, pues una parte del proceso consiste en examinar el comportamiento que tuvimos en cada momento con esa persona. Y, créeme, muchas veces no es nada agradable lo que descubrimos. Como comprenderás, a nadie le hace la menor gracia que los demás puedan ser conscientes de esas cargas y de esas zonas negras en nuestros corazones.

—Ya veo… Pero sigue sin parecerme bien. Es… extraño—dijo ella entornando los ojos y ladeando la cabeza.

—Los humanos y vuestra complejidad emocional…—suspiró el vianhio. —Para nosotros es igual de extraño vuestro duelo. Vosotros formáis grupos compactos de familiares y amigos, unidos en el dolor o en el sentimiento de pérdida. Os es muy difícil sobrellevar una muerte de forma solitaria. Necesitáis de los demás, del apoyo de los otros. Pero para nosotros, la compañía en esos momentos es una gran carga añadida, porque es una de las pocas ocasiones en que un vianhio no puede controlar sus emociones…

—Claro…—apuntó Mónica. —A causa de vuestro órgano empático, ¿no? Si los demás destilan dolor sin control, se suma al vuestro propio y se crea una mezcla que debe ser prácticamente imposible de soportar para un vianhio…

—Exacto—convino Luar, con media sonrisa. —Es por ello que nos mantenemos apartados, aislados en nuestro mundo interior. Pero no es sólo por eso.

—¿Ah, no?—Preguntó Erin. —¿Y qué otra razón hay?

—Pues resulta que el duelo es la única ocasión en que las barreras emocionales de nuestras mentes caen por completo. Es el único momento en nuestras vidas en que podemos autojuzgarnos de forma objetiva, sin filtros inconscientes. En condiciones normales, la autocrítica es muy selectiva, poco consistente. Enseguida encontramos justificación para cualquier acción que llevemos a cabo. Los vianhios no somos muy dados a la objetividad con nosotros mismos. No nos gusta reconocer nuestros errores. Y el duelo acaba con eso, dándonos la oportunidad, en el dolor, de saber quiénes somos y de qué adolecemos. Es una ocasión única para conocernos a nosotros mismos, rectificar los malos hábitos, potenciar las virtudes y crecer como personas.

Mónica y Erin guardaron silencio, pensativas. En todos los años que llevaban relacionándose con los vianhios, nunca habían sospechado los entresijos de los sentimientos de duelo de sus amigos. Para ellas, mezclar el dolor por la pérdida de un ser querido con la introspección necesaria para conocerse a uno mismo era poco menos que un contrasentido.

Naler apareció al fondo del pasillo en aquel momento, saliendo de su camarote. Dirigió una mirada indescifrable hacia sus compañeros y los saludó levantando la mano derecha. Se dio la vuelta y, dándoles la espalda, caminó hacia las bodegas de carga, con los hombros levemente caídos.

—¿Y cuánto suele durar el duelo entre vosotros?—preguntó Erin en un susurro.

—Depende de cada quién… pero es raro que se demore más de seis o siete días.


*


Rilya, la brillante estrella blanca del sistema, emitía su cálida luz a unos doscientos millones de kilómetros a babor. Megger, el único planeta habitado, se mostraba como una media luna verdosa a casi cien mil kilómetros a proa. En menos de una hora alcanzarían la órbita de aquel mundo industrial.

Los Amos habían convertido el que fuera un exhuberante mundo tropical, extraordinariamente rico en yacimientos minerales, en una inmensa fábrica. Insensibles a los daños medioambientales, en sus manos Megger había visto desaparecer casi toda su flora y su fauna terrestres, arrasados por las colosales maquinarias de construcción de los Amos.

Casi la totalidad de la tierra firme había sido cubierta por construcciones de todo tipo. Inmensas fábricas de tecnología, vastas llanuras de hormigón para almacenar contenedores de mercancías, refinerías…

Los meggios, conquistados por los Amos igual que los vianhios, habían vivido durante siete mil años en pequeñas casuchas, arracimadas en monótonos barrios residenciales vallados y estrictamente vigilados. Toda la población.

Cada día, durante milenios, los esclavizados indígenas del planeta habían recorrido tristemente los caminos desde sus guetos vigilados hasta las fábricas en las que trabajaban hasta que eran inútiles. A los ancianos los Amos los expulsaban de las zonas productivas, abandonándolos en los vertederos tóxicos y en los cenagales de residuos.

La natalidad se controlaba férreamente, para mantener una tasa de remplazo que garantizase siempre la mano de obra. Mientras los esclavos trabajaban en las fábricas, altos y lujosos edificios de cristal negro daban alojamiento a sus verdugos, aislados en jardines primorosamente cuidados protegidos por bóvedas transparentes de aire purificado.

Para mayor vergüenza, aquellos edificios siempre estaban rodeados de guetos residenciales, para que los esclavos fuesen siempre conscientes de la supremacía de sus dueños.

Y, para que esa supremacía nunca fuese olvidada, los Amos, siguiendo las directrices que gobernaban el Supremo Dominio Galáctico, se comportaban de forma gratuitamente cruel con sus esclavos. El Credo, la aberrante filosofía sobre la que el Dominio se asentaba, era que el único camino a la Perfección pasaba por la purificación del alma a través del sufrimiento, del dolor, del abandono... La Crueldad, el Odio, eran el camino. A los débiles, a los subyugados, a los inferiores se les había de purificar. Y sólo un sufrimiento prolongado podía conseguirlo. Por ello se les arrancaba cualquier esperanza, cualquier sueño, cualquier anhelo. Se destruía primero sus mentes, luego sus corazones y, finalmente, sus cuerpos.

Los Amos, cuando les venía en gana, cogían grupos de gente al azar o por “temáticas” (mujeres, ancianos, niños…) y los sometían a todo tipo de torturas y vejaciones, prolongando cruelmente la agonía de sus víctimas. A algunos les daba por considerarlos purificados y los devolvían a los guetos, para que ensalzasen la gloria de sus dueños. A los demás los sacrificaban al Fin, el centro del Credo, el Ser Superior que esperaba a sus fieles en la Inmortalidad de las Dimensiones Superiores. El Ser que exigía dolor, sufrimiento y crueldad hacia todas las formas de vida, pues sólo así podían desprenderse de la inútil luz de sus almas que cegaba el auténtico camino de la Eternidad, la única verdad final del Universo. El Inmutable esperaba al final de la vida del Universo, en la Eterna Oscuridad que todo lo absorbería cuando la última estrella muriese y el último agujero negro se evaporase; cuando sólo quedase radiación fría. Aquella era la Eternidad y aquella era la única Verdad: que  La Oscuridad y la Muerte eran el objetivo y el destino últimos del Universo.

Por tanto, todo aquello que creaba vida sólo estaba para ofrecer aliento a los fieles, sustento al Inmutable. Por ello, los Amos se ensañaban especialmente con lo que era capaz de crear Vida (y, por tanto, esperanza)… las hembras. El Dominio tenía muchas leyes y normas de actuación para purificar a las distintas especies que poblaban el Cosmos. Cada una era más odiosa y aborrecible que la anterior. Pero en medio de toda aquella barbarie escrita, había un capítulo entero, creado específicamente para "tratar" a las hembras, en especial a las de las diversas especies sintientes. Estaba lleno a rebosar de horribles e infames técnicas, espantosamente eficaces, para humillar, destruir y torturar a sus víctimas. Una práctica que los Amos habían elevado a la categoría de sórdido arte…

La única nota positiva en todo ello era que a los Amos no les interesaban los trabajadores inútiles y enfermos, por lo que controlaban estrictamente que los guetos estuviesen limpios, bajo pena de muerte. También controlaban la alimentación de sus siervos de forma que se mantuviesen aceptablemente saludables y fuertes, para poder trabajar de forma eficaz durante el mayor tiempo posible. Incluso les permitían cultivar pequeños huertos, pues el planeta había perdido todo rastro de productividad alimentaria y los Amos eran perfectamente conscientes de que la fruta y las verduras naturales evitaban enfermedades y achaques. Al fin y al cabo, podían hacerlos sufrir lo indecible con solo proponérselo. Y los esclavos enfermos no eran nada divertidos en los espectáculos que se organizaban cada cierto tiempo. No luchaban con fuerza ni soportaban la tortura mucho tiempo. De todos modos, en el caso particular de Megger, en uno de los extremos más apartados del inmenso imperio del Supremo Dominio, las estrictas normas del Credo se habían relajado un poco a lo largo de los siglos, pues los Amos que allí habitaban, alejados de la influencia directa de la Región Capital, se habían vuelto bastante apáticos. Se seguían practicando las torturas, violaciones y ejecuciones por diversión, pero sólo de forma esporádica y cuando el aburrimiento hastiaba a los Amos.

Por ello habían permitido los huertos, más preocupados por el buen funcionamiento de la actividad industrial que por las directrices religiosas y místicas del Credo. Además, los huertos eran una excelente arma de control, pues constituían el único entretenimiento al que los esclavos tenían derecho. Cualquier disidencia, cualquier protesta, cualquier desobediencia suponía la exterminación de todos los huertos de un gueto. Y la exterminación del rebelde y toda su familia de forma lenta y sádica.

Todo aquello cambió con la Liberación. Megger, además de un planeta industrial, era también el Mundo Control del Dominio en la región. Allí estaba la capital administrativa de aquel sector, que incluía Vian’har, Jurhan, Nader y varios sistemas deshabitados. La rebelión empezó en Vian’har, pero el primer mundo en caer fue Megger. Los esclavos, contra todo pronóstico, se levantaron todos a la vez en el momento en que la palabra rebelión flotó en el aire.

Centenares de millones de personas, todas al unísono, tomaron las fábricas, mataron a los capataces y obligaron a los Amos a huir. La rebelión se fortaleció así con toda la capacidad industrial de éstos, y se hizo imparable.

Los Amos, tras decenas de siglos anclados en la indolencia y en la seguridad de sus métodos, no pudieron hacer frente a la rebelión en Megger con la contundencia y la celeridad de sus antecesores; los que sobrevivieron a la purga, tuvieron que abandonar el planeta a toda prisa. Los esclavos, tras varios milenios trabajando en las fábricas, habían aprendido muchísimas cosas de los Amos. Ya no eran aquellos ignorantes campesinos y cazadores que habían sido conquistados fácilmente siete mil años atrás. Entonces Megger era un mundo con una civilización primitiva, apenas en la Edad de Bronce.

Pero tras todos aquellos siglos, los meggios habían aprendido la tecnología de los Amos. Discretamente, siempre a la espera de una oportunidad, con una tenacidad y paciencia asombrosas, generación tras generación, los astutos meggios habían descubierto que las “mágicas” capacidades de sus "dioses" conquistadores no eran más que ciencia. Habían aprendido las matemáticas, la lectura, la física, la química… Lentamente, durante siglos y de padres a hijos, el Conocimiento había ido aumentando paulatinamente, enriqueciéndose, diversificándose, asentándose...

A los ojos de los Amos, los meggios no habían dejado de ser unos temerosos campesinos ignorantes, unos palurdos incivilizados a los que, por lo menos, les habían dado un cierto grado de dignidad manteniéndolos aceptablemente sanos y sacándolos de la barbarie, listos para recibir la purificación de la Oscuridad. Y, por ello, se habían relajado. Habían bajado la guardia, entregándose a sus juegos atroces y sus obscenas diversiones, dejando de percibir a los esclavos más que como un rebaño de bestias sin seso, puestos en el Universo para diversión y solaz de sus Amos.

Sin embargo, la dilatada paciencia de los meggios fue recompensada cuando auténticos ríos de sangre de sus crueles verdugos anegaron las ciudades. Muy pocos Amos lograron escapar de la limpieza de Megger. Y nunca volvieron.


*


—Desde que conocí la historia de Megger—dijo Li, en el puesto de copiloto—siempre me he preguntado cómo lograron sus habitantes conservar el secreto de sus conocimientos sin que los Amos se enterasen. ¡Estamos hablando de siglos, milenios, de discreción!

—¿Quieres saber cómo?—Preguntó Luar con un brillo travieso en la mirada. Li entornó los ojos, mirando a su amigo con suspicacia y expectación. Los demás presentes en el puente miraron también a Luar con curiosidad.

—Pues sí, me gustaría saberlo—admitió Li. —No aparece en ninguno de los libros que he leído…

—Porque no está en ningún libro. El sistema que los meggios usaron para burlar a los Amos es secreto. Sabes que ellos, después de la brutalidad que experimentaron aquí, en el Mundo Control, no son dados a revelar sus capacidades y sus habilidades. Tuvieron milenios para entrenarse en ello. No quieren que ningún otro pueblo conozca hasta dónde son ingeniosos e imaginativos, por si la historia vuelve a repetirse.

—No obstante, compartieron todo lo que sabían de los Amos con los rebeldes—objetó Li. —Y con la Confederación después…

—Claro, porque gracias a la Liberación se deshicieron de sus odiados verdugos—respondió Annevar, con expresión grave. —Creen estar en deuda con nosotros por ello. Y los meggios siempre pagan sus deudas. Es gracias a ellos, como sabéis, que la Confederación puede existir. Sin sus conocimientos de las industrias de los Amos, de su tecnología, de su ciencia (a pesar de lo poco que en realidad la comprendemos), la Confederación no sería viable. Y si los Amos no hubiesen destruido tantas de sus instalaciones y de sus archivos antes de abandonar el planeta, aún estaríamos mucho más avanzados. Pero, en fin, no podemos quejarnos de lo que pudimos salvar, ¿no?

—A nuestros ojos, no hay ninguna deuda—corrigió Luar, con media sonrisa. —Nosotros no liberamos Megger para que nadie nos agradeciese nada. Iniciamos el levantamiento en Megger porque queríamos aniquilar a los Amos y al Dominio. Queríamos destruir de una vez y para siempre la barbarie que había arrasado nuestros mundos durante milenios. Simplemente teníamos el mismo objetivo. Pero los meggios son orgullosos y, como la rebelión de Vian’har fue el detonante, la señal que llevaban siglos esperando, consideran que tienen una deuda eterna con nosotros y por ello colaboramos estrechamente.

—Me parece bien—comentó Klaus.

—Pero sigo sin saber cómo lo hicieron para ocultar sus conocimientos a los Amos y pasarlos de generación en generación—añadió Li, volviéndose hacia los mandos con expresión resignada.

—El boca a boca puede ser muy eficaz… —apuntó Erin. Annevar y Luar la miraron con un brillo de diversión en la mirada, que no pasó desapercibido a la joven. Entrecerró los ojos con suspicacia, apretando los labios. —¿Tenéis algo que decir, vosotros dos?

Li, Mónica y Klaus miraron interrogativamente a Erin. Y luego a los dos vianhios, que sonreían.

Por fin, Luar se decidió a hablar.

—La tradición oral es eficaz, sí… siempre y cuando un pueblo no esté permanentemente expuesto a matanzas aleatorias, indiscriminadas y constantes—explicó Luar, de forma deliberadamente lenta. —Así que nuestros astutos amigos idearon otro sistema, tomando lo que tenían a mano. Obviamente, no podían desarrollar ningún tipo de escritura reconocible, pues los Amos debían seguir considerándoles unos palurdos ignorantes. Y, además, poseían tecnologías suficientemente desarrolladas para descifrar cualquier escritura.

—Entonces… —inquirió, impaciente, Erin.

—Pues usaron algo que a nadie se nos habría ocurrido, algo que pasaba completamente desapercibido y que no levantó jamás la menor sospecha... —Luar se detuvo aquí, esperando una pregunta, sonriente.

—¿Y bien?—preguntó Erin, apenas unos instantes después, visiblemente impaciente. No le gustaban para nada los rodeos. Luar aún aguantó unos segundos más la postura, antes de decirlo, con un gesto de indiferencia.

—Pues usaron los huertos…

—¿¡Los huertos…!?—exclamaron, incrédulos, los cuatro humanos. Annevar sonreía divertido por el asombro de sus amigos.

—Sí, —afirmó Luar—codificaron todos sus conocimientos de los Amos en sus huertos…


*


Vyla emitió un aviso y todos volvieron sus miradas hacia proa. Megger ocupaba en ese momento un décimo del campo visual en los ventanales del puente. Observaron aquel maltratado mundo en silencio durante unos minutos.

El antaño verde y exhuberante planeta, presenta ahora tan sólo polvorientos tonos ocres y terrosos; enormes formas geométricas grises claras y oscuras tachonan toda la superficie emergida.

No obstante, el aspecto actual es mucho mejor que el que los Amos dejaron tras la Liberación. Tras más de cinco décadas de intenso trabajo medioambiental, del esfuerzo de la más avanzada Ingeniería Planetaria y de la mejor tecnología, Megger ha perdido la sempiterna neblina ocre que lo había envuelto durante casi siete mil años. Un smog nauseabundo y asfixiante, producido por millones de fábricas, que sólo dejaba llegar una versión enfermiza y pálida de la rutilante luz de Rilya.

Ahora, en cambio, los océanos exhiben un tono azul profundo, que vira a un hermoso abanico de turquesas y celestes cerca de las costas; aquí y allá, los antiguos desiertos de desechos y las vastas llanuras de hormigón van siendo paulatinamente sustituidos por las manchas verdes de los bosques jóvenes, a los que se añaden miles de nuevos retoños cada semana; las nubes que circulaban perezosamente por la atmósfera ya no son pardas o negruzcas, sino de un blanco inmaculado.

Lentamente, paso a paso, el planeta va recuperando su antiguo aspecto... pero no su antiguo ecosistema. Apenas quedaban unos cuantos ejemplares dispersos y enfermos de las plantas originales cuando se empezó a recuperar el planeta. Pero las plantas con las que se están repoblando la superficie, traídas de los restantes mundos de la Confederación, algunas incluso de las supervivientes de la Tierra, tras ser convenientemente adaptadas, se aclimatan extraordinariamente bien a su nuevo entorno, libre de competidores y de depredadores.

Sólo cuatro especies de animales vertebrados terrestres han sobrevivido a la extinción tras la conquista del planeta, bien por su adaptabilidad, bien porque los Amos los consideraron excelentes para sus espectáculos. Aún así, tras milenios de "civilización" y domesticación, ya no queda en ellos el menor rastro de su antiguo instinto salvaje.

Los invertebrados, pequeños, adaptables y prolíficos, lo han tenido mejor, pues millones de ellos habían hecho de los vertederos su hogar, y ahora se adaptan de nuevo a los bosques, praderas y campos.

En cuanto a la vida marina, aún a pesar de la severa polución de los océanos, los resultados son bastante buenos, pues ha sobrevivido aproximadamente el treinta por ciento de la biodiversidad original.

Todo ello forma un panorama alentador para la recuperación biológica de Megger. Los Ingenieros Planetarios de la Confederación calculan que, si se mantiene el mismo tesón y esfuerzo, en poco más de dos siglos el planeta habrá recuperado prácticamente su antiguo esplendor.


*


—Bueno, Luar... ¿Vas a explicarnos eso de los huertos o no?—Todas las miradas se fijaron en el vianhio.

—¿Qué te hace pensar que sé cómo lo hicieron?—dijo él, suavemente.

—¡Oh, vamos!—exclamó Erin sonriendo, con un teatral gesto de exasperación. —Como si tus ojos no estuviesen gritando que mientes…

Todos los presentes sonrieron quedamente. Luar no tuvo más remedio que levantar las palmas de las manos en señal de rendición. Tomó asiento.

—Bien…—comenzó. —No conozco todos los detalles, pues como os he comentado, los meggios son muy recelosos con sus secretos, y más con éste. Pero al parecer idearon un sistema de codificación tan sencillo y, a la vez, críptico, que es casi totalmente imposible de descifrar, sobre todo si no se sabe que está ahí.
"Los Amos tenían sistemas informáticos tan avanzados que, virtualmente, podrían traducir y descifrar cualquier tipo de escritura y lenguaje… pero la codificación de conocimiento que llevaron a cabo los meggios NO ERA un lenguaje. Los huertos describían experiencias con un simbolismo alegórico, mezclado con inserciones culturales, vivencias y entidades mitológicas de su antiguo folklore.

—O sea, que eran… —empezó a decir Li, tras unos segundos de reflexión.

—Sí. Eran cuentos. Cuentos populares escritos en la tierra con frutas y verduras—confirmó Luar.

—Y si eran cuentos… ¿cómo podían insertar datos puros, como fórmulas matemáticas, datos químicos, descripciones tecnológicas...? —preguntó Mónica.

—No está claro. Pero, por lo poco que han dejado traslucir nuestros amigos de ahí abajo—explicó Luar, señalando con el pulgar a su espalda—, al parecer había uno o dos niveles de codificación pura bajo los cuentos/huertos. Quizá el número de surcos en tal parcela en tal dirección. O el número, o disposición y tipo de las plantas criadas… a saber. La cuestión es que nadie, aún sabiendo que la codificación existe, ha logrado descifrarlo.

—Me recuerda a una vieja película bélica del siglo XX—apuntó Klaus. —Se llamaba "Windtalkers", "hablantes del viento", basada en hechos reales. En la Segunda Guerra Mundial, los Marines de Estados Unidos inventaron un sistema de comunicación por radio que era completamente indescifrable. Se basaba en el idioma de los indios navajos, que carecía de versión escrita. Se les daban órdenes, y los operadores navajos las traducían a su idioma según un código convenido, que era escuchado por otro navajo en otro comando. Así se podían comunicar por radio de forma abierta sin temor al desciframiento de sus mensajes.

—¿Cómo funcionaba?—quiso saber Luar, vivamente interesado.

—Bueno… por ejemplo, a un tanque lo llamaban "tortuga"… ¿sabes qué es una tortuga, no?—Luar asintió. —No recuerdo mucho de la película, la vi sólo una vez hace mucho tiempo. Cosas así, otorgaban nombres de animales, lugares, tradiciones y costumbres de su tribu de las llanuras a las unidades enemigas, lugares de bombardeos y demás.

—Sí, se parece sorprendentemente a lo creado por los meggios—corroboró Luar.

Un aviso acústico sonó en el puente de mando. Estaban a punto de atravesar la órbita geoestacionaria de Megger, a unos 44.000 kilómetros de distancia de la superficie. Había que seguir la ruta de aproximación para evitar colisiones con los numerosos satélites e instalaciones que allí orbitaban

Vyla—dijo Mónica. Sonó un tono musical de confirmación. —Sigue la ruta de aproximación orbital transmitida desde Control de Vuelo, por favor.

Confirmado. ¿Destino exacto?—pidió la navicomputadora, con su lánguida voz femenina.

—Anillo de Megger, hangar principal del Nodo 4.

Entendido. Estableciendo coordenadas. Siguiendo ruta de vuelo.

Mónica no acostumbraba a hablar con Vyla, normalmente le pasaba parámetros o peticiones por teclado o pantalla, o pilotaba ella misma. Los demás sí que solían darle órdenes o pedirle acciones de viva voz, a las que ella respondía solícita. Pero Mónica, paradójicamente, se sentía un poco extraña hablando con una computadora. Le sabía... mal... ordenar algo de viva voz a una entidad que ella relacionaba con algo inteligente, pero que debía obedecerla sin conciencia ni decisión. Le sonaba a esclavitud. Para ella era mucho más fácil relacionarse con Vyla como con cualquier ordenador, de una forma impersonal mediante formas no vocales, para no ser así tan consciente de la inteligencia que existía "atrapada" en los bancos de la computadora. Aún así, de vez en cuando, involuntariamente hablaba con ella.
 
Bajo el mando de Vyla, la Elcano escoró suavemente a babor y hundió la proa, siguiendo dócil la ruta virtual que la llevaría hasta el increíble anillo orbital de Megger, que empezaba a verse como una fina línea centelleante y oscura sobre el disco creciente del planeta.


*


Muchas veces lo habían visto, todos ellos, pero nunca dejaba de impresionar su magnitud.

El Anillo de Megger, aún inacabado como está, es la estructura artificial más sorprendente (además del terraformador Zeus y la fábrica de cristales de control Nerilnia) y de mayor tamaño nunca documentada.

Durante siglos, los Amos habían invertido cientos de millones de toneladas de recursos del planeta, y millones de esclavos, en la construcción de una estación anular orbital que rodease por completo el ecuador de Megger, a una altitud de seiscientos kilómetros. La idea original, según contaron los meggios, había sido construirlo en la órbita geoestacionaria. Pero los cálculos, incluso los más conservadores, demostraron que prácticamente habría que desmontar medio planeta para una obra tan titánica. Los Amos, eminentemente prácticos, no pensaban derrochar todos los recursos de un planeta tan rico en una estructura que no aportase nada más concreto.

En cambio, en su actual órbita no sólo es mucho más accesible y pequeño, sino que se beneficia de estar sumido en la ionosfera inferior del planeta, con lo cual posee un suministro casi ilimitado de energía para operar sus sistemas, sin necesidad de sistemas de potencia adicionales.

Dada la sorprendente riqueza mineral de Megger y sus lunas troyanas (y de todo el sistema, en general), numerosas naves de carga del Dominio venían aquí a recoger mercancía, tanto materia prima como manufacturada, para los distintos mundos del Sector, a fin de alimentar la poderosa infraestructura tecnológica del Dominio y su expansión por la Galaxia.

La mayor parte del trabajo la habían realizado (y continúan realizándolo) grandes máquinas robóticas, tendiendo millones de kilómetros de cables de nanotubo desde ocho nodos orbitales, que actuaban como base y estación. Estos nodos habían sido construidos en tierra y elevados por módulos hasta su órbita definitiva. Desde allí, las máquinas de construcción habían tendido los cables de nodo a nodo, y usándolos como andamiaje, iban construyendo módulo tras módulo a fin de crear una única y sólida estructura anular completa.

Dentro de los módulos, una vez presurizados, los esclavos, por millones, se dedicaban a dividir los espacios interiores, instalar todos los equipos necesarios de soporte vital, energía y demás sistemas, y acumular las mercancías que llegaban con los transbordadores.

La intención de los Amos al construir el anillo era la de optimizar los tiempos. Un carguero antariano, dado su enorme tamaño, no podía aterrizar muchas veces en la superficie de un planeta sin requerir costosos y largos mantenimientos y reparaciones. Y menos en uno con un pozo gravitatorio tan intenso como el de Megger. Rellenar sus cavernosas bodegas con transbordadores era una tarea que podía requerir muchos días. Pero si la mercancía ya estaba en órbita, convenientemente empaquetada, en apenas un día se podía cargar por completo una de aquellas pesadas y titánicas naves. Dejar los contenedores en órbita sin más protección era arriesgado, y mantener grandes estaciones de carga en órbita baja venía a ser más de lo mismo que con el asunto de los cargueros.

Por ello, decidieron que una estructura anular se mantendría en equilibrio orbital por sí misma, podría albergar en su interior gigantescos almacenes de contenedores y aceleraría muchísimo las operaciones de carga, ya que la mercancía subiría y bajaría con plataformas de ascensores dentro de los pilares de sujección. Obviamente, sabían que, incluso con su avanzada tecnología, era un proyecto a siglos vista, pero no les importaba en absoluto.

Como curiosidad, debido a que el Anillo rodea por completo el ecuador del planeta, rota a la misma velocidad que éste al encontrarse en equilibrio gravitatorio. Cuando se empezó a construir, los Nodos estaban desconectados entre sí y, por tanto, debían mantener una elevada velocidad orbital para no precipitarse de nuevo a la superficie. Pero, una vez que los cables de la estructura los interconectaron por completo, y el campo de tensión solitón convirtió esos cables en un anillo rígido, se procedió a frenarlos paulatinamente hasta mantenerse geoestacionarios pese a la baja altitud.

Actualmente, el Anillo de Megger está terminado en un cuarenta y nueve por ciento, y construido en un setenta y dos por ciento. Es decir, que el área presurizada es de casi la mitad de la masa final total, con un veinte por ciento más de módulos a medio construir pero abiertos al espacio. Y casi la tercera parte aún consta tan sólo del andamiaje de cables. El ritmo de construcción ha caído notablemente, pues los titánicos almacenes del Anillo son dos o tres órdenes de magnitud mayores de lo que la Confederación, en su conjunto, puede necesitar. Además, la mayoría de los recursos técnicos e industriales se están usando en recuperar la biosfera de Megger. Un puñado de naves pasan el año remolcando pequeños asteroides, para alimentar a las máquinas constructoras orbitales que continúan incansablemente con su tarea.

La tecnología de construcción con carbono que trajeron los humanos, y que permitió la creación de la Nueva Esperanza en la Tierra, está siendo muy útil en las obras del Anillo, pues el carbono es mucho más abundante que los metales y compuestos que se habían usado hasta ahora en su construcción, y se puede obtener sin maltratar la superficie ni el ecosistema. De hecho, el Sistema Tilán posee un planeta igual que Venus, cuya atmósfera saturada de dióxido de carbono es la fuente principal de materia para la construcción del Anillo.


*


Como reprogramar las máquinas constructoras a otro diseño habría sido una tarea de años, y una segura fuente de fallos y errores, se las había dejado seguir con su desagradable proyecto original. Los Amos, siguiendo las directrices del Credo, dotaban a todas sus construcciones de un aspecto siniestro, atemorizante y hostil. Incluso los lujosos edificios de la superficie, con su aspecto negro y monolítico, transmitían desasosiego y desesperanza. El Anillo no es una excepción, y los módulos, con un diseño exterior anguloso, industrial y severo parecen de todo menos acogedores. Pero la construcción con carbono, con su suave color gris aluminio y su apariencia ligera, contrasta agradablemente con el metal negro, pesado y mate de los módulos anteriores. En un intento por suavizar el aspecto del Anillo, miles de robots aracnoformes recorren la inmensa superficie construida pintando los módulos negros con un color similar al de los módulos de carbono. Pero, dada la magnitud de su tarea, tardarán al menos veinte o treinta años más en completarla.

Si el aspecto de los módulos no es agradable, el de los nodos es aún peor. Angulosos, puntiagudos, erizados de proyecciones y excrecencias metálicas, bordes afilados… parecen salidos de una mente enferma y sádica. De hecho, han salido de mentes enfermas y sádicas.

Las entradas de los hangares, en lugar del diseño cuadrangular y funcional de las construcciones confederadas, parecen bocas dispuestas a triturar las naves que osen entrar en sus fauces. Las entradas son amplias y cómodas (los Amos no querían daños ni accidentes), pero los ángulos y las proyecciones daban la impresión de estar a punto de cerrarse sobre la Elcano. A Mónica le ponían nerviosa, y entró en el hangar con un escalofrío de aprensión subiéndole por la espalda.

Una vez dentro del vasto hangar, mucho mayor que D9, que podía albergar con total comodidad varios cientos de naves como la Elcano, el ominoso diseño antariano quedaba desdibujado y lejano por la actividad, los colores, los vehículos y las naves de la Confederación. De hecho, los tonos oscuros y los ángulos hostiles de la construcción hacían resaltar agradablemente los colores vivos y claros de las naves y estructuras confederadas, y sus diseños fluidos y geométricos. En cinco minutos, uno se olvidaba del siniestro fondo y sólo veía las formas familiares.

Una batería de rayos de tracción se movía por carriles metálicos en el techo. El sistema automático se hizo cargo de la Elcano, el caza de Naler y la nave arruinada de su difunto hermano, llevando a las tres embarcaciones suspendidas sobre el suelo, hasta su plataforma asignada, a varios cientos de metros de la entrada del hangar. Las dejaron en ingravidez sobre su lugar y se marcharon a cumplir con otra tarea en algún lugar del inmenso espacio. La Elcano y el caza extendieron sus trenes de aterrizaje, mientras la gravedad artificial de la plataforma bajo ellas se activaba, atrayéndolas suavemente hasta que descansaron sobre sus propios apoyos. La nave destrozada cayó lentamente hasta descansar sobre un costado. La gravedad subió hasta su valor normal y pudieron bajar de las naves.

Avisados con antelación, un comité de bienvenida, en su mayor parte meggios, vino a darles la bienvenida, y a hacerse cargo de sus naves y del cuerpo de Selar. Esto último lo hicieron con enorme ternura y exquisito cuidado y respeto. Naler no pudo por menos que estarles infinitamente agradecido.

—La tripulación de la famosa Elcano, sin duda—saludó el responsable del comité, un meggio mayor y de modales suaves y educados. —Ustedes deben ser Mónica Llanos y Li Wong, los descubridores del sorprendente Fénix.—Miró más atrás. —¡Ah! Mi amigo Luar, y su joven discípulo Annevar. Qué gran placer veros de nuevo—saludó, abrazándolos efusivamente.—A ellos no tengo el honor de conocerles…

—Son Erin Stevens y Klaus Müller, nuestros amigos y expertos tripulantes fijos de la Elcano... Y novios—dijo Mónica, acercándose al meggio como una conspiradora y guiñándole un ojo. Erin se puso en jarras, seria y con la cabeza ladeada y Klaus se rió estruendosamente. —Por cierto, entre amigos nos podemos tutear. —El meggio sonrió ampliamente.

—Por supuesto. Yo soy Illu Davelorja, responsable de éste humilde comité y director de operaciones de éste hangar—hizo una reverencia meggia, consistente en doblar el cuerpo hacia la derecha con los brazos cruzados a la espalda. Acto seguido, familiarizado con las costumbres humanas, les dio la mano a todos. —Sabía de la singular belleza de muchas mujeres humanas, pero nada me había preparado para tal despliegue de hermosura—sonrió, dirigiéndose a Mónica y Erin. Ellas se ruborizaron y se rieron alegremente.

—Gracias por su atención con mi hermano—dijo Naler con un hilo de voz, acercándose a sus amigos por primera vez desde el aterrizaje, cuando los meggios se llevaron sus restos mortales. Illu lo saludó con otra reverencia, ésta vez hacia la izquierda y con las palmas de las manos unidas a la altura del corazón. Ésta era una reverencia que los meggios sólo usaban cuando había difuntos de por medio, una forma de respeto y consideración especial. Los ojos de Naler brillaron de agradecimiento.

—Por favor, seguidme, que buscaremos un lugar más cómodo para charlar. Además, tenemos una sorpresa esperando a Mónica y Li, que creo que será de vuestro entero agrado.

—¿Una sorpresa? ¿Qué…?—empezó Mónica. Pero Illu la acalló con un suave gesto de la mano y una sonrisa traviesa.

Aunque los había visto muchas veces, los meggios siempre sorprendían a Mónica. Ninguno de ellos pasaba del metro cincuenta de altura, estilizados y enérgicos. Sus cráneos levemente alargados, sus narices anchas y chatas y sus pequeños ojos oscuros les daban un aspecto un poco cómico. Sus extremidades eran delgadas, pero muy ágiles y fuertes, con cuatro dedos en cada mano y dos pulgares oponibles, y grandes pies callosos tridáctilos, que normalmente llevaban descalzos. Lo más curioso, sin embargo, era el suave plumón de diversos tonos y patrones de color que cubría sus cuerpos, con grandes plumas blandas, largas y estrechas, en la cabeza, que colgaban a modo de cabellera. Como descendían de un antepasado aviano, pero no volador, sus ancestros evolutivos habían "elegido" las plumas en lugar del pelo, las escamas o cualquier otra estructura protectora para su piel. Y no, ya no tenían el pico de sus lejanos ancestros, sino una boca muy parecida a la de cualquier otra especie antropoide, aunque su dentadura estaba más especializada en el consumo de vegetales.

Subieron a un vehículo plataforma con asientos para cincuenta pasajeros, y partieron hacia el fondo del hangar, en dirección al vasto módulo habitable de la izquierda del Nodo 4. Mientras, los equipos de mantenimiento se hacían cargo de la Elcano y del Ereun. Illu ya había dispuesto que se reparase la placa de control del rayo de tracción averiada.

Estar en el Anillo era muy cómodo, pues todo él (excepto las partes aún por construir) estaba equipado con bioneutralizadores, lo cual permitía andar por todas partes sin las engorrosas máscaras y trajes protectores. Los Amos no iban a usar máscaras, por supuesto, y equipar con trajes de bioseguridad a todos aquellos millones de esclavos que habían trabajado construyendo el Anillo, hubiese sido un desperdicio de tiempo y recursos, además de un engorro logístico. Como tenían la tecnología de bioneutralización, les fue mucho más cómodo y productivo instalar los aparatos. Y ello había sido una bendición para las múltiples especies que ahora usaban el Anillo de Megger.

El módulo de habitabilidad en el que entraron no era de tipo habitacional, con sus inacabables avenidas rodeadas de viviendas, sino de tipo invernadero. Con casi un kilómetro de alto y ancho, y veinte kilómetros de longitud, dividido en cinco plataformas rebosantes de vegetación y hermosos bosques, era un auténtico paraíso flotante. Se habían retirado varios cientos de paneles metálicos opacos del casco exterior y habían sido sustituidos por cristales polarizados de policarbonato, con lo que la luz del sol entraba a raudales y la sensación de amplitud era aun mayor.

Ríos, lagos, cascadas y fuentes festoneaban los bosques, repletos de fauna. Había unos cien módulos de éstos repartidos por la parte construida del Anillo. El diseño original antariano no los contemplaba, pues en realidad eran enormes almacenes de contenedores, o astilleros, o hangares gigantes. Pero tras la Liberación, y con el propósito de recuperar la biosfera de Megger, se modificaron para albergar la flora y fauna que, tras su proceso de cría y adaptación, serían "sembrados" en la superficie. Además, se conseguía así un entorno natural agradable y relajante (y aire fresco de verdad) en la, por otro lado, inmensa y agobiante artificialidad del Anillo.

El fragante aire del gigantesco invernadero inundó las fosas nasales de todos ellos, que inspiraron con avidez. Uno no se daba cuenta de lo metálico y artificial que era el aire que se respiraba en la nave o en el hangar, hasta que el aroma a atmósfera natural te golpeaba como un mazo.

Bajaron del vehículo en la plataforma inferior, y, guiados por Illu, se dirigieron hacia un pequeño lago a su derecha. Allí, de la mano de los padres de Mónica, sonriente y saltarina, estaba Alexia.

La niña se soltó de las manos y corrió hacia su madre, a toda la velocidad que sus piernecitas de tres años le permitían. Mónica se arrodilló y la niña se abalanzó sobre ella, fundiéndose ambas en un tierno abrazo. Li también se arrodilló y las abrazó a las dos, cubriendo de besos la cálida cabecita de la pequeña.

Un poco más allá, había un nutrido grupo de vianhios en actitud reservada. Luar informó quedamente a los demás que se trataba de la familia de Naler, que habían venido a hacerse cargo de los restos mortales de Selar.

—¿Y por qué han venido hasta aquí? ¿No lo van a enterrar en Vian'har?—preguntó con curiosidad Erin.

—No, en absoluto—respondió Luar. —Nosotros no enterramos a los muertos, sino que los incineramos y esparcimos sus cenizas en el bosque más cercano, o las enterramos al pie de un hermoso árbol. Es una forma de contribuir al ciclo vital. Y, como el bosque más cercano es éste…

—Ya veo… entre los nuestros también está muy extendida la costumbre de la incineración y liberación de cenizas, más desde que perdimos la Tierra—comentó Erin.

—Y entre los nuestros—apuntó Illu—la costumbre ancestral es enterrar a los muertos en posición fetal dentro de una bolsa de tela natural, y depositar sobre su pecho la semilla de un árbol. Muchos de los nuevos árboles de Megger han crecido así. Y muchos de éstos—dijo, haciendo un gesto amplio con su mano.

—Entonces, ¿esto es un cementerio?—preguntó Erin con los ojos muy abiertos.

—No—negó Illu con la cabeza. —Esto es Vida.


*


Naler acercó la antorcha a la pira de madera, al mismo tiempo que sus padres. La madera muy seca crepitó y, en apenas unos minutos, las llamas se alzaban altas y rojas, devorando implacables la pira y el cuerpo reseco de Selar. La madera apenas emitía humo, y el poco que se elevaba en el inmenso espacio fue rápidamente absorbido por los sistemas de ventilación. El sistema antiincendios había sido levemente modificado en aquella sección para que no saltase. Normalmente, nadie habría podido hacer un fuego así en el módulo invernadero. Pero, dada lo insólito de la situación, los meggios habían tenido la inmensa amabilidad de aceptar las costumbres funerarias vianhias.

El pintoresco grupo de gente, de tres planetas distintos, observaba las hipnóticas llamas en un silencio respetuoso, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Apenas media hora después sólo quedaban cenizas y brasas. Los vianhios las extendieron para que se enfriasen, rociándolas con agua pulverizada. Cuando estuvieron lo suficientemente frías para poderlas manipular, las metieron cuidadosamente en un recipiente y, a la sombra de un enorme y majestuoso araganio, un árbol meggio de hojas tan grandes como una persona, las enterraron delicadamente. 
 
"Ceniza a las cenizas", pensó Mónica, abrazada a Li.

Al poco, dejando atrás a los vianhios, humanos y meggios se fueron retirando, cada uno a atender sus propias obligaciones. Illu puso a disposición de la tripulación de la Elcano una casita meggia de una pequeña sección residencial dentro del módulo invernadero, en la tercera plataforma, al lado de una hermosa laguna rodeada por altos árboles. Erin y Klaus tomaron posesión de una de las cuatro habitaciones, y Mónica y Li de otra, ambas con un aseo completo.

La construcción meggia era igual de singular que sus dueños. No había ángulos rectos, sino líneas redondeadas y fluidas, con puertas y ventanas redondas. Siempre construían con materiales naturales, como piedra y madera, con paredes exteriores robustas y techos altos. El salón circular ocupaba el centro de la vivienda, rodeado por un pasillo también circular del que irradiaban todas las demás estancias. Las tabiquerías interiores no llegaban al techo, para dar sensación de amplitud y para que el aire y la climatización circulasen de forma óptima. Eran vivienda muy cómodas… en cuanto uno se acostumbraba al pequeño tamaño de los meggios, pues todo estaba hecho a su escala.

Mónica y Erin se sentaron en el confortable y mullido asiento circular del centro del salón, frente al hogar, apagado en aquel momento, con Alexia entre ellas. Mónica acariciaba el cabello de la pequeña, que estaba inusualmente tranquila. Erin la miraba con un leve brillo de envidia en los ojos, mientras sostenía la cálida manita de la niña en su propia mano.

—Ha sido muy emotivo… el funeral, quiero decir—dijo la joven.

—Sí, lo ha sido. Después de lo que nos dijo Luar acerca del duelo de los de su pueblo—respondió Mónica pensativa—y sus problemas con su órgano empático en esas situaciones, estoy preocupada por Naler. Debe haber sido muy duro para él. Para todos ellos. Quisiera saber cómo se encuentra…

—Dejémosle descansar y serenarse, y mañana iremos a verle. Será lo mejor. A mí, particularmente, aún se me pone el vello de punta al pensar que estos hermosos bosques están plantados sobre cadáveres… —Se estremeció ligeramente.

—Bah, Erin… Todos los ecosistemas se asientan sobre cadáveres. Y, puestos a pisar un cementerio, prefiero uno de éste tipo, en el que se puede respirar nueva y floreciente vida, que un reducto deprimente rodeado de muros como los de algunos de nuestros antepasados… o como el cementerio de la Colonia, esa sucesión de nichos excavados en la roca, por mucho jardín y mucha luz que tenga. El día que muera, me gustaría descansar así, dando vida a otro ser vivo, algo tan hermoso y longevo como un árbol. Y que mis nietos puedan columpiarse y trepar por sus ramas. De algún modo, así siempre quedaría algo de nosotros, no una simple losa tapando un agujero en la tierra, o en un nicho, o unas cenizas esparcidas al viento…

—Dicho así… sí, es más agradable esta opción.

—Sí, creo que sí. 
 
Tras unos momentos en silencio, Erin suspiró. Pareció ir a decir algo, pero se contuvo. Mónica lo percibió.
 
—Venga, va, suéltalo.
—Es que... no es el momento y...
—Tonterías. Va. Dímelo.
 
Erin se quedó un momento mirando al apagado hogar, entrelazando sus dedos con los de la pequeña manita de la niña.
 
—Es que hay algo que no me quito de la cabeza, desde que recuperamos la nave de Selar. Algo que no me cuadra en absoluto y para lo que no tengo explicación—frunció el ceño.
—¿Y qué és?—preguntó Mónica, haciendo remolinos con un mechón del pelo de Alexia.
—Esa nave no debía estar ahí. Quiero decir: es imposible que esa nave estuviese dónde la encontramos. —Miró a Mónica a los ojos, expectante. Ella no pareció darse cuenta de lo que la joven le quería decir. Erin alzó las cejas y la miró aún más inquisitivamente.
—No sé qué quieres decirme, no me sigas mirando así. ¿A qué te refieres con que esa nave no debía—su voz se fue apagando conforme la comprensión empezaba a filtrarse en su mente—estar allí..?

Erin asintió con la cabeza. Alexia canturreaba en voz baja, dejándose mimar por las dos chicas.

—Tienes razón...—susurró Mónica con los ojos abiertos como platos—. La nave de Selar se perdió en la Barrera hará unos diez o doce años. Whania Rum mide dos años luz y medio. La máxima velocidad que esa nave podría haber alcanzado es de unos doscientos cincuenta mil kilómetros por hora... —Calló un momento, calculando mentalmente.
—Exacto—continuó Erin, mirándola con la cabeza un poco ladeada y expresión curiosa—. La encontramos casi a la salida de Whania Rum, a unos diez días luz del final del túnel. En esas condiciones, la nave de Selar debería haber tardado en llegar...
—... debería haber tardado en llegar más de diez mil quinientos AÑOS, siglo arriba o abajo...—completó Mónica, estupefacta.
 
Las dos mujeres se quedaron en silencio, anonadadas por el enorme misterio que acababan de descubrir.

Alexia las miró a ambas y calló, sumida en sus propias e infantiles cavilaciones.