CENIZA A LAS CENIZAS
Con un
intenso destello gamma, la ventana de hiperespacio se cerró tras las tres
naves. Ante ellas se extendía, envuelto por la fantasmagórica nebulosidad azul,
el extenso Sistema Tilán.
La misión
había sido un rotundo éxito. El Paso de Whania Rum estaba completamente
balizado. A partir de aquel momento, viajar a Tilán sería muchísimo más corto y
seguro. Había motivos más que sobrados para festejar el momento.
Pero, sin
embargo, a bordo de la Elcano nadie
estaba para celebraciones. La arruinada nave que habían rescatado dentro de la
Barrera una semana antes, y su funesto contenido, habían absorbido cualquier
rastro de alegría que pudiese sentir cualquiera de ellos.
Naler era,
por supuesto, el más afectado. Durante aquella semana se había dedicado
completamente al trabajo, tratando de mantenerse ocupado para conservar la
serenidad. Pero, inevitablemente, cuando la jornada tocaba a su fin, el joven
se retiraba a su camarote y no salía de él hasta la mañana siguiente.
Mónica y
Erin trataron de convencerle de pasar tiempo con los demás, pues no era nada
aconsejable sumirse en aquel estado… y aún menos trabajando en el espacio. Pero
Luar les dijo que lo dejaran, que él sólo se repondría.
—Pero eso
no puede ser nada bueno, Luar—protestó Erin al segundo día. — Cuando alguien
sufre no debe estar solo.
—Eso quizá sea útil con los humanos—explicó Luar con dulzura y la voz contenida. Su
intensa mirada alcanzó el corazón de la joven. —Pero los vianhios tenemos un
sentido del duelo distinto al vuestro. Debemos pasarlo solos, con la única
compañía de los miembros directos de la familia. Es un viaje de introspección
en el que recordamos todo aquello que nos era querido de la persona difunta. Y
también lo que no nos gustaba de ella.
"Debes recordar nuestras capacidades empáticas, Erin. El duelo es uno de los momentos más
vulnerables de un vianhio, por lo que, desde hace miles de años lo
sobrellevamos a solas. Durante el duelo, nos enfrentamos a nosotros mismos con
descarnada sinceridad, pues una parte del proceso consiste en examinar el
comportamiento que tuvimos en cada momento con esa persona. Y, créeme, muchas
veces no es nada agradable lo que descubrimos. Como comprenderás, a nadie le
hace la menor gracia que los demás puedan ser conscientes de esas cargas y de
esas zonas negras en nuestros corazones.
—Ya veo… Pero sigue sin parecerme bien. Es… extraño—dijo ella entornando los ojos y
ladeando la cabeza.
—Los
humanos y vuestra complejidad emocional…—suspiró el vianhio. —Para nosotros es
igual de extraño vuestro duelo. Vosotros formáis grupos compactos de familiares
y amigos, unidos en el dolor o en el sentimiento de pérdida. Os es muy difícil
sobrellevar una muerte de forma solitaria. Necesitáis de los demás, del apoyo
de los otros. Pero para nosotros, la compañía en esos momentos es una gran
carga añadida, porque es una de las pocas ocasiones en que un vianhio no puede
controlar sus emociones…
—Claro…—apuntó
Mónica. —A causa de vuestro órgano empático, ¿no? Si los demás destilan dolor
sin control, se suma al vuestro propio y se crea una mezcla que debe ser
prácticamente imposible de soportar para un vianhio…
—Exacto—convino
Luar, con media sonrisa. —Es por ello que nos mantenemos apartados, aislados en
nuestro mundo interior. Pero no es sólo por eso.
—¿Ah,
no?—Preguntó Erin. —¿Y qué otra razón hay?
—Pues
resulta que el duelo es la única ocasión en que las barreras emocionales de
nuestras mentes caen por completo. Es el único momento en nuestras vidas en que
podemos autojuzgarnos de forma objetiva, sin filtros inconscientes. En
condiciones normales, la autocrítica es muy selectiva, poco consistente.
Enseguida encontramos justificación para cualquier acción que llevemos a cabo.
Los vianhios no somos muy dados a la objetividad con nosotros mismos. No nos
gusta reconocer nuestros errores. Y el duelo acaba con eso, dándonos la
oportunidad, en el dolor, de saber quiénes somos y de qué adolecemos. Es una
ocasión única para conocernos a nosotros mismos, rectificar los malos hábitos,
potenciar las virtudes y crecer como personas.
Mónica y
Erin guardaron silencio, pensativas. En todos los años que llevaban
relacionándose con los vianhios, nunca habían sospechado los entresijos de los
sentimientos de duelo de sus amigos. Para ellas, mezclar el dolor por la
pérdida de un ser querido con la introspección necesaria para conocerse a uno
mismo era poco menos que un contrasentido.
Naler
apareció al fondo del pasillo en aquel momento, saliendo de su camarote.
Dirigió una mirada indescifrable hacia sus compañeros y los saludó levantando
la mano derecha. Se dio la vuelta y, dándoles la espalda, caminó hacia las
bodegas de carga, con los hombros levemente caídos.
—¿Y cuánto
suele durar el duelo entre vosotros?—preguntó Erin en un susurro.
—Depende
de cada quién… pero es raro que se demore más de seis o siete días.
*
Rilya, la
brillante estrella blanca del sistema, emitía su cálida luz a unos doscientos
millones de kilómetros a babor. Megger, el único planeta habitado, se mostraba
como una media luna verdosa a casi cien mil kilómetros a proa. En menos de una
hora alcanzarían la órbita de aquel mundo industrial.
Los Amos
habían convertido el que fuera un exhuberante mundo tropical,
extraordinariamente rico en yacimientos minerales, en una inmensa fábrica.
Insensibles a los daños medioambientales, en sus manos Megger había visto
desaparecer casi toda su flora y su fauna terrestres, arrasados por las
colosales maquinarias de construcción de los Amos.
Casi la
totalidad de la tierra firme había sido cubierta por construcciones de todo
tipo. Inmensas fábricas de tecnología, vastas llanuras de hormigón para
almacenar contenedores de mercancías, refinerías…
Los
meggios, conquistados por los Amos igual que los vianhios, habían vivido
durante siete mil años en pequeñas casuchas, arracimadas en monótonos barrios
residenciales vallados y estrictamente vigilados. Toda la población.
Cada día,
durante milenios, los esclavizados indígenas del planeta habían recorrido tristemente
los caminos desde sus guetos vigilados hasta las fábricas en las que trabajaban
hasta que eran inútiles. A los ancianos los Amos los expulsaban de las zonas
productivas, abandonándolos en los vertederos tóxicos y en los cenagales de
residuos.
La
natalidad se controlaba férreamente, para mantener una tasa de remplazo que
garantizase siempre la mano de obra. Mientras los esclavos trabajaban en las
fábricas, altos y lujosos edificios de cristal negro daban alojamiento a sus
verdugos, aislados en jardines primorosamente cuidados protegidos por bóvedas
transparentes de aire purificado.
Para mayor
vergüenza, aquellos edificios siempre estaban rodeados de guetos residenciales,
para que los esclavos fuesen siempre conscientes de la supremacía de sus dueños.
Y, para
que esa supremacía nunca fuese olvidada, los Amos, siguiendo las directrices que
gobernaban el Supremo Dominio Galáctico, se comportaban de forma gratuitamente
cruel con sus esclavos. El Credo, la aberrante filosofía sobre la que el
Dominio se asentaba, era que el único camino a la Perfección pasaba por la purificación
del alma a través del sufrimiento, del dolor, del abandono... La Crueldad, el
Odio, eran el camino. A los débiles, a los subyugados, a los inferiores se les
había de purificar. Y sólo un sufrimiento prolongado podía conseguirlo. Por
ello se les arrancaba cualquier esperanza, cualquier sueño, cualquier anhelo.
Se destruía primero sus mentes, luego sus corazones y, finalmente, sus cuerpos.
Los Amos,
cuando les venía en gana, cogían grupos de gente al azar o por “temáticas”
(mujeres, ancianos, niños…) y los sometían a todo tipo de torturas y
vejaciones, prolongando cruelmente la agonía de sus víctimas. A algunos les
daba por considerarlos purificados y los devolvían a los guetos, para que
ensalzasen la gloria de sus dueños. A los demás los sacrificaban al Fin, el
centro del Credo, el Ser Superior que esperaba a sus fieles en la Inmortalidad
de las Dimensiones Superiores. El Ser que exigía dolor, sufrimiento y crueldad
hacia todas las formas de vida, pues sólo así podían desprenderse de la inútil
luz de sus almas que cegaba el auténtico camino de la Eternidad, la única
verdad final del Universo. El Inmutable esperaba al final de la vida del
Universo, en la Eterna Oscuridad que todo lo absorbería cuando la última
estrella muriese y el último agujero negro se evaporase; cuando sólo quedase radiación fría. Aquella era la Eternidad y aquella era la única Verdad:
que La Oscuridad y la Muerte eran el
objetivo y el destino últimos del Universo.
Por tanto,
todo aquello que creaba vida sólo estaba para ofrecer aliento a los fieles,
sustento al Inmutable. Por ello, los Amos se ensañaban especialmente con lo que
era capaz de crear Vida (y, por tanto, esperanza)… las hembras. El Dominio
tenía muchas leyes y normas de actuación para purificar a las distintas
especies que poblaban el Cosmos. Cada una era más odiosa y aborrecible que la
anterior. Pero en medio de toda aquella barbarie escrita, había un capítulo entero,
creado específicamente para "tratar" a las hembras, en especial a las
de las diversas especies sintientes. Estaba lleno a rebosar de horribles e
infames técnicas, espantosamente eficaces, para humillar, destruir y torturar a
sus víctimas. Una práctica que los Amos habían elevado a la categoría de
sórdido arte…
La única
nota positiva en todo ello era que a los Amos no les interesaban los
trabajadores inútiles y enfermos, por lo que controlaban estrictamente que los
guetos estuviesen limpios, bajo pena de muerte. También controlaban la
alimentación de sus siervos de forma que se mantuviesen aceptablemente
saludables y fuertes, para poder trabajar de forma eficaz durante el mayor
tiempo posible. Incluso les permitían cultivar pequeños huertos, pues el
planeta había perdido todo rastro de productividad alimentaria y los Amos eran
perfectamente conscientes de que la fruta y las verduras naturales evitaban
enfermedades y achaques. Al fin y al cabo, podían hacerlos sufrir lo indecible
con solo proponérselo. Y los esclavos enfermos no eran nada divertidos en los
espectáculos que se organizaban cada cierto tiempo. No luchaban con fuerza ni
soportaban la tortura mucho tiempo. De todos modos, en el caso particular de
Megger, en uno de los extremos más apartados del inmenso imperio del Supremo
Dominio, las estrictas normas del Credo se habían relajado un poco a lo largo
de los siglos, pues los Amos que allí habitaban, alejados de la influencia
directa de la Región Capital, se habían vuelto bastante apáticos. Se seguían
practicando las torturas, violaciones y ejecuciones por diversión, pero sólo de
forma esporádica y cuando el aburrimiento hastiaba a los Amos.
Por ello
habían permitido los huertos, más preocupados por el buen funcionamiento de la
actividad industrial que por las directrices religiosas y místicas del Credo.
Además, los huertos eran una excelente arma de control, pues constituían el
único entretenimiento al que los esclavos tenían derecho. Cualquier disidencia,
cualquier protesta, cualquier desobediencia suponía la exterminación de todos
los huertos de un gueto. Y la exterminación del rebelde y toda su familia de
forma lenta y sádica.
Todo
aquello cambió con la Liberación. Megger, además de un planeta industrial, era
también el Mundo Control del Dominio en la región. Allí estaba la capital
administrativa de aquel sector, que incluía Vian’har, Jurhan, Nader y varios sistemas
deshabitados. La rebelión empezó en Vian’har, pero el primer mundo en caer fue
Megger. Los esclavos, contra todo pronóstico, se levantaron todos a la vez en
el momento en que la palabra rebelión flotó en el aire.
Centenares
de millones de personas, todas al unísono, tomaron las fábricas, mataron a los
capataces y obligaron a los Amos a huir. La rebelión se fortaleció así con toda
la capacidad industrial de éstos, y se hizo imparable.
Los Amos,
tras decenas de siglos anclados en la indolencia y en la seguridad de sus
métodos, no pudieron hacer frente a la rebelión en Megger con la contundencia y
la celeridad de sus antecesores; los que sobrevivieron a la purga, tuvieron que
abandonar el planeta a toda prisa. Los esclavos, tras varios milenios
trabajando en las fábricas, habían aprendido muchísimas cosas de los Amos. Ya
no eran aquellos ignorantes campesinos y cazadores que habían sido conquistados
fácilmente siete mil años atrás. Entonces Megger era un mundo con una civilización
primitiva, apenas en la Edad de Bronce.
Pero tras
todos aquellos siglos, los meggios habían aprendido la tecnología de los Amos.
Discretamente, siempre a la espera de una oportunidad, con una tenacidad y
paciencia asombrosas, generación tras generación, los astutos meggios habían
descubierto que las “mágicas” capacidades de sus "dioses" conquistadores
no eran más que ciencia. Habían aprendido las matemáticas, la lectura, la
física, la química… Lentamente, durante siglos y de padres a hijos, el
Conocimiento había ido aumentando paulatinamente, enriqueciéndose,
diversificándose, asentándose...
A los ojos
de los Amos, los meggios no habían dejado de ser unos temerosos campesinos
ignorantes, unos palurdos incivilizados a los que, por lo menos, les habían dado
un cierto grado de dignidad manteniéndolos aceptablemente sanos y sacándolos de
la barbarie, listos para recibir la purificación de la Oscuridad. Y, por ello,
se habían relajado. Habían bajado la guardia, entregándose a sus juegos atroces
y sus obscenas diversiones, dejando de percibir a los esclavos más que como un
rebaño de bestias sin seso, puestos en el Universo para diversión y solaz de
sus Amos.
Sin
embargo, la dilatada paciencia de los meggios fue recompensada cuando
auténticos ríos de sangre de sus crueles verdugos anegaron las ciudades. Muy
pocos Amos lograron escapar de la limpieza de Megger. Y nunca volvieron.
*
—Desde que
conocí la historia de Megger—dijo Li, en el puesto de copiloto—siempre me he
preguntado cómo lograron sus habitantes conservar el secreto de sus
conocimientos sin que los Amos se enterasen. ¡Estamos hablando de siglos, milenios, de
discreción!
—¿Quieres
saber cómo?—Preguntó Luar con un brillo travieso en la mirada. Li entornó los
ojos, mirando a su amigo con suspicacia y expectación. Los demás presentes en
el puente miraron también a Luar con curiosidad.
—Pues sí,
me gustaría saberlo—admitió Li. —No aparece en ninguno de los libros que he
leído…
—Porque no
está en ningún libro. El sistema que los meggios usaron para burlar a los Amos
es secreto. Sabes que ellos, después de la brutalidad que experimentaron aquí,
en el Mundo Control, no son dados a revelar sus capacidades y sus habilidades.
Tuvieron milenios para entrenarse en ello. No quieren que ningún otro pueblo conozca
hasta dónde son ingeniosos e imaginativos, por si la historia vuelve a
repetirse.
—No
obstante, compartieron todo lo que sabían de los Amos con los rebeldes—objetó
Li. —Y con la Confederación después…
—Claro,
porque gracias a la Liberación se deshicieron de sus odiados verdugos—respondió Annevar, con expresión grave. —Creen estar en deuda con nosotros por ello. Y los meggios
siempre pagan sus deudas. Es gracias a ellos, como sabéis, que la Confederación
puede existir. Sin sus conocimientos de las industrias de los Amos, de su
tecnología, de su ciencia (a pesar de lo poco que en realidad la comprendemos),
la Confederación no sería viable. Y si los Amos no hubiesen destruido tantas de
sus instalaciones y de sus archivos antes de abandonar el planeta, aún estaríamos
mucho más avanzados. Pero, en fin, no podemos quejarnos de lo que pudimos
salvar, ¿no?
—A
nuestros ojos, no hay ninguna deuda—corrigió Luar, con media sonrisa. —Nosotros
no liberamos Megger para que nadie nos agradeciese nada. Iniciamos el
levantamiento en Megger porque queríamos aniquilar a los Amos y al Dominio.
Queríamos destruir de una vez y para siempre la barbarie que había arrasado
nuestros mundos durante milenios. Simplemente teníamos el mismo objetivo. Pero
los meggios son orgullosos y, como la rebelión de Vian’har fue el detonante, la
señal que llevaban siglos esperando, consideran que tienen una deuda eterna con
nosotros y por ello colaboramos estrechamente.
—Me parece
bien—comentó Klaus.
—Pero sigo
sin saber cómo lo hicieron para ocultar sus conocimientos a los Amos y pasarlos
de generación en generación—añadió Li, volviéndose hacia los mandos con
expresión resignada.
—El boca a
boca puede ser muy eficaz… —apuntó Erin. Annevar y Luar la miraron con un
brillo de diversión en la mirada, que no pasó desapercibido a la joven.
Entrecerró los ojos con suspicacia, apretando los labios. —¿Tenéis algo que
decir, vosotros dos?
Li, Mónica
y Klaus miraron interrogativamente a Erin. Y luego a los dos vianhios, que
sonreían.
Por fin,
Luar se decidió a hablar.
—La
tradición oral es eficaz, sí… siempre y cuando un pueblo no esté
permanentemente expuesto a matanzas aleatorias, indiscriminadas y
constantes—explicó Luar, de forma deliberadamente lenta. —Así que nuestros
astutos amigos idearon otro sistema, tomando lo que tenían a mano. Obviamente,
no podían desarrollar ningún tipo de escritura reconocible, pues los Amos
debían seguir considerándoles unos palurdos ignorantes. Y, además, poseían
tecnologías suficientemente desarrolladas para descifrar cualquier escritura.
—Entonces…
—inquirió, impaciente, Erin.
—Pues
usaron algo que a nadie se nos habría ocurrido, algo que pasaba completamente
desapercibido y que no levantó jamás la menor sospecha... —Luar se detuvo aquí,
esperando una pregunta, sonriente.
—¿Y
bien?—preguntó Erin, apenas unos instantes después, visiblemente impaciente. No
le gustaban para nada los rodeos. Luar aún aguantó unos segundos más la
postura, antes de decirlo, con un gesto de indiferencia.
—Pues
usaron los huertos…
—¿¡Los
huertos…!?—exclamaron, incrédulos, los cuatro humanos. Annevar sonreía
divertido por el asombro de sus amigos.
—Sí,
—afirmó Luar—codificaron todos sus conocimientos de los Amos en sus huertos…
*
Vyla emitió un aviso y todos volvieron sus miradas hacia
proa. Megger ocupaba en ese momento un décimo del campo visual en los
ventanales del puente. Observaron aquel maltratado mundo en silencio durante
unos minutos.
El antaño
verde y exhuberante planeta, presenta ahora tan sólo polvorientos tonos ocres y
terrosos; enormes formas geométricas grises claras y oscuras tachonan toda la
superficie emergida.
No
obstante, el aspecto actual es mucho mejor que el que los Amos dejaron tras la
Liberación. Tras más de cinco décadas de intenso trabajo medioambiental, del
esfuerzo de la más avanzada Ingeniería Planetaria y de la mejor tecnología,
Megger ha perdido la sempiterna neblina ocre que lo había envuelto durante casi
siete mil años. Un smog nauseabundo y asfixiante, producido por millones de
fábricas, que sólo dejaba llegar una versión enfermiza y pálida de la rutilante
luz de Rilya.
Ahora, en
cambio, los océanos exhiben un tono azul profundo, que vira a un hermoso
abanico de turquesas y celestes cerca de las costas; aquí y allá, los antiguos
desiertos de desechos y las vastas llanuras de hormigón van siendo
paulatinamente sustituidos por las manchas verdes de los bosques jóvenes, a los
que se añaden miles de nuevos retoños cada semana; las nubes que circulaban
perezosamente por la atmósfera ya no son pardas o negruzcas, sino de un blanco
inmaculado.
Lentamente,
paso a paso, el planeta va recuperando su antiguo aspecto... pero no su antiguo
ecosistema. Apenas quedaban unos cuantos ejemplares dispersos y enfermos de las
plantas originales cuando se empezó a recuperar el planeta. Pero las plantas
con las que se están repoblando la superficie, traídas de los restantes mundos
de la Confederación, algunas incluso de las supervivientes de la Tierra, tras ser convenientemente adaptadas, se aclimatan
extraordinariamente bien a su nuevo entorno, libre de competidores y de
depredadores.
Sólo
cuatro especies de animales vertebrados terrestres han sobrevivido a la
extinción tras la conquista del planeta, bien por su adaptabilidad, bien porque
los Amos los consideraron excelentes para sus espectáculos. Aún así, tras
milenios de "civilización" y domesticación, ya no queda en ellos el
menor rastro de su antiguo instinto salvaje.
Los
invertebrados, pequeños, adaptables y prolíficos, lo han tenido mejor, pues
millones de ellos habían hecho de los vertederos su hogar, y ahora se adaptan
de nuevo a los bosques, praderas y campos.
En cuanto
a la vida marina, aún a pesar de la severa polución de los océanos, los
resultados son bastante buenos, pues ha sobrevivido aproximadamente el treinta
por ciento de la biodiversidad original.
Todo ello
forma un panorama alentador para la recuperación biológica de Megger. Los
Ingenieros Planetarios de la Confederación calculan que, si se mantiene el
mismo tesón y esfuerzo, en poco más de dos siglos el planeta habrá recuperado
prácticamente su antiguo esplendor.
*
—Bueno,
Luar... ¿Vas a explicarnos eso de los huertos o no?—Todas las miradas se
fijaron en el vianhio.
—¿Qué te
hace pensar que sé cómo lo hicieron?—dijo él, suavemente.
—¡Oh,
vamos!—exclamó Erin sonriendo, con un teatral gesto de exasperación. —Como
si tus ojos no estuviesen gritando que mientes…
Todos los
presentes sonrieron quedamente. Luar no tuvo más remedio que levantar las
palmas de las manos en señal de rendición. Tomó asiento.
—Bien…—comenzó.
—No conozco todos los detalles, pues como os he comentado, los meggios son muy
recelosos con sus secretos, y más con éste. Pero al parecer idearon un sistema
de codificación tan sencillo y, a la vez, críptico, que es casi totalmente
imposible de descifrar, sobre todo si no se sabe que está ahí.
"Los
Amos tenían sistemas informáticos tan avanzados que, virtualmente, podrían
traducir y descifrar cualquier tipo de escritura y lenguaje… pero la
codificación de conocimiento que llevaron a cabo los meggios NO ERA un
lenguaje. Los huertos describían experiencias con un simbolismo alegórico,
mezclado con inserciones culturales, vivencias y entidades mitológicas de su
antiguo folklore.
—O sea,
que eran… —empezó a decir Li, tras unos segundos de reflexión.
—Sí. Eran
cuentos. Cuentos populares escritos en la tierra con frutas y verduras—confirmó
Luar.
—Y si eran
cuentos… ¿cómo podían insertar datos puros, como fórmulas matemáticas, datos
químicos, descripciones tecnológicas...? —preguntó Mónica.
—No está
claro. Pero, por lo poco que han dejado traslucir nuestros amigos de ahí
abajo—explicó Luar, señalando con el pulgar a su espalda—, al parecer había uno
o dos niveles de codificación pura bajo los cuentos/huertos. Quizá el número de
surcos en tal parcela en tal dirección. O el número, o disposición y tipo de
las plantas criadas… a saber. La cuestión es que nadie, aún sabiendo que la
codificación existe, ha logrado descifrarlo.
—Me
recuerda a una vieja película bélica del siglo XX—apuntó Klaus. —Se llamaba
"Windtalkers",
"hablantes del viento", basada en hechos reales. En la Segunda Guerra
Mundial, los Marines de Estados Unidos inventaron un sistema de comunicación
por radio que era completamente indescifrable. Se basaba en el idioma de los
indios navajos, que carecía de versión escrita. Se les daban órdenes, y los
operadores navajos las traducían a su idioma según un código convenido, que era
escuchado por otro navajo en otro comando. Así se podían comunicar por radio de
forma abierta sin temor al desciframiento de sus mensajes.
—¿Cómo
funcionaba?—quiso saber Luar, vivamente interesado.
—Bueno…
por ejemplo, a un tanque lo llamaban "tortuga"… ¿sabes qué es una
tortuga, no?—Luar asintió. —No recuerdo mucho de la película, la vi sólo una
vez hace mucho tiempo. Cosas así, otorgaban nombres de animales, lugares,
tradiciones y costumbres de su tribu de las llanuras a las unidades enemigas,
lugares de bombardeos y demás.
—Sí, se
parece sorprendentemente a lo creado por los meggios—corroboró Luar.
Un aviso
acústico sonó en el puente de mando. Estaban a punto de atravesar la órbita
geoestacionaria de Megger, a unos 44.000 kilómetros de distancia de la superficie. Había que
seguir la ruta de aproximación para evitar colisiones con los numerosos
satélites e instalaciones que allí orbitaban
—Vyla—dijo Mónica. Sonó un tono musical
de confirmación. —Sigue la ruta de aproximación orbital transmitida desde
Control de Vuelo, por favor.
—Confirmado.
¿Destino exacto?—pidió la navicomputadora, con su lánguida voz femenina.
—Anillo de
Megger, hangar principal del Nodo 4.
—Entendido.
Estableciendo coordenadas. Siguiendo ruta de vuelo.
Mónica no acostumbraba a hablar con Vyla, normalmente le pasaba parámetros o peticiones por teclado o pantalla, o pilotaba ella misma. Los demás sí que solían darle órdenes o pedirle acciones de viva voz, a las que ella respondía solícita. Pero Mónica, paradójicamente, se sentía un poco extraña hablando con una computadora. Le sabía... mal... ordenar algo de viva voz a una entidad que ella relacionaba con algo inteligente, pero que debía obedecerla sin conciencia ni decisión. Le sonaba a esclavitud. Para ella era mucho más fácil relacionarse con Vyla como con cualquier ordenador, de una forma impersonal mediante formas no vocales, para no ser así tan consciente de la inteligencia que existía "atrapada" en los bancos de la computadora. Aún así, de vez en cuando, involuntariamente hablaba con ella.
Bajo el mando de Vyla, la Elcano escoró suavemente a babor y
hundió la proa, siguiendo dócil la ruta virtual que la llevaría hasta el increíble
anillo orbital de Megger, que empezaba a verse como una fina línea centelleante
y oscura sobre el disco creciente del planeta.
*
Muchas
veces lo habían visto, todos ellos, pero nunca dejaba de impresionar su
magnitud.
El Anillo
de Megger, aún inacabado como está, es la estructura artificial más
sorprendente (además del terraformador Zeus y la fábrica de cristales de control Nerilnia) y de mayor tamaño nunca documentada.
Durante
siglos, los Amos habían invertido cientos de millones de toneladas de recursos
del planeta, y millones de esclavos, en la construcción de una estación anular
orbital que rodease por completo el ecuador de Megger, a una altitud de seiscientos kilómetros. La idea original, según contaron los meggios, había sido
construirlo en la órbita geoestacionaria. Pero los cálculos, incluso los más
conservadores, demostraron que prácticamente habría que desmontar medio planeta para una obra tan titánica. Los Amos, eminentemente prácticos, no
pensaban derrochar todos los recursos de un planeta tan rico en una estructura
que no aportase nada más concreto.
En cambio,
en su actual órbita no sólo es mucho más accesible y pequeño, sino que se
beneficia de estar sumido en la ionosfera inferior del planeta, con lo cual
posee un suministro casi ilimitado de energía para operar sus sistemas, sin
necesidad de sistemas de potencia adicionales.
Dada la
sorprendente riqueza mineral de Megger y sus lunas troyanas (y de todo el sistema, en general), numerosas naves de carga del Dominio venían
aquí a recoger mercancía, tanto materia prima como manufacturada, para los
distintos mundos del Sector, a fin de alimentar la poderosa infraestructura
tecnológica del Dominio y su expansión por la Galaxia.
La mayor
parte del trabajo la habían realizado (y continúan realizándolo) grandes
máquinas robóticas, tendiendo millones de kilómetros de cables de nanotubo
desde ocho nodos orbitales, que actuaban como base y estación. Estos nodos
habían sido construidos en tierra y elevados por módulos hasta su órbita
definitiva. Desde allí, las máquinas de construcción habían tendido los cables
de nodo a nodo, y usándolos como andamiaje, iban construyendo módulo tras
módulo a fin de crear una única y sólida estructura anular completa.
Dentro de
los módulos, una vez presurizados, los esclavos, por millones, se dedicaban a
dividir los espacios interiores, instalar todos los equipos necesarios de
soporte vital, energía y demás sistemas, y acumular las mercancías que llegaban
con los transbordadores.
La
intención de los Amos al construir el anillo era la de optimizar los tiempos.
Un carguero antariano, dado su enorme tamaño, no podía aterrizar muchas veces
en la superficie de un planeta sin requerir costosos y largos mantenimientos y
reparaciones. Y menos en uno con un pozo gravitatorio tan intenso como el de Megger. Rellenar sus cavernosas bodegas con transbordadores era una
tarea que podía requerir muchos días. Pero
si la mercancía ya estaba en órbita, convenientemente empaquetada, en apenas un
día se podía cargar por completo una de aquellas pesadas y titánicas naves.
Dejar los contenedores en órbita sin más protección era arriesgado, y mantener
grandes estaciones de carga en órbita baja venía a ser más de lo mismo que con el asunto de
los cargueros.
Por ello,
decidieron que una estructura anular se mantendría en equilibrio orbital por sí
misma, podría albergar en su interior gigantescos almacenes de contenedores y
aceleraría muchísimo las operaciones de carga, ya que la mercancía subiría y bajaría con plataformas de ascensores dentro de los pilares de sujección. Obviamente, sabían que, incluso
con su avanzada tecnología, era un proyecto a siglos vista, pero no les
importaba en absoluto.
Como
curiosidad, debido a que el Anillo rodea por completo el ecuador del planeta,
rota a la misma velocidad que éste al encontrarse en equilibrio gravitatorio.
Cuando se empezó a construir, los Nodos estaban desconectados entre sí y, por
tanto, debían mantener una elevada velocidad orbital para no precipitarse de
nuevo a la superficie. Pero, una vez que los cables de la estructura los
interconectaron por completo, y el campo de tensión solitón convirtió esos cables en un anillo rígido, se procedió a frenarlos paulatinamente hasta
mantenerse geoestacionarios pese a la baja altitud.
Actualmente,
el Anillo de Megger está terminado en un cuarenta y nueve por ciento, y
construido en un setenta y dos por ciento. Es decir, que el área presurizada es
de casi la mitad de la masa final total, con un veinte por ciento más de
módulos a medio construir pero abiertos al espacio. Y casi la tercera parte aún
consta tan sólo del andamiaje de cables. El ritmo de construcción ha caído
notablemente, pues los titánicos almacenes del Anillo son dos o tres órdenes de
magnitud mayores de lo que la Confederación, en su conjunto, puede necesitar.
Además, la mayoría de los recursos técnicos e industriales se están usando en
recuperar la biosfera de Megger. Un puñado de naves pasan el año remolcando
pequeños asteroides, para alimentar a las máquinas constructoras orbitales que
continúan incansablemente con su tarea.
La
tecnología de construcción con carbono que trajeron los humanos, y que permitió
la creación de la Nueva Esperanza en
la Tierra, está siendo muy útil en
las obras del Anillo, pues el carbono es mucho más abundante que los metales y
compuestos que se habían usado hasta ahora en su construcción, y se puede
obtener sin maltratar la superficie ni el ecosistema. De hecho, el Sistema
Tilán posee un planeta igual que Venus, cuya atmósfera
saturada de dióxido de carbono es la fuente principal de materia para la
construcción del Anillo.
*
Como
reprogramar las máquinas constructoras a otro diseño habría sido una tarea de
años, y una segura fuente de fallos y errores, se las había dejado seguir con
su desagradable proyecto original. Los Amos, siguiendo las directrices del
Credo, dotaban a todas sus construcciones de un aspecto siniestro, atemorizante
y hostil. Incluso los lujosos edificios de la superficie, con su aspecto negro
y monolítico, transmitían desasosiego y desesperanza. El Anillo no es una
excepción, y los módulos, con un diseño exterior anguloso, industrial y severo parecen de todo menos acogedores. Pero la construcción con carbono, con su suave
color gris aluminio y su apariencia ligera, contrasta agradablemente con el
metal negro, pesado y mate de los módulos anteriores. En un intento por
suavizar el aspecto del Anillo, miles de robots aracnoformes recorren la
inmensa superficie construida pintando los módulos negros con un color similar
al de los módulos de carbono. Pero, dada la magnitud de su tarea, tardarán al
menos veinte o treinta años más en completarla.
Si el
aspecto de los módulos no es agradable, el de los nodos es aún peor.
Angulosos, puntiagudos, erizados de proyecciones y excrecencias metálicas,
bordes afilados… parecen salidos de una mente enferma y sádica. De hecho, han salido de mentes enfermas y
sádicas.
Las
entradas de los hangares, en lugar del diseño cuadrangular y funcional de las
construcciones confederadas, parecen bocas dispuestas a triturar las naves que
osen entrar en sus fauces. Las entradas son amplias y cómodas (los Amos no
querían daños ni accidentes), pero los ángulos y las proyecciones daban la
impresión de estar a punto de cerrarse sobre la Elcano. A Mónica le ponían nerviosa, y entró en el hangar con un
escalofrío de aprensión subiéndole por la espalda.
Una vez
dentro del vasto hangar, mucho mayor que D9, que podía albergar con total
comodidad varios cientos de naves como la Elcano,
el ominoso diseño antariano quedaba desdibujado y lejano por la actividad, los
colores, los vehículos y las naves de la Confederación. De hecho, los tonos
oscuros y los ángulos hostiles de la construcción hacían resaltar
agradablemente los colores vivos y claros de las naves y estructuras
confederadas, y sus diseños fluidos y geométricos. En cinco minutos, uno se
olvidaba del siniestro fondo y sólo veía las formas familiares.
Una
batería de rayos de tracción se movía por carriles metálicos en el techo. El
sistema automático se hizo cargo de la Elcano,
el caza de Naler y la nave arruinada de su difunto hermano, llevando a las tres
embarcaciones suspendidas sobre el suelo, hasta su plataforma asignada, a
varios cientos de metros de la entrada del hangar. Las dejaron en ingravidez
sobre su lugar y se marcharon a cumplir con otra tarea en algún lugar del
inmenso espacio. La Elcano y el caza
extendieron sus trenes de aterrizaje, mientras la gravedad artificial de la
plataforma bajo ellas se activaba, atrayéndolas suavemente hasta que
descansaron sobre sus propios apoyos. La nave destrozada cayó lentamente hasta
descansar sobre un costado. La gravedad subió hasta su valor normal y pudieron
bajar de las naves.
Avisados
con antelación, un comité de bienvenida, en su mayor parte meggios, vino a
darles la bienvenida, y a hacerse cargo de sus naves y del cuerpo de Selar.
Esto último lo hicieron con enorme ternura y exquisito cuidado y respeto. Naler
no pudo por menos que estarles infinitamente agradecido.
—La
tripulación de la famosa Elcano, sin
duda—saludó el responsable del comité, un meggio mayor y de modales suaves y
educados. —Ustedes deben ser Mónica Llanos y Li Wong, los descubridores del
sorprendente Fénix.—Miró más atrás.
—¡Ah! Mi amigo Luar, y su joven discípulo Annevar. Qué gran placer veros de
nuevo—saludó, abrazándolos efusivamente.—A ellos no tengo el honor de
conocerles…
—Son Erin
Stevens y Klaus Müller, nuestros amigos y expertos tripulantes fijos de la Elcano... Y novios—dijo Mónica,
acercándose al meggio como una conspiradora y guiñándole un ojo. Erin se puso
en jarras, seria y con la cabeza ladeada y Klaus se rió estruendosamente. —Por
cierto, entre amigos nos podemos tutear. —El meggio sonrió ampliamente.
—Por
supuesto. Yo soy Illu Davelorja, responsable de éste humilde comité y director
de operaciones de éste hangar—hizo una reverencia meggia, consistente en doblar
el cuerpo hacia la derecha con los brazos cruzados a la espalda. Acto seguido,
familiarizado con las costumbres humanas, les dio la mano a todos. —Sabía de la singular belleza de muchas mujeres humanas, pero nada me había
preparado para tal despliegue de hermosura—sonrió, dirigiéndose a Mónica y
Erin. Ellas se ruborizaron y se rieron alegremente.
—Gracias
por su atención con mi hermano—dijo Naler con un hilo de voz, acercándose a sus
amigos por primera vez desde el aterrizaje, cuando los meggios se llevaron sus
restos mortales. Illu lo saludó con otra reverencia, ésta vez hacia la
izquierda y con las palmas de las manos unidas a la altura del corazón. Ésta
era una reverencia que los meggios sólo usaban cuando había difuntos de por
medio, una forma de respeto y consideración especial. Los ojos de Naler
brillaron de agradecimiento.
—Por
favor, seguidme, que buscaremos un lugar más cómodo para charlar. Además,
tenemos una sorpresa esperando a Mónica y Li, que creo que será de vuestro entero
agrado.
—¿Una
sorpresa? ¿Qué…?—empezó Mónica. Pero Illu la acalló con un suave gesto de la
mano y una sonrisa traviesa.
Aunque los
había visto muchas veces, los meggios siempre sorprendían a Mónica. Ninguno de
ellos pasaba del metro cincuenta de altura, estilizados y enérgicos. Sus
cráneos levemente alargados, sus narices anchas y chatas y sus pequeños ojos
oscuros les daban un aspecto un poco cómico. Sus extremidades eran delgadas,
pero muy ágiles y fuertes, con cuatro dedos en cada mano y dos pulgares
oponibles, y grandes pies callosos tridáctilos, que normalmente llevaban
descalzos. Lo más curioso, sin embargo, era el suave plumón de diversos tonos y patrones de color
que cubría sus cuerpos, con grandes plumas blandas, largas y estrechas, en la cabeza, que colgaban a
modo de cabellera. Como descendían de un antepasado aviano, pero no volador, sus
ancestros evolutivos habían "elegido" las plumas en lugar del pelo,
las escamas o cualquier otra estructura protectora para su piel. Y no, ya no
tenían el pico de sus lejanos ancestros, sino una boca muy parecida a la de cualquier otra especie antropoide,
aunque su dentadura estaba más especializada en el consumo de vegetales.
Subieron a
un vehículo plataforma con asientos para cincuenta pasajeros, y partieron hacia
el fondo del hangar, en dirección al vasto módulo habitable de la izquierda del
Nodo 4. Mientras, los equipos de mantenimiento se hacían cargo de la Elcano y del Ereun. Illu ya había dispuesto que se reparase la placa de control
del rayo de tracción averiada.
Estar en el Anillo era muy cómodo, pues todo
él (excepto las partes aún por construir) estaba equipado con
bioneutralizadores, lo cual permitía andar por todas partes sin las engorrosas
máscaras y trajes protectores. Los Amos no iban a usar máscaras, por supuesto,
y equipar con trajes de bioseguridad a todos aquellos millones de esclavos que
habían trabajado construyendo el Anillo, hubiese sido un desperdicio de tiempo
y recursos, además de un engorro logístico. Como tenían la tecnología de
bioneutralización, les fue mucho más cómodo y productivo instalar los aparatos.
Y ello había sido una bendición para las múltiples especies que ahora usaban el
Anillo de Megger.
El módulo
de habitabilidad en el que entraron no era de tipo habitacional, con sus
inacabables avenidas rodeadas de viviendas, sino de tipo invernadero. Con casi
un kilómetro de alto y ancho, y veinte kilómetros de longitud, dividido en
cinco plataformas rebosantes de vegetación y hermosos bosques, era un auténtico
paraíso flotante. Se habían retirado varios cientos de paneles metálicos opacos
del casco exterior y habían sido sustituidos por cristales polarizados de policarbonato, con lo que la luz del sol entraba a raudales y la sensación de
amplitud era aun mayor.
Ríos,
lagos, cascadas y fuentes festoneaban los bosques, repletos de fauna. Había
unos cien módulos de éstos repartidos por la parte construida del Anillo. El
diseño original antariano no los contemplaba, pues en realidad eran enormes
almacenes de contenedores, o astilleros, o hangares gigantes. Pero tras la Liberación, y con el propósito de
recuperar la biosfera de Megger, se modificaron para albergar la flora y fauna
que, tras su proceso de cría y adaptación, serían "sembrados" en la
superficie. Además, se conseguía así un entorno natural agradable y relajante
(y aire fresco de verdad) en la, por otro lado, inmensa y agobiante
artificialidad del Anillo.
El
fragante aire del gigantesco invernadero inundó las fosas nasales de todos
ellos, que inspiraron con avidez. Uno no se daba cuenta de lo metálico y
artificial que era el aire que se respiraba en la nave o en el hangar, hasta
que el aroma a atmósfera natural te golpeaba como un mazo.
Bajaron
del vehículo en la plataforma inferior, y, guiados por Illu, se dirigieron
hacia un pequeño lago a su derecha. Allí, de la mano de los padres de Mónica,
sonriente y saltarina, estaba Alexia.
La niña se
soltó de las manos y corrió hacia su madre, a toda la velocidad que sus
piernecitas de tres años le permitían. Mónica se arrodilló y la niña se
abalanzó sobre ella, fundiéndose ambas en un tierno abrazo. Li también se
arrodilló y las abrazó a las dos, cubriendo de besos la cálida cabecita de la
pequeña.
Un poco
más allá, había un nutrido grupo de vianhios en actitud reservada. Luar informó
quedamente a los demás que se trataba de la familia de Naler, que habían venido
a hacerse cargo de los restos mortales de Selar.
—¿Y por
qué han venido hasta aquí? ¿No lo van a enterrar en Vian'har?—preguntó con
curiosidad Erin.
—No, en
absoluto—respondió Luar. —Nosotros no enterramos a los muertos, sino que los
incineramos y esparcimos sus cenizas en el bosque más cercano, o las enterramos al pie de un hermoso árbol. Es una forma de
contribuir al ciclo vital. Y, como el bosque más cercano es éste…
—Ya veo…
entre los nuestros también está muy extendida la costumbre de la incineración y
liberación de cenizas, más desde que perdimos la Tierra—comentó Erin.
—Y entre
los nuestros—apuntó Illu—la costumbre ancestral es enterrar a los muertos en
posición fetal dentro de una bolsa de tela natural, y depositar sobre su pecho
la semilla de un árbol. Muchos de los nuevos árboles de Megger han crecido así.
Y muchos de éstos—dijo, haciendo un gesto amplio con su mano.
—Entonces,
¿esto es un cementerio?—preguntó Erin con los ojos muy abiertos.
—No—negó
Illu con la cabeza. —Esto es Vida.
*
Naler
acercó la antorcha a la pira de madera, al mismo tiempo que sus padres. La
madera muy seca crepitó y, en apenas unos minutos, las llamas se alzaban altas
y rojas, devorando implacables la pira y el cuerpo reseco de Selar. La madera
apenas emitía humo, y el poco que se elevaba en el inmenso espacio fue
rápidamente absorbido por los sistemas de ventilación. El sistema antiincendios
había sido levemente modificado en aquella sección para que no saltase.
Normalmente, nadie habría podido hacer un fuego así en el módulo invernadero.
Pero, dada lo insólito de la situación, los meggios habían tenido la inmensa
amabilidad de aceptar las costumbres funerarias vianhias.
El
pintoresco grupo de gente, de tres planetas distintos, observaba las hipnóticas
llamas en un silencio respetuoso, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
Apenas media hora después sólo quedaban cenizas y brasas. Los vianhios las
extendieron para que se enfriasen, rociándolas con agua pulverizada. Cuando
estuvieron lo suficientemente frías para poderlas manipular, las metieron
cuidadosamente en un recipiente y, a la sombra de un enorme y majestuoso araganio, un árbol meggio de hojas tan grandes como una persona,
las enterraron delicadamente.
"Ceniza a las cenizas", pensó Mónica, abrazada a Li.
Al poco,
dejando atrás a los vianhios, humanos y meggios se fueron retirando, cada uno a
atender sus propias obligaciones. Illu puso a disposición de la tripulación de
la Elcano una casita meggia de una
pequeña sección residencial dentro del módulo invernadero, en la tercera
plataforma, al lado de una hermosa laguna rodeada por altos árboles. Erin y
Klaus tomaron posesión de una de las cuatro habitaciones, y Mónica y Li de
otra, ambas con un aseo completo.
La
construcción meggia era igual de singular que sus dueños. No había ángulos
rectos, sino líneas redondeadas y fluidas, con puertas y ventanas redondas.
Siempre construían con materiales naturales, como piedra y madera, con paredes
exteriores robustas y techos altos. El salón circular ocupaba el centro de la
vivienda, rodeado por un pasillo también circular del que irradiaban todas las
demás estancias. Las tabiquerías interiores no llegaban al techo, para dar
sensación de amplitud y para que el aire y la climatización circulasen de forma
óptima. Eran vivienda muy cómodas… en cuanto uno se acostumbraba al pequeño
tamaño de los meggios, pues todo estaba hecho a su escala.
Mónica y
Erin se sentaron en el confortable y mullido asiento circular del centro del
salón, frente al hogar, apagado en aquel momento, con Alexia entre ellas.
Mónica acariciaba el cabello de la pequeña, que estaba inusualmente tranquila.
Erin la miraba con un leve brillo de envidia en los ojos, mientras sostenía la
cálida manita de la niña en su propia mano.
—Ha sido
muy emotivo… el funeral, quiero decir—dijo la joven.
—Sí, lo ha
sido. Después de lo que nos dijo Luar acerca del duelo de los de su
pueblo—respondió Mónica pensativa—y sus problemas con su órgano empático en
esas situaciones, estoy preocupada por Naler. Debe haber sido muy duro para él.
Para todos ellos. Quisiera saber cómo se encuentra…
—Dejémosle
descansar y serenarse, y mañana iremos a verle. Será lo mejor. A mí,
particularmente, aún se me pone el vello de punta al pensar que estos hermosos
bosques están plantados sobre cadáveres… —Se estremeció ligeramente.
—Bah,
Erin… Todos los ecosistemas se
asientan sobre cadáveres. Y, puestos a pisar un cementerio, prefiero uno de
éste tipo, en el que se puede respirar nueva y floreciente vida, que un reducto
deprimente rodeado de muros como los de algunos de nuestros antepasados… o como
el cementerio de la Colonia, esa sucesión de nichos excavados en la roca, por
mucho jardín y mucha luz que tenga. El día que muera, me gustaría descansar
así, dando vida a otro ser vivo, algo tan hermoso y longevo como un árbol. Y
que mis nietos puedan columpiarse y trepar por sus ramas. De algún modo, así
siempre quedaría algo de nosotros, no una simple losa tapando un agujero en la tierra, o en un nicho, o unas cenizas esparcidas al viento…
—Dicho así… sí, es más agradable esta opción.
—Sí, creo que sí.
Tras unos momentos en silencio, Erin suspiró. Pareció ir a decir algo, pero se contuvo. Mónica lo percibió.
—Venga, va, suéltalo.
—Es que... no es el momento y...
—Tonterías. Va. Dímelo.
Erin se quedó un momento mirando al apagado hogar, entrelazando sus dedos con los de la pequeña manita de la niña.
—Es que hay algo que no me quito de la cabeza, desde que recuperamos la nave de Selar. Algo que no me cuadra en absoluto y para lo que no tengo explicación—frunció el ceño.
—¿Y qué és?—preguntó Mónica, haciendo remolinos con un mechón del pelo de Alexia.
—Esa nave no debía estar ahí. Quiero decir: es imposible que esa nave estuviese dónde la encontramos. —Miró a Mónica a los ojos, expectante. Ella no pareció darse cuenta de lo que la joven le quería decir. Erin alzó las cejas y la miró aún más inquisitivamente.
—No sé qué quieres decirme, no me sigas mirando así. ¿A qué te refieres con que esa nave no debía—su voz se fue apagando conforme la comprensión empezaba a filtrarse en su mente—estar allí..?
Erin asintió con la cabeza. Alexia canturreaba en voz baja, dejándose mimar por las dos chicas.
—Tienes razón...—susurró Mónica con los ojos abiertos como platos—. La nave de Selar se perdió en la Barrera hará unos diez o doce años. Whania Rum mide dos años luz y medio. La máxima velocidad que esa nave podría haber alcanzado es de unos doscientos cincuenta mil kilómetros por hora... —Calló un momento, calculando mentalmente.
—Exacto—continuó Erin, mirándola con la cabeza un poco ladeada y expresión curiosa—. La encontramos casi a la salida de Whania Rum, a unos diez días luz del final del túnel. En esas condiciones, la nave de Selar debería haber tardado en llegar...
—... debería haber tardado en llegar más de diez mil quinientos AÑOS, siglo arriba o abajo...—completó Mónica, estupefacta.
Las dos mujeres se quedaron en silencio, anonadadas por el enorme misterio que acababan de descubrir.
Alexia las miró a ambas y calló, sumida en sus propias e infantiles cavilaciones.
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