(CONTINUACIÓN DE "DOS AÑOS EMOCIONANTES (1)")
Dos días
después, revisadas y repostadas, la Elcano,
junto con las naves exploradoras gemelas Magallanes
y Livingstone, partían de D-9, cada
una con un rumbo distinto, en busca de más criaturas espaciales. Estarían fuera
de la Colonia un máximo de un par de semanas.
Alexia se
había quedado con los padres de Mónica y con la madre de Li. La joven estaba
empezando a plantearse el dejar por un tiempo la Flota. No soportaba estar
lejos de su hija tanto tiempo. Pero la búsqueda que llevaban a cabo era
enormemente estimulante. No podía resistirse. Aún así, su corazón dividido
tiraba cada vez más fuerte hacia el lado de Alexia.
“Uno o dos años sabáticos, todo el día con
ella, serían algo perfecto…”, pensó, mientras pilotaba para salir del
cinturón de asteroides. “De todos modos,
puedo seguir pilotando, haciendo pequeñas tareas. Pero en casa cada día, con mi
niña. Además, la nave estará en buenas manos. Li, Klaus y Erin son muy buenos
pilotos”
Maniobró
para seguir la ruta de navegación que había trazado y, al poco, se encontró
libre de obstáculos. El espacio se abría diáfano a proa, invitador y estimulante.
“Bueno, pues está decidido. Tras esta misión,
cuelgo el traje por un tiempo. No quiero estar lejos de mi niña…”
Satisfecha
consigo misma por la decisión tomada, aunque con una punzada de desasosiego por
dejar de volar en su querida nave, se irguió en el asiento y agarró los mandos
con firmeza. Sus bellos ojos brillaban de resolución.
En aquel
momento cayó en la cuenta de que no había hablado con el médico sobre los análisis
genéticos de la niña. Arrugó los labios, fastidiada.
“En fin, ahora ya es tarde para eso. Tendrá
que esperar a la vuelta… Entonces tendré tiempo para todo lo que tenga que
hacer…”
Pero el
Destino, siempre insondable, tenía otros planes. Planes que la implicaban hasta
mucho más allá de lo que pudiese imaginar, y que no incluían que ella dejase de
volar durante los próximos años. Planes que afectaban también, de manera
directa, a Alexia.
*
La Elcano estacionó en el área designada, a
la espera de recibir permiso para aterrizar. Tenía aún para una media hora de
espera por el intenso tráfico de ese día. Mónica tenía unas ganas locas de
volver a casa, para ver a Alexia. La misión de búsqueda, que tenía una duración
prevista de unas dos semanas, se había alargado considerablemente. En ese
momento hacía treinta y ocho días que dejaron la Colonia. La Livingstone y la Magallanes ni siquiera estaban de regreso.
Por
tanto, ver la gran compuerta de D-9 allí mismo, abierta e invitadora, pero
inalcanzable, la incomodó bastante. Así que dejó que el piloto automático
controlase la nave y se fue a revisar los datos recogidos a un lugar tranquilo,
donde no pudiese ver la puerta del inmenso hangar. Los demás estaban repartidos
por toda la nave, revisando sistemas o descansando en los camarotes. En aquella
ocasión la Elcano no contaba con la tripulación habitual, pues la constituían
Mónica, Li y cuatro jóvenes estudiantes. Erin y Klaus estaban haciendo, cada
uno por separado, cursos de formación. Claudia estaba ocupada con Cynthia y el
nelán. Luar y Annevar, ya habituales a bordo, tenían asuntos importantes en
Vian’har que les habían impedido acompañarlos. Los cuatro jóvenes, dos chicos y
dos chicas, se lo habían pasado genial en la misión y habían hecho valiosas aportaciones.
Caminó
hasta la estancia contigua al puente, que usaban como sala de estar, se
arrellanó en uno de los mullidos sofás, encendió su tableta y se puso a leer,
pensando en todo lo que habían vivido aquellas semanas.
La razón
de que la misión de exploración se hubiese alargado tanto era muy simple: grandes
manadas de seres espaciales, de múltiples especies distintas.
Podría
parecer extraño que, durante décadas, los vianhios apenas se hubiesen
encontrado algunos ejemplares esporádicos y ahora apareciesen por todas partes.
Pero la explicación también era muy simple: una vez que empezaron a buscarlas a
propósito, que sabían qué buscar y, sobre todo, dónde buscar, las criaturas
aparecieron a millares.
Las naves
acostumbraban a volar por el Hiperespacio de un punto a otro, siguiendo rutas
más o menos fijas. Y, como sus sensores no podían captar el espacio normal
desde allí, si se cruzaban con una manada de animales espaciales, ni siquiera
se daban cuenta.
En
cambio, las misiones de investigación se habían diseñado para cubrir pequeños
sectores, dando saltos muy cortos para ir de una sección a otra. Así se
exploraba exhaustivamente el entorno. Ante todo se centraban en sistemas
estelares con poca o ninguna presencia de civilizaciones y en las partes más
densas de las nebulosas cercanas. Aunque también se encontraron con algunas pequeñas manadas en lugares bastante conocidos y explorados, como los anillos del
sistema Boreas, los bordes exteriores del anillo protoplanetario de Keun Hal o
las cercanías de la estrella Astar, en Tekarum.
Los
sistemas casi inexplorados Karet 1 y Karet 2, cercanos a la frontera juranii,
resultaron bastante prometedores. Esos dos sistemas en realidad son uno, ya que
sus estrellas están relacionadas gravitatoriamente, aunque se encuentren
bastante alejadas entre sí. Poseen grandes discos de materia y planetas en
formación, pues son relativamente jóvenes. La navegación por ellos es
peligrosa, al menos para las naves, debido a la enorme cantidad de fragmentos,
planetoides y cometas que vuelan caóticamente por todas partes. Pero las
criaturas espaciales parecían sentirse muy cómodas y proliferaban notablemente.
En cambio,
la Magallanes, que fue la encargada
de investigar los sistemas Karet, lo había pasado bastante mal allí. Había
tenido que abandonar la región y viajar hasta el cercano sistema Male Bor, en
territorio juranii, para efectuar reparaciones debido a varios impactos. La
tripulación, por suerte, no corrió peligro. Quedó pendiente de investigar el
desconocido sistema Aal, que forma un triángulo con Morganyr y Karet. En cuanto
estuviese reparada, la Magallanes
proseguiría con su misión.
La Livingstone, por su parte, estaba
encargada de buscar formas de vida en los sistemas Keun Hal y Beradón, aunque
con resultados más modestos que la Magallanes,
como era de esperar.
Al
parecer, a las criaturas espaciales, al menos las de las especies que habían
encontrado (entre las que no habían visto ni un solo nelán), no les acababan de
gustar las naves. Unas huían y otras plantaban cara. Algunas, las menos,
sentían curiosidad y toleraban a aquellos extraños y voluminosos intrusos un
tiempo, hasta que se cansaban de verlos cerca y había que dejarlas en paz. Por
lo visto, podían sentir las rutas de las naves y los sistemas que más visitaban
y se mantenían a prudente distancia.
En cuanto
a la Elcano, su misión comprendía los
sistemas Boreas y Tekarum, así como una visita rápida al también inexplorado
sistema Ninrud, que no era visible desde Tekarum a causa de un saliente de la
Barrera.
Sus
resultados fueron casi tan buenos como los de la Magallanes, al menos en lo que a seres vivos se refiere, pues la Elcano no sufrió ningún percance.
Pero la
“rápida” visita a Ninrud se alargó casi tres semanas más de lo previsto. El
pequeño sistema estelar, compuesto por Barin, una estrella media blancoazulada de clasificación A1V, igual a Sirio, dos planetas casi gemelos de tipo “supertierra” y unos cuantos
anillos de asteroides, acogía cientos de especies, la mayoría de pequeño
tamaño.
Normalmente,
las naves no se adentraban solas en los sistemas inexplorados, pues, en caso de
tener problemas, tardarían mucho en recibir ayuda. El protocolo consistía en ir
en grupos de al menos tres naves, a distancia entre unas y otras. Los saltos
debían realizarse en secuencia, nunca antes de que la primera nave en saltar
transmitiese que todo iba bien. Exceptuando, claro está, alguna embarcación
tripulada por tipos a los que el calificativo de locos se les quedaba corto,
que se dedicaban a viajar por sectores desconocidos en busca de recursos,
aventuras o, la mayoría de las veces, problemas. Pero éstos no estaban sujetos
a las normas y procedimientos de la Flota, ya que sus naves les pertenecían,
bien por haberlas ganado por sus servicios, bien por haberlas construido ellos
mismos.
Por ello,
las misiones a Ninrud, Karet y Aal no habían seguido el procedimiento habitual.
Había pocas naves que cumpliesen los requisitos de diseño y equipamiento
necesarios para misiones de exploración. Las grandes naves militares, robustas
y potentes, también podían realizar vuelos de investigación, a pesar de no
disponer de los equipos y sensores necesarios para aquella tarea. Pero toda la
flota de combate, a excepción del Aries,
estaba repartida por varios sectores, protegiendo puntos clave debido al
reciente aumento de la actividad naderia.
Además de
la escasez de naves adecuadas, había otro gran motivo para que aquellos cuatro
sistemas, pese a encontrarse bastante cerca del territorio de la Confederación,
continuasen inexplorados después de casi cincuenta años. Hacía poco más de un
siglo que los vianhios se habían librado de los Amos pero, durante la
Esclavitud, no se había construido prácticamente ninguna infraestructura en su
mundo, pues sobrevivían en aldeas miserables formadas por chozas primitivas. Como
esclavos en las factorías, estaciones espaciales y astilleros, conocían en
parte la tecnología de los Amos, aunque tenían prohibido usarla para ellos.
Tras la Liberación, se hicieron con todo lo que los Amos abandonaron o no
pudieron destruir y se dedicaron por completo a levantar su civilización.
Durante décadas, los vianhios no se preocuparon por la exploración de otros
sistemas, pues bastante tenían con ocuparse de sí mismos.
En cuanto
a los humanos, construir la Colonia y adaptarse a la vida en el espacio habían
consumido una gran parte de los casi cincuenta años que llevaban en la Gran
Nebulosa, por lo que las exploraciones tampoco eran una prioridad, aunque
disponían de cuatro naves preparadas para ello: la Elcano,la Livingstone, la Magallanes y
la malograda James Cook. Pero durante los primeros años su
misión fue encontrar yacimientos, con los que poder construir la Colonia y las
naves de la Flota, cartografiar el espacio de la Confederación para navegar con
seguridad e investigar el Hiperespacio.
En los
últimos diez o doce años, en cambio, con la Flota ya consolidada y las ciudades
vianhias cada vez más equipadas y autosuficientes, la Confederación se había
volcado en la exploración. A las naves ya existentes se sumaron la Pizarro, la Marco Polo y la Francis Drake. En aquel momento, en el Argos
había otras tres naves de aquel tipo en diferentes fases de construcción. Por
supuesto, aún no tenían nombre oficial.
Así que,
cuando abandonaron Tekarum y pusieron rumbo a Ninrud, no tenían la menor idea
de qué podían encontrar. La única visita registrada a aquel sistema había sido
el rescate del Deyanira… pero claro,
aquello fue una carrera contrarreloj en el ambiente infernal de la atmósfera de
la estrella. Nadie dedicó ni un segundo a mirar a su alrededor para investigar,
pues la suerte del Deyanira y de la Elcano captó toda la atención. Por tanto
no se hizo el más mínimo registro del entorno.
Los datos
de los telescopios satélite indicaban que Ninrud era un sistema bastante simple y
despejado, al contrario que los dos Karet. En principio debía ser seguro volar
por él. Pero claro, sin una cartografía fiable, volaban casi a ciegas, sin
saber si, al salir de un salto, se toparían de frente con un asteroide
desconocido. Nara, una de las estudiantes, tuvo la idea de explorar el sistema
al revés, es decir, empezando por su estrella y saliendo hacia afuera. En las
cercanías de un sol no hay casi ningún objeto, pues la presión de su luz y del
viento solar lo alejan. Sólo algunos planetas soportan esa presión, pero un
planeta es perfectamente detectable.
Como
Ninrud sólo tiene dos planetas y el más cercano a su sol se encuentra a casi doscientos millones de kilómetros de distancia, no habría riesgo de
colisión. Así que aplicaron la idea de Nara y una vez abandonaron Tekarum, el
ordenador calculó el salto con precisión y la Elcano apareció a unos diez millones de kilómetros de la estrella.
A tan corta distancia, los escudos de la nave se tuvieron que emplear a fondo
para proteger a la tripulación de las radiaciones. Todas las ventanas tenían
los portillos blindados cerrados, pues la intensidad de la luz era tal que
podría abrasar cualquier objeto no metálico que hubiese en los camarotes. Sólo
se mantuvieron abiertos los del puente, ya que estaban preparados para ello y
podían oscurecerse a voluntad hasta volverse completamente opacos.
Con el
filtro solar, Barin se veía como una inmensa bola ígnea anaranjada de aspecto
sobrecogedor, palpitante sobre un fondo completamente negro. Una enorme
erupción sobre el limbo y los arqueados anillos de plasma de dos gigantescas
protuberancias se expandían con engañosa lentitud, siguiendo las líneas del
campo magnético de la estrella. Era un espectáculo bellísimo y elegante. La
fotosfera[1],
con su característico aspecto reticulado, burbujeaba bajo el influjo de las
titánicas corrientes convectivas de plasma bajo ella. Presentaba varias manchas
solares, como es habitual en todas las estrellas vivas. Un cometa de tipo
Kreutz[2]
se había sumergido en las profundidades de la atmósfera solar y se estaba
desintegrando lentamente.
Pero la
sorpresa de aquel sistema no era el hipnotizador aspecto de Barin. Cuando la Elcano giró sobre sí misma, apuntado la
proa en dirección contraria a la estrella, todos pudieron ver, extendida sobre el
plano orbital hasta perderse de vista por ambos lados, una tenue, finísima y centelleante línea. Nunca habían visto nada parecido en ningún sistema. La extraña
formación se encontraba en algún lugar entre la estrella y el primer planeta,
Marelan. Parecía una especie de fino anillo centelleante de diámetro colosal
dispuesto alrededor del sol. El telescopio de la nave tampoco pudo aclarar nada
pues, fuera lo que fuese aquello, estaba demasiado alejado y era demasiado estrecho para que el
instrumento pudiese mostrar detalles.
Así que
se acercaron a la extraña estructura usando el hipermotor para dar saltos
cortos, de unos diez millones de kilómetros. Tras salir del noveno salto, se
presentó ante ellos un espectáculo indescriptible. Algo que no olvidarían
durante el resto de su vida.
A menos
de trescientos mil kilómetros de su proa vieron una titánica estructura, muy
parecida a una red, formada por grandes nódulos conectados entre sí por gruesos
filamentos. El centelleo que habían observado desde las cercanías de Barin era
debido a la existencia de grandes estructuras cristalinas en los nódulos.
Éstos, de entre quinientos y mil metros de diámetro por unos cien metros de
espesor y de bordes dentados, no eran sólidos. Como pudieron comprobar, con el
telescopio y las sondas, su interior era como un laberinto de espinos, con
miles de “ramas” entrecruzadas erizadas de cristales. Algunos de ellos medían
hasta treinta metros de longitud, pero ninguno rebasaba el metro de diámetro.
Aunque lo
que más les llamó la atención fue que los cristales estaban inequívocamente
teñidos de verde… y que se movían.
Los
gruesos y largos segmentos tubulares que unían los nódulos tenían, invariablemente,
una longitud de casi cinco kilómetros. De cada nódulo salían entre cinco y ocho
de aquellos “puntales”, dispuestos de forma radial en su perímetro. El aspecto
en conjunto recordaba a una gigantesca creosota, una planta rastrera terrícola
extinta, extendida en una gran llanura, con largas raíces uniendo cada una de
sus flores. De hecho, cada nódulo tenía un sorprendente parecido con una flor
de muchos pétalos.
Las
dimensiones de aquella red colosal excedían a cualquier otra cosa que hubiesen
visto o imaginado nunca. Rodeaba por completo a la estrella, en una órbita de
noventa millones de kilómetros de radio. Su grosor era de unos cinco
kilómetros, pues los nódulos no estaban alineados entre sí, sino formando una
malla tridimensional con los segmentos de conexión en un ángulo de cuarenta y
cinco grados. Aquella distribución hacía que la red, millones de veces más
larga que gruesa, tuviese una gran solidez y se mantuviese íntegra mientras
orbitaba pausadamente alrededor de la estrella, soportando la interferencia
gravitatoria de Marelan. En cuanto a su altura, que no era constante porque
parecía que la gigantesca estructura seguía creciendo lentamente hacia arriba y
hacia abajo, medía cerca de cien kilómetros.
También
pudieron observar que había centenares de miles de criaturas, de distintas
especies y tamaños, pululando por la red o volando cerca de ella. Unas, dotadas
de patas articuladas, se alimentaban de estructuras muertas de la red (supusieron que estaban "muertas" por su color amarronado, que contrastaba claramente con el verde intenso de las partes "vivas"). Otras
cazaban. Unas cuantas volaban por allí, pero no lograron saber qué hacían. Y
los nódulos, lejos de estar tomando el sol, inmóviles, poseían filamentos que
disparaban contra todo lo que pasaba demasiado cerca y lo arrastraban al
interior, supuestamente para alimentarse. Aquello lo pudieron comprobar menos
de dos horas después de llegar, pues perdieron una sonda cuando trataban de
investigar un nódulo de cerca. Desde aquel momento, se mantuvieron a prudente
distancia de la red.
Salvando
las distancias y las gigantescas dimensiones, aquella superred se asemejaba
vagamente a un vasto arrecife coralino.
Estudiar
y documentar mínimamente el tamaño, las características y la fauna de la red,
así como tomar muestras y recopilar datos, los mantuvo ocupados durante más de tres
semanas. Una de las cosas que lograron averiguar fue que, de forma parecida a
los arrecifes coralinos, la base de la estructura la formaban las paredes
celulares cristalinas de varias especies de bacterias exóticas, sobre las que crecían en simbiosis
unas microscópicas criaturas pluricelulares aparentemente vegetales, a las que llamaron cosmólipos[3].
Ellas eran las responsables de la tonalidad verde de los cristales en cuyo interior hueco habitaban. Los cristales, a su vez, proporcionaban sustrato
a nuevas colonias de bacterias. Así, capa a capa, durante decenas de millones
de años, la red iba creciendo paulatinamente.
Según los
datos iniciales, la inmensa malla viviente tenía un volumen de quince billones de kilómetros cúbicos, el equivalente a trece planetas como la
Tierra. Pero después descubrieron que los nódulos, los cristales, los
filamentos y los segmentos de unión no eran macizos, sino que estaban
constituidos por grandes espacios llenos de gases, lo que reducía en unas diez
veces la cantidad de material. En total, la masa aproximada era de unos doce
cuatrillones de kilos, la masa de unas dos Tierras. Aún siendo
extraordinariamente ligera para su tamaño, la cantidad de materia era
abrumadora.
Quedó
claro que haría falta un estudio exhaustivo y a fondo para comprender la verdadera
naturaleza de aquella megaestructura, pues era un auténtico misterio de dónde
sacaban las bacterias y los cosmólipos el material necesario para crecer y
formar un “arrecife” de aquellas dimensiones.
Aquel
misterio estuvo dando vueltas por la cabeza de Mónica durante todo el rato que
estuvo en la sala, hasta que Kristy, la otra estudiante, llamó suavemente a la
puerta para preguntar cuánto quedaba para aterrizar.
—Pues no
lo sé, chica —respondió ella, dejando la tableta sobre la mesa y estirándose
exageradamente—. Espero que no tardemos mucho, porque estoy deseando salir de
aquí y ver a mi niña.
—Me
imagino… Pero no puedes negar que lo que hemos descubierto en Ninrud ha sido
extraordinario.
—¡Desde
luego! Tras encontrar al nelán pensé que nada más lograría sorprenderme... Y
mira tú por dónde encontramos algo que va más allá de lo que nadie podría
imaginar…
Kristy
iba a contestar cuando sonó un aviso en el puente. Era el panel de
comunicación. Mónica pulsó el botón.
—Elcano, aquí Control de Acceso D-9. Tienen
permiso para aterrizar. Bienvenidos a casa.
*
Tenía un pequeño nudo de
nerviosismo en la boca del estómago. Hacía meses que quería hablar con él.
Pero, por unas cosas o por otras, el tiempo había ido pasando y no le había
sido posible.
Por fin, allí estaba. Hacía cuatro
días que volvieron de Ninrud. No había perdido ni un minuto. Apenas los patines
de aterrizaje de la nave tocaron el suelo de D-9, ella ya estaba corriendo
hacia los elevadores, en dirección a su casa para abrazar a su hija.
Los demás se encargaron de las
tareas de atraque. Li, comprensivo, se ocupó de todo. Sonrió. Siempre podría
contar con él. Era algo que tenía muy claro y una de las cosas que más la
habían atraído de él cuando se enamoraron. La lealtad de su marido hacia su
familia jamás flaquearía, jamás vacilaría. Era una constante inmutable en un
universo de caos.
Los cuatro días los había pasado
pegada a Alexia. No se separó de ella ni un solo segundo, excepto para aquello
que no tenía más remedio que hacer sola, claro. Si la niña hubiese sido algo
mayor habría acabado agobiada de tantas atenciones, besos, abrazos y caricias.
Pero, como bebé que era, no le importó lo más mínimo. Y, si le importó, tampoco es que pudiera protestar…
Se alisó la ropa, se colocó un
mechón rebelde detrás de la oreja y llamó suavemente. La puerta se abrió
inmediatamente y Mónica entró en el despacho de Stuart Anand, uno de los dos
responsables de la Unidad de Análisis Génico, del Servicio Médico de la
Colonia. Stuart era un hombre de cuarenta y dos años, que se conservaba en
plena forma. Mostraba unas incipientes entradas en las sienes, pero tenía muy
pocos cabellos blancos, quizá debido a su ascendencia medio hindú. Usaba unas gafas de montura al aire, porque las
lentillas lo incomodaban y no tenía tiempo para operarse con el láser. Siempre
estaba ocupado por su responsabilidad en la Unidad de Análisis.
No era muy alto, apenas un poco más
que Mónica. Siempre se movía rápido, con movimientos cortos y algo repentinos,
pues tenía una personalidad un poco nerviosa. Pero era un profesional brillante,
meticuloso y muy valorado entre sus compañeros.
La amistad entre ellos había nacido
a raíz del incidente del Deyanira. Él
era el jefe del equipo médico que la atendió en Enolén tras el rescate, mientras ella se recuperaba de las graves lesiones sufridas. Se mantuvo en todo momento pendiente de la joven, velándola junto a
Li. Cuando despertó del coma, pasaron largas veladas charlando y se forjó entre
ellos una entrañable relación. Dos años después a Stuart le dieron el cargo que
ocupaba en la actualidad. Pero la amistad no se perdió y se reunían siempre que
podían.
En la situación que afrontaba la
Humanidad en Deméter, en aquellos días de futuro incierto, la gente trataba de
forjar muchas y muy buenas amistades porque, al final, era lo único sólido a lo
que aferrarse ante las dificultades.
Al verla entrar, Stuart se levantó
rápidamente y le señaló las dos cómodas sillas que había frente a su mesa,
sonriendo.
—¡Hola, Mónica! —saludó, alegre—
¿Tan ocupada has estado que no has podido visitar a tu viejo amigo?
—Ni te lo imaginas, Stu. No puedes
llegar, ni de lejos, a imaginar todo lo que he visto y vivido en estos últimos
cuatro meses. ¿Cómo estás?
—Como siempre, ya ves. Muy liado,
como tú —rió sinceramente.
—Esto es un no parar, la verdad.
Antes teníamos trabajo… pero desde que encontramos al nelán, esto ha sido una
maratón.
—¿Y bien? ¿Habéis encontrado algo
interesante?
—¿Interesante, dices? Increíble,
impresionante, inimaginable… mágico me atrevería a decir.
—Vaya… pues entonces me vas a tener
que poner al día con unas cervezas[4] que
tengo guardadas para ocasiones especiales.
—Cuando quieras. Estaré encantada.
—Entonces de acuerdo.
Stuart se quedó un momento en
silencio, con los dedos entrelazados sobre la mesa y desvió la mirada un
instante. Su semblante cambió de repente, como si la alegría de antes no fuese
apropiada para lo que tenía que decir. Parecía que estaba tratando de buscar
las palabras para explicarle a su amiga lo que había descubierto. Un escalofrío
de aprensión recorrió la espina dorsal de la joven.
—¿Qué le pasa a Alexia? —soltó a
bocajarro. No le gustaban los rodeos ni las medias tintas. Él se removió,
incómodo. Pero había un brillo extraño en su mirada. Algo que Mónica no supo
definir.
—Pues… Pasar, lo que se dice pasar,
no parece que le pase nada. Pero me he encontrado con algo en su sangre, en sus
células, que jamás, por mucho que me lo hubiesen jurado, habría creído posible.
—¿Qué has encontrado? —preguntó
ella, con un hilo de voz.
—No te pongas nerviosa ni saques
conclusiones precipitadas —la tranquilizó, alzando las manos—. No hay ninguna
evidencia de que le esté causando ni le vaya a causar problemas. Sólo es algo…
insólito… desconocido en toda la historia de la Medicina.
—¡Coño, Stu! Si esa es tu forma de
tranquilizarme… —Estaba a punto de perder el control.
—No te exasperes. Tú escúchame y
tranquilízate. Ahora mismo te lo explico todo. Llevo cuatro días preparándome
para contarte esto, así que ten paciencia.
Ella, por toda respuesta, hizo un
gesto de impotencia. Stuart cogió un mando a distancia, oscureció un poco las
luces y activó la gran pantalla que había en la pared de la derecha.
—Veamos —dijo, volviéndose hacia
ella antes de que apareciese ninguna imagen—. En el núcleo de todas las células
vivas se encuentra la información hereditaria, codificada por los genes de la
cadena de ADN. Como sin duda sabrás, esa información se encuentra agrupada en
varias estructuras, los cromosomas. Cada criatura tiene un par de cada
cromosoma, heredados del padre y de la madre. Al menos, las de reproducción
sexual. ¿Me sigues? —Mónica asintió. —Bien. Los humanos tenemos cuarenta y seis
cromosomas, es decir, veintitrés parejas —Mónica volvió a asentir, pero esta
vez más lentamente y con desconfianza en la mirada.
—Pues… el caso es que… Alexia tiene
cuarenta y siete cromosomas…
—¿Qué? ¿Cuarenta y siete? O sea,
que sufre una trisomía[5], ¿no?
¿De cuál? El veintiuno no es, porque no tiene Síndrome de Down… ¿Qué tiene?
¿Triple X? —La joven se puso en lo peor. Las trisomías cromosómicas ocasionan
graves fallos orgánicos. Muchos embriones mueren o son abortados a causa de
ellas. Los que sobreviven, raramente pasan del primer año, excepto los
afectados por el Síndrome de Down, o los que poseen repeticiones del último par
de cromosomas, el sexual.
Stuart la miró, algo perplejo. Mónica
era una mujer inteligente y culta, pero no se esperaba que estuviese tan al día
de un tema tan específico. Se sintió orgulloso de ella.
—No, no, nada de eso. No me he
expresado bien. No he dicho que padezca una trisomía. He dicho que tiene
cuarenta y siete cromosomas, pero no que tenga ninguno repetido.
—Entonces…
—Tiene veintitrés pares, como todos
nosotros, y uno más suelto.
—No entiendo nada… ¿Y qué función
tiene ese cromosoma de más?
—Esa, querida amiga, es la pregunta
del millón. Mira, te lo enseñaré.
Pulsó la superficie táctil del
mando y la gran pantalla se iluminó. Aparecía una microfotografía del núcleo de
una célula, con los cromosomas, de distintos tamaños, ordenados por parejas. Veintitrés
en total.
—Ésta es una imagen de un núcleo
celular convencional. En este caso, es una célula mía. Como puedes ver,
cuarenta y seis, en parejas (que me costó varios intentos para que se emparejasen, pues suelen estar sueltos a su arbitrio en el núcleo y sólo se reúnen para las divisiones celulares).
—Ajá…
La imagen cambió. Era parecida a la
anterior, pero había una estructura extraña, a la derecha, algo apartada de los
demás cromosomas. Y no se parecía en nada a ellos. La imagen estaba un poco
borrosa en aquel extremo, pues estaba en el borde del punto focal del
microscopio que la había tomado. Tenía el aspecto de dos anillos cruzados,
perpendiculares el uno al otro.
—¿Es eso? ¿Esa cosa es un
cromosoma?
—Sí. La primera vez que lo vi no
supe qué pensar. Supuse que sería algo externo, un trozo de algo, una impureza
de la preparación, un virus… qué se yo. Pero lo encontré en más células,
siempre igual. Entonces decidí analizarlo, extraerlo… y ahí empezó lo raro.
—¿Lo raro?
—En efecto. No pude extraerlo.
Todas las técnicas que probé fallaron. “Eso” se volatiliza en cuanto intentas
acercarte. Es como si supiese que vas a por él. Sé que suena imposible, pero te
juro que me dio esa impresión. Deja que lo veas, que lo estudies superficialmente…
pero no permite el menor intento de manipulación. Es acercarte y… ¡zas! Se
vaporiza. Y no es una forma de hablar. Literalmente explota y se desintegra,
sin dejar rastro.
La cara de Mónica era el vivo
reflejo de la estupefacción.
—Créeme, sé cómo suena. No se lo he
explicado a nadie, todavía, porque no quiero que me pongan una camisa de
fuerza. Por eso grabé un video, para dejar constancia.
—¿Cómo sabes que es un cromosoma,
entonces?
—Porque, analizándolo a distancia
con métodos no invasivos, es incuestionable que está formado por ADN, que tiene
información genética. Aunque la estructura de la molécula es algo peculiar,
porque parece que tenga una capa atómica extra por encima de la doble hélice
normal… como si estuviese envuelta. Mira, te lo mostraré.
Tocó otra vez el mando y se puso en
marcha una corta secuencia de video, de unos dos minutos. En ella se veía un
instrumento acercándose al núcleo celular para atravesar la membrana y entrar a
por el extraño cromosoma. En efecto, la molécula de ADN parecía algo más gruesa
que en los otros. Y más lisa, como si algo la recubriese. En el momento en que
la punta del aparato de investigación perforó la pared del núcleo, el doble aro
rotó a enorme velocidad y se desintegró con un minúsculo destello.
Mónica jadeó de incredulidad cuando
vio aquello. Era una completa locura. “¿Qué
demonios hace eso en el interior de mi hija y de dónde ha salido?”, pensó.
—Necesito que me hagas un favor.
—Dime… —dijo ella con voz apagada.
De repente, parecía hundida, derrotada.
—Te voy a extraer sangre, para
hacer una prueba. En esa nevera hay una muestra de Li, de hace un tiempo. Tengo
una corazonada y me gustaría comprobarla. Pero no he querido hacer nada hasta
que estuvieses aquí. También querría que viniese Li, pero hoy no podía,
¿verdad?
—No, no podía… Aunque claro, de
haberlo sabido, habría dejado sus obligaciones. Pensábamos que era sólo un
informe rutinario.
—Je… Informe es… Pero de rutinario
no tiene nada…
—Ya veo. Venga, vamos a ello. Por
cierto… ¿qué corazonada es esa que dices que tienes?
—Ahora lo averiguaremos los dos.
Mónica se remangó la camisa. Stuart
cogió una pistola de muestras y la puso sobre la cara interior de su codo. El
aparato perforó automáticamente la vena con precisión y la botellita de cristal
de su parte superior empezó a llenarse de sangre oscura. El médico retiró el
artefacto y puso un apósito sobre el pinchazo. Mónica dobló el brazo, para que
se cortase la minúscula hemorragia.
Acto seguido, Stuart cogió un vial
lleno de sangre de la nevera. Vació unas gotas en una placa de cristal e hizo
lo mismo con la sangre de Mónica. Introdujo las dos placas en un microscopio
computarizado y buscó. Al momento encontró dos glóbulos blancos, uno en cada
placa. Unas nanosondas médicas, programadas para inmovilizar células libres,
atraparon a los dos glóbulos siguiendo las órdenes que Stuart le daba al
ordenador. Las células defensivas, ante el ataque, se retorcieron tratando de
aniquilar aquellos cuerpos extraños. Pero no tenían nada que hacer contra las
microscópicas máquinas. Apenas un par de segundos después estaban completamente
inmovilizadas contra el fondo de la placa de cristal. En la pantalla de la
pared se veía todo el procedimiento, para que Mónica pudiese observar también
qué sucedía.
El médico cambió el aumento y el
instrumento escrutó la intimidad del núcleo de los dos glóbulos blancos. Tardó
unos momentos en conseguir una imagen clara de las dos placas.
Los dos enmudecieron.
Tanto en la célula de Li como en la
de ella había un minúsculo anillo solitario junto a los demás cromosomas.
—Vaya —logró articular Stuart por
fin—. Al parecer, me había equivocado en mis conclusiones iniciales...
Mónica no salía de su asombro. No
pudo decir nada en absoluto.
—Alexia no tiene cuarenta y siete
cromosomas… Tiene cuarenta y ocho… veinticuatro parejas.
*
Para ellos, aquella semana
transcurrió como si no hubiese existido. Ambos estuvieron sumidos en una
especie de trance hipnótico, del que recordaban retazos casi inconexos.
Pruebas, experimentos, visitas al
laboratorio de Stuart, interminables horas de teorías, discusiones…
Lo único que sacaron en claro fue
que aquellas extrañas estructuras que tenían los tres en sus células no
parecían hacer nada en especial. Ni bueno ni malo. Simplemente estaban allí,
inactivas… como esperando algo.
El extraño cromosoma-anillo fue
muchísimo más sorprendente de lo que habían esperado.
Cuando una célula se divide, las
parejas de cromosomas se separan y cada célula hija se lleva la mitad, que
inmediatamente se copian para que cada una tenga su carga genética completa.
Pero el anillo no tenía pareja, por
lo que era un misterio cómo existía en todas las células de sus cuerpos… hasta
que observaron una célula cultivada dividiéndose: el anillo se copiaba a sí mismo.
En el caso del doble anillo de
Alexia, ocurría lo mismo. El par no se separaba, sino que creaba una copia
idéntica de sí mismo, desde dentro del doble anillo y sin que fuese posible ver el proceso, y cada una se ubicaba junto a los demás cromosomas.
Si no estuviesen seguros de que
aquello estaba hecho de ADN, habrían jurado que se trataba de algún tipo de
nanomáquina, como las que su propia tecnología usaba de forma habitual.
Trataron por todos los medios de
conseguir que el insólito cromosoma reaccionase de algún modo a cualquier
estímulo. Excepto su inmediata aniquilación al intentar traspasar la membrana
nuclear, nunca mostró la menor actividad.
Stuart hizo prometer a todo su
equipo que aquella información se mantendría en secreto hasta que llegase el
momento. La niña era muy pequeña para convertirse en el objeto de estudio de un
montón de científicos. No haría pasar aquel mal trago a sus amigos por nada del
mundo. Lo que hubiese que hacer, lo harían sólo ellos, las personas de
confianza de su Departamento.
Programaron varias nanosondas
especialmente diseñadas para la ocasión. Inyectadas en los cuerpos de Mónica,
Li y Alexia, su tarea consistiría en monitorizar constantemente durante el
tiempo que hiciese falta, los “cromanillos”, como los habían bautizado
provisionalmente. Dado su insólito comportamiento, pensaron que a lo mejor sólo
funcionaban o hacían algo cuando formaban parte de un organismo, ya que fuera
de éste se mantenían completamente inactivos.
También realizaron una discreta
campaña de toma de muestras de toda la gente de la Colonia y de todos los
vianhios que pudieron, además de los animales y las plantas, en busca del
esquivo anillo.
Los resultados tardarían semanas o
meses, pues solo en la Colonia había más de cuatro millones de habitantes.
*
—No me
explico cómo nadie se había dado cuenta antes de la existencia de eso, teniendo
en cuenta que siempre nos estamos haciendo controles genéticos —se preguntó Li.
Había ido a ver a Stuart para charlar un rato de cómo iba la investigación.
—Yo me lo
encontré por casualidad. Quedaba casi fuera del foco del microscopio y apenas
era visible. Como no se desenrolla, al contrario que el resto de cromosomas, no
aparece en los cultivos de ADN. No consta en ningún sitio. La capa molecular
que lo recubre lo hace casi invisible y pasa desapercibido en la mayoría de frecuencias
electromagnéticas —contestó Stuart.
—Curioso,
cuando menos…
—Sí, la
verdad. Sólo he conseguido verlo con este microscopio de barrido multionda. Es
un modelo extraordinariamente sensible, que funciona en un enorme rango de
longitudes de onda. Lo último en tecnología, a años luz de cualquier otro que
hubiese existido en la Tierra y cuatro veces más sensible y preciso que el
mejor que haya habido en la Colonia.
—No me lo
digas: Max y los suyos… ¿a que sí?
—Pues sí
—sonrió—. Esa panda de frikis crea unas máquinas y unos instrumentos increíbles.
Mira Li, si no hubiese sido por este aparato, no lo hubiese visto jamás. El
análisis de la niña habría salido normal y fin de la historia. Nunca habríamos
sabido nada del cromanillo ni de sus propiedades.
—¿Cuánto
hace que tienes ese instrumento?
—Dos
meses. ¿Por algo en especial?
—No… no
es nada. Sólo que… bah, es igual…
—No,
hombre. Dime.
—Es que…
estaba pensando… Creerás que estoy tonto o algo… pero me parecen ya muchas
casualidades…
—No veo a
qué te refieres…
—Hace
cuatro meses que encontramos al nelán. Hace cuatro meses que nació Alexia, cuyo
parto se adelantó tres semanas. Por unas cosas o por otras, no la pudimos traer
a hacer los análisis hasta hace dos meses… justo lo que hace que tienes ese
aparato que, como tú mismo has dicho, es lo más avanzado que se ha construido
nunca, y sin el que no habrías detectado el cromanillo.
“De haber
nacido Alexia en la Colonia, en su momento, en lugar de hacerlo en la Elcano, le habrías realizado un análisis
rutinario y punto. Te lo has tomado más en serio porque la niña nació el
espacio y porque habían pasado dos meses y pico desde que vino al mundo.
Querías estar seguro, ¿verdad?
—Pues sí.
Le hice un estudio más exhaustivo de lo habitual por eso, por haber nacido en
la nave y llevar tantos días en el espacio. Generalmente hacemos cultivos de
ADN, pero no miramos la distribución y aspecto de los cromosomas. Aunque, ahora
que lo dices… fue algo… curioso.
—¿Por?
—Bueno,
aún en análisis exhaustivos, tampoco
miramos los cromosomas. Eso sólo se hace en investigación base o cuando hay
evidentes taras genéticas. Pero hacía dos semanas que tenía el nuevo
microscopio y, por alguna razón, no había podido estrenarlo en serio. Siempre
me salía algo que me impedía dedicarle un rato… excepto el día que Mónica trajo
la muestra. Ese día no tuve nada, fue anormalmente tranquilo.
“Tras
hacerle las pruebas convencionales, le hice otra tanda más a fondo. Una de las
placas se me resbaló de la mano (a mí, imagínate) y fue a parar sobre la
bandeja de muestras del aparato, sin romperse. Me quedé parado un momento y
luego me dije que qué demonios, que era tan buena ocasión como cualquier otra
para probar el poder de mi nuevo chisme.
“Así que
estuve jugando un rato con él, observando varias estructuras celulares, hasta
que llegué al núcleo. Allí vi algo raro y me pasé casi dos horas tratando de
enfocarlo, probando cientos de longitudes de onda, en luz visible, en
ultravioleta, rayos X... El resto ya lo conoces.
—¿Comprendes
ahora porqué me empiezan a inquietar tantas casualidades?
Stuart se
mantuvo en silencio unos segundos, serio, mirando a Li a los ojos. Como si sopesase
sus palabras. Por un instante pareció dar crédito a aquella aparente cadena de
acontecimientos casuales. Pero su mente de científico, impermeable a cualquier
cosa que sonase a superstición, se impuso y desechó la idea. Le puso la mano en
el hombro a su amigo.
—Venga,
va. No te preocupes. Por mucho que pueda parecer que todo esto tiene relación,
no es más que una serie de acontecimientos al azar que parecen conectados. No
es más que una apreciación subjetiva, producida por nuestro inherente sesgo de confirmación. Seguro que en todos estos días han pasado
cosas más importantes a las que no has prestado atención porque no te afectaban
directamente.
—Puede
que tengas razón, pero no puedo evitar sentir un cierto desasosiego por todo
esto.
—Vamos a
dejarlo un rato, que casi es la hora de comer, y verás cómo después ves las
cosas de otra manera.
—De
acuerdo. Vamos.
En ese
momento entró en la oficina del laboratorio Jessica, una de las investigadoras
del equipo de Stuart. Venía tan rápido que casi chocan en la puerta. La chica,
nerviosa y pálida, pidió disculpas apresuradamente y entregó una tableta al
médico.
Esta vez
fue Stuart quien se quedó lívido.
Li lo
miró, sin comprender. Su amigo no levantó la mirada de la pantalla de la
tableta. Fue Jessica quien le aclaró la razón de su nerviosismo y su turbación.
—El
nelán… Es el nelán… También lo tiene, Li. También tiene… “eso” en sus células.
Un solo anillo, como tú y Mónica.
*
Se había
promovido un concurso con varias eliminatorias para bautizar la especie del
animal, porque el nombre de nelán no le servía. Como se descubrió más tarde,
aquella palabra vianhia designaba a todos los seres espaciales, no a una
especie en concreto. A causa del gran número de criaturas distintas que se
había encontrado, el Consejo decidió someterlo al criterio de todos los habitantes
de la Confederación.
Participaron
decenas de miles de personas de todos los mundos. Durante una semana, el banco
de datos encargado de ello recibió más de tres millones de sugerencias. Tras
las sucesivas eliminatorias, que ocuparon a cincuenta personas, doce horas
diarias durante tres semanas, quedaron cuatro finalistas.
Los elegidos fueron: Oberón, Narvelar, Dragón Espacial y Titán. La
final se decidió por votación popular. Narvelar (contracción de Narval, por el
colmillo y Estelar, por el ambiente) y Oberón estuvieron muy igualados durante
toda la votación. Al final, y por un ajustadísimo margen, se eligió al último
como denominación para la especie. Según la mitología celta y medieval, aquel
era el nombre del Rey de las Hadas, y marido de Titania. Oberón y Titania
también eran nombres de dos satélites del planeta Urano, en el Sistema Solar. Como
anécdota cabe reseñar que fue Catherine Branighan, apasionada por la mitología,
quien primero sugirió el término elegido.
Al mismo
tiempo, el concurso también buscaba un nombre para el animal de la Bóveda
Diecinueve. Por aplastante mayoría, Fénix
ganó. Un nombre muy adecuado, a tenor del estado en que se encontró al oberón y
los avances que se estaban haciendo en su recuperación.
Para los
científicos, sobre todo aquellos interesados en la biología, el creciente
número de especies espaciales también supuso un increíble estímulo.
Hasta ese momento la típica clasificación taxonómica superior (Dominio y Reino) usada en la Tierra, sorprendentemente también era válida para Vian'har, Megger, Jurhan y lo poco que se había podido muestrear en Nader. Aún con los grandes cambios bioquímicos particulares de cada biosfera, la clasificación de sus seres vivos parecía ser bastante similar en todas ellas.
Así, los seres vivos parecían distribuirse a nivel de Dominio en todos los mundos conocidos también en Procariotas (Arqueas y Bacterias) y Eucariotas (células con núcleo verdadero). Y en el siguiente nivel, el de Reino, seguía siendo igual la división en cinco categorías de los Eucariotas, con pequeñas variaciones particulares en cada biosfera: Moneras, Protistas, Plantas, Hongos y Animales. En algunos casos las fronteras entre unos y otros eran algo difusas, pero en líneas generales se mantenía idéntica.
A nivel de Filum, la siguiente categoría, sí que había notables variaciones, aunque de los nueve filos de mayor éxito en la Tierra, al menos siete existían en los otros mundos. Por ejemplo, en Vian'har no existían los Moluscos ni los Equinodermos, y en Nader no existían los Artrópodos. En cambio, existían otros filos mayoritarios que en la Tierra nunca se habían dado. En los filos minoritarios era dónde existían las mayores diferencias.
En el caso de las Divisiones del Reino Vegetal y Fungi de los distintos mundos de la Confederación, las diferencias eran mucho más acusadas respecto de las Divisiones en la Tierra. Y en los unicelulares, era casi imposible encontrar similitudes con la biosfera terrestre, más allá de ciertas generalidades.
Pero la aparición de los ecosistemas espaciales había cambiado todo: las criaturas espaciales compartían características de varios reinos (por ejemplo, células híbridas entre animal y vegetal, o autotrofía y heterotrofía simultánea), la Red Viviente de Ninrud no se sabía si era animal, vegetal, hongo, bacteria o todo a la vez, o nada de ello.
Así pues, por consenso entre toda la Confederación, los biólogos decidieron modificar la estructura de la clasificación taxonómica superior, añadiendo dos niveles más entre Dominio y Reino: el Continente, que dividía entre organismos Espaciales (Cosmicata) y Planetarios (Planetaria), y el Imperio, que dividía al Continente en Gaiane (para mundos con superficie sólida o líquida) y Joviane ( (por si, de algún modo, se encontraban criaturas en
planetas gaseosos sin superficie sólida, tipo Júpiter, como los imaginarios "flotantes" de Carl Sagan), en el caso del Imperio Planetaria, y en varias categorías abiertas aún sin resolver para el Imperio Cosmicata, de las cuáles destacaban Animaliamorpha para las criaturas espaciales y Plantaecrystalia para la Red Viviente de Ninrud.
Precisamente tras el descubrimiento de Ninrud, quedó claro que podían encontrarse con cualquier cosa imaginable allí
fuera, así que la clasificación se preparó para añadir en cualquier momento y en cualquier nivel, múltiples ramas más.
Y falta haría, porque nadie podía
prever en aquel momento la magnitud real de la variedad y diversidad de formas de vida exóticas que
iban a encontrar en los años venideros.
*
Sólo fue
un momento. Apenas había desviado la mirada unos segundos para comprobar unos
esquemas en la tableta. Alexia, que con diez meses cumplidos estaba a medio
camino entre gatear y andar, escapó unos momentos de la vigilancia de su madre.
La había llevado con ella aquel día, porque hacía semanas que la niña no veía a
Fénix y le gustaba muchísimo estar
cerca del animal. Y a Mónica le encantaba pasar cada segundo disponible con su
hija.
La niña pasó
inadvertida para todo el mundo. Nadie se percató de su presencia, porque
algunos aparatos la ocultaban. Nadie, excepto el oberón, que no le quitó el
ojo. Alexia se acercó al enorme ser, avanzando ágilmente a gatas, con una
sonrisa y sus hermosos ojos violetas brillando de curiosidad. Entró en el
perímetro en el que la gravedad artificial no estaba activa y se impulsó sin
querer con sus cortas piernecitas, flotando suavemente hacia el animal.
Sus
miradas se cruzaron. El tiempo pareció detenerse por un instante para ambos.
Fue como si se estableciese un vínculo entre las dos criaturas. Fénix,
con una delicadeza infinita, movió su aleta delantera y la cruzó en la
trayectoria de la niña, deteniéndola. La pequeña se agarró a la suave y cálida
piel metálica y miró fijamente el gran ojo turquesa. La espuma que recubría el
borde de la aleta evitó que la pequeña se pudiese lastimar con el terrible
filo, aunque el animal tuvo buen cuidado de mantener alejadas sus armas de la
niña.
“Qué criatura tan minúscula y frágil…”, pensó Fénix. Pero no se dejó engañar por su
delicado aspecto. Estaba rodeado por la prueba palpable de que los Pequeños, en
conjunto, no eran ni frágiles ni desvalidos.
En cuanto
Mónica se giró y no vio a la pequeña, paseó la mirada por el gran espacio. No
estaba preocupada, pues allí no le podía pasar nada a Alexia. Como mucho se
podía dar un golpe o caerse.
Entonces
la vio sobre el oberón y su corazón se aceleró. Por un instante temió que la
pudiese dañar. Pero desechó la idea en cuanto vio el comportamiento del animal
con la niña. Él, por su parte, percibió claramente la intranquilidad de los Pequeños
que lo rodeaban. Vio como Mónica se acercaba hasta el límite del perímetro de
ingravidez, con un leve destello de preocupación en la mirada, pero también con
confianza. Fénix movió de nuevo la aleta suavemente, depositando a la
niña en brazos de su madre. La joven lo miró agradecida y el oberón recogió su
extremidad.
Continuó allí,
inmóvil. ¿A dónde iba a ir con su cuerpo mutilado…? Pero no apartó su enorme
ojo de Alexia. Aquella pequeña cría tenía algo… algo especial. Pudo sentirlo en
el momento en que sus miradas se cruzaron. Una vaga sensación que se deslizaba
esquiva por su mente.
El
comunicador de Mónica emitió un sonido. Lo cogió y miró la pantalla. Era un
mensaje de Stuart.
“Se
ha activado, durante pocos segundos… ¿Qué habéis hecho?”
Mónica
tardó un instante en comprender.
“El cromanillo…”
Hacía
seis meses que las nanosondas habitaban sus cuerpos. Ya ni se acordaba de
ellas. Esa era la primera vez que detectaban actividad en el extraño cromosoma
anillado de sus células. La palabra “cromanillo” cada vez le sonaba peor.
Tendrían que idear otra.
Llamó a
Stuart y le explicó lo sucedido. El médico, vivamente sorprendido, la instó a
repetir la experiencia, siempre y cuando no pusiesen en peligro a Alexia.
—De acuerdo,
veré qué puedo hacer —dijo, no demasiado convencida.
—Gracias,
Mónica. ¡Por fin, una activación! ¡Estoy emocionado!
Ella
sonrió. Stuart parecía un niño ilusionado con un regalo. Él, tan serio y
profesional, nervioso como una colegiala… Impagable.
—¿Los de Fénix han reaccionado también?
—Preguntó.
—Déjame
ver… Pues mira, sí. Aunque de forma más leve, también han mostrado alguna
actividad.
—Curioso…
¿Y los míos?
—Esteee…
No, los tuyos están como siempre. Inactivos.
—O sea,
que ha sido por algo que ha ocurrido entre ellos dos.
—Sí, creo
que sí.
Mónica
miró hacia Fénix. ¿Qué había pasado
entre él y su hija para que se activasen brevemente los cromanillos? Al pensar
de nuevo en la palabra, sintió un escalofrío de aprensión. No, definitivamente,
no era un término adecuado…
—Está
bien, Stu. Mantenme informada, ¿vale?
—De
acuerdo… ¡Ah, por cierto! Antes de que se me olvide.
—¿Sí?
—Hemos
encontrado más cromanillos.
—¡Vaya!
¿Dónde? —Aquello la pilló por sorpresa.
—Aquí en
la Colonia hay cuatro humanos, cinco animales y dos plantas, de momento. Del
resto de la Confederación no tenemos muchas muestras, pero hemos identificado
seis en Vian’har, dos de ellas en personas. Otra en Jurhan. Y dos más en
muestras enviadas por nuestros compañeros de Enolén. Provienen de Naril, el tercer planeta. De Tiaril aún no
hemos recibido nada.
—Parece
que su presencia es muy baja. Esperaba que estuviese más extendido.
—Aquí, en
la Colonia, hemos verificado ya el ochenta por ciento de las muestras en estos
seis meses. Asumo que, como es natural, será imposible tomar tejidos de cada
una de las formas de vida que viven aquí. Aún así, entre los humanos al menos,
la presencia del cromanillo es de casi dos por millón. Muy, muy baja.
Mónica no
pudo aguantar más. La palabreja de marras la tenía de los nervios.
—Oye,
Stu. Tenemos que cambiar ese nombre. Contra más lo oigo, menos me gusta. Se me
ponen hasta los pelos de punta.
Stuart,
que no se esperaba aquella salida, se quedó un poco descolocado. Pero, al
pensarlo un momento, reconoció que ella tenía razón.
—Vale. Ya
pensaremos en algo.
—De
acuerdo, entonces. ¡Oye, te dejo, que se me escapa la niña otra vez! ¡Alexia,
ven aquí…! Te dejo, Stu. Luego hablamos.
¡Te he dicho que vengas aquí!
—Vale,
vale. No te preocupes—contestó él, divertido por el apuro de su amiga con la
pequeña.
Cerró el
comunicador y salió detrás de su hija, que volvía a irse camino de Fénix.
A partir
de aquel día, Mónica tomó la costumbre de hacer que su pequeña pasase un rato
con el animal cuando no había experimentos en curso, pese a las reticencias de
algunos miembros del equipo, preocupados por la seguridad de su hija. Reducían
la potencia de los generadores eléctricos por precaución y dejaban a la niña
flotando cerca de Fénix, con unos guantes débilmente magnetizados. Éste
la recogía con sus aletas haciendo gala de una delicadeza exquisita. El animal
sabía perfectamente que era una cría, y por ello la trataba siempre con sumo
cuidado. Alexia se divertía gateando sobre el lomo o por los costados del
oberón, tocando su extraordinaria piel metálica, explorando su gran corpachón o
jugando con todo aquello que le llamaba la atención. Su juego preferido era hacer
“caballitos”. Se situaba en el extremo de una aleta, se asía con toda su
fuerza, y Fénix la agitaba suavemente, lo que provocaba que la niña se
partiese de risa, mostrando sus dientecillos todavía emergentes con los ojos
brillantes de felicidad. El oberón no acababa de entender el significado de la
risa, pero le gustaba la emoción que la niña destilaba cuando lo hacía. Pasado
un rato, Mónica se acercaba flotando al lugar en que estuviese su hija y la
cogía, miraba al animal, sonriendo, y se alejaba con un suave impulso de sus
pies. Día a día, el tiempo que Alexia y Fénix pasaban juntos se iba
dilatando, hasta el extremo de que, en alguna ocasión, hubo que alejarla de él
para continuar con los trabajos de investigación, con el consiguiente enfado de
la niña.
*
Desde la
llegada del oberón a la Colonia habían pasado muchas cosas. Habían sido diez
meses de continuos descubrimientos, emociones y sorpresas.
Pero hubo
un día en que ocurrió algo que los dejó a todos estupefactos.
El día en
que descubrieron que Fénix era capaz de comunicarse usando un lenguaje.
*
Todo
había empezado como un juego inocente. Alexia dibujaba figuras en el aire con
un proyector holográfico, que le había regalado Luar unos días antes. La niña
movía la ligera “varita” de unos treinta centímetros de largo, agitándola
torpemente. Cada vez que pulsaba uno de los botones de su mango, una luz se encendía
en el extremo superior. Al mover el aparato, la luz quedaba suspendida en el
aire, formando dibujos, hasta que se hacían desaparecer con otra función. El proyector
permitía realizar dibujos muy precisos, pero la pequeña apenas tenía un año,
por lo que tan sólo trazaba garabatos y borrones. Mónica se acercó a su hija y,
cogiendo su mano con dulzura, le enseñó a dibujar algunas figuras geométricas:
un círculo, un triángulo, un cuadrado... La niña miraba lo que hacía su madre
con gran atención y con una preciosa sonrisa en su pequeña carita. Pero no era
la única que admiraba los luminosos trazos flotantes. Fénix también
observaba atentamente lo que hacían las dos humanas. Entendía nebulosamente que
estaban dibujando formas con aquella cosa extraña, algunas de las cuales pudo
identificar. Pero el cómo lo hacían era algo que quedaba completamente fuera de
su capacidad de comprensión.
Fue
Alexia la que, mirando a Fénix, se
dio cuenta del interés del animal. Lo señaló con el dedito y miró a su madre,
sonriente.
—Gut-ta—dijo,
con su aguda voz de bebé.
—Sí—contestó
cariñosamente Mónica—. A la nena le gusta Fénix.
Mamá ya lo sabe…
—No—replicó
Alexia, sacudiendo la cabeza—. Ennis
gut-ta lus.
Por un
instante, Mónica no entendió a qué se refería su hija. El lenguaje de los niños
pequeños podía ser tan complicado de comprender…
Pero
enseguida cayó en la cuenta.
“A Fénix le gusta la luz”
La joven
se puso de pié, con la niña en brazos. Cogió el proyector y lo movió realizando
amplios trazos, atenta a las reacciones del animal. Sorprendida, pudo constatar
que su Alexia tenía razón. Fénix
mostraba un vivo interés por los dibujos luminosos.
Con el
corazón palpitando de emoción, Mónica dejó a la niña en el suelo y trazó un
gran dibujo bidimensional de unos tres metros de longitud. Puso todo su empeño
en hacerlo lo más detallado y comprensible que pudo. Varias personas a su
alrededor dejaron lo que estaban haciendo y observaron intrigadas a la chica.
Había
realizado el dibujo en perpendicular al ojo del oberón, para que éste no viese
exactamente qué estaba representando. Pasados cinco minutos, cuando se
consideró satisfecha con el resultado, pulsó la función de movimiento 3D del
proyector. El dibujo giró noventa grados sobre su eje vertical y quedó expuesto
al animal.
Fénix miró atentamente. Apenas una
fracción de segundo después abrió mucho el ojo, al comprender lo que veía.
Mónica se
dio cuenta de su reacción. Inconscientemente, inclinó la cabeza a un lado, sin
dejar de mirarlo fijamente, fascinada por la inteligencia del animal.
“Y si…”, pensó de pronto. Sonrió. “Al inclinar la cabeza debo de haber tenido
un cortocircuito cerebral… Menuda idea se me acaba de ocurrir… Chica, tú estás
muy mal a veces”.
Sin
embargo, contra más vueltas le daba, más convencida estaba de la viabilidad de
su ocurrencia. Sólo había un medio para averiguarlo. Y sólo había alguien lo
suficientemente chalado para intentarlo.
“Max”
*
Era un
chico delgado y moreno, de ojos castaños y mirada franca y sencilla, que
siempre trataba de pasar desapercibido y hablaba con suavidad. Con veintidós
años, se sonrojaba profundamente cuando alguna mujer le dirigía la palabra.
Pero más aún si la mujer era Mónica Llanos. Ella era consciente del amor
platónico que el joven le profesaba y nunca hacía o decía nada que lo
avergonzase, pues era muy tímido.
Además,
sentía un inmenso aprecio y respeto por el joven genio de la tecnología. Junto
con otras cinco personas, formaban un excelente equipo de investigación e
innovación. De sus manos habían salido verdaderas joyas tecnológicas, fruto de interminables
horas de estudio y ensayo. Pasaban días buceando en los bancos de datos que los
vianhios salvaron tras expulsar de su mundo a los Amos. Con lo que encontraban
y con su inagotable capacidad inventiva, siempre sorprendían a todo el mundo
con sus creaciones.
Sin
embargo, y con diferencia, el más inteligente de todos ellos era Maximiliano
Andretti. Poseía un CI abrumador, casi al límite de la escala que medía la
inteligencia.
Toda la
introversión que mostraba en las relaciones sociales la canalizaba en una
capacidad asombrosa con la tecnología, pura genialidad. Mucha gente lo llamaba
“Leonardo Tecninchi”, en comparación con el famoso genio italiano, pero a él no
le hacía gracia. Los que lo conocían y lo respetaban, siempre lo llamaban Max.
No le
gustaba la gente (excepto Mónica, claro). Entre circuitos y maquinaria se sentía
cómodo, arropado por su ciencia. Cosas tangibles, que no criticaban, no se
burlaban y no tenían intenciones ocultas. Allí todo era sencillo, a veces
previsible. Dos más dos eran cuatro. Algo funcionaba o no funcionaba. Punto.
Haciendo gala de su genialidad de artista conseguía montar curiosos y útiles
artilugios a partir de la chatarra más insospechada.
Los
miembros del equipo, cuatro chicas y dos chicos, trabajaban en un gran
laboratorio, equipado con lo último y con acceso a toda la red informática de
la Colonia. Pero dos de las chicas y un chico también tenían a su disposición,
por haberlos solicitado, unos espacios privados, de más de cien metros
cuadrados, colindantes al laboratorio. Eran lugares a los que se retiraban para
relajarse, pensar, dormir, jugar… Eran sus santuarios. Los otros miembros no
habían querido espacios personales, porque había algo que absorbía su tiempo
libre y que les permitía disfrutar de todo aquello y más: parejas.
Mónica
caminó hacia la puerta del espacio privado de Max. El joven había aprovechado
aquel lugar para montarse un taller a su medida. Ella creía que aquello rayaba
la obsesión. En vez de construirse un retiro o un lugar en que alejarse por un
rato de las máquinas, había creado uno en el que sumergirse todavía más en su
pasión.
“En fin, si es así como se relaja…”
No se oía
nada al otro lado. Pero le constaba que estaba allí dentro, pues había
preguntado a uno de sus compañeros. Llamó suavemente. Se oyeron unos pasos
ligeros y la puerta se abrió, un poco. Cuando Max vio quién llamaba, se
sonrojó, pero una cálida sonrisa iluminó su cara.
—¡Hola,
Max!—saludó ella, alegremente—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Ho…
hola, Mónica—balbució él—. Me… me alegro mucho de verte. Sí que hacía tiempo, sí.
—Chico,
lo siento. Sabes que me encanta pasar a verte y charlar. Pero llevo una
temporada que no paro.
—Normal…
La niña, el oberón, los descubrimientos… No hay tiempo para tanto. Pero pasa,
por favor, pasa… —Se hizo a un lado, tímidamente. Además de sus compañeros y su
madre (era huérfano de padre y no tenía hermanos), ella era la única persona
con la que se sentía cómodo y con la que charlaba con cierta soltura.
—Gracias.
Mónica
entró en el atestado taller. Había decenas de aparatos extraños en diferentes
fases de construcción, marañas de cables, herramientas y demás cosas
inclasificables, repartidos por el suelo y varias mesas metálicas. Quedaba el
espacio justo para poder moverse. Aquel maremágnum de chismes aparentemente
desordenados estaba, sin embargo, distribus según un criterio lógico que
sólo Max comprendía.
A pesar
del volumen de objetos, todo estaba limpio. En la esquina izquierda, al fondo,
había un espacio despejado, como un oasis de paz en medio de aquel caos. Una
mesa de madera, dos sillas, una librería rinconera y un ficus enano era todo
cuanto había allí.
Max se
apresuró a ofrecerle una silla y le preguntó si quería tomar algo.
—Vale, de
acuerdo. Un refresco, por favor.
—¿Sucedáneo
artificial de naranja, de limón, de fresa...?
—¿Tienes
que ser siempre tan explícito? Así no habrá quien se quiera tomar nada. —Él
bajó la mirada, azorado. Pero ella rió de buena gana—. ¡Es broma hombre! Dame
uno de esos de limón venenoso, a ver qué tal…
El buen
humor y la espontaneidad de su amiga siempre le divertían, a pesar de su
manifiesta incapacidad para manejarse en las relaciones personales. Sonriendo
tímidamente, le acercó un envase y un vaso y se sacó para él uno con sabor a
fresa, su debilidad.
Charlaron
animadamente un rato. Al final, Mónica se decidió a explicarle la idea que se
le había ocurrido.
Max la
escuchó atentamente, con cierta expresión de incredulidad. Pero fue sólo un
espejismo, pues al instante siguiente su cerebro ya estaba funcionando a toda
máquina ante la dificultad de lo que su amiga le había pedido. Sonrió
abiertamente y sus ojos brillaron de entusiasmo: adoraba los desafíos. Y aquel
era de los más estimulantes. Algo hecho a su medida.
—Me
pondré a ello de inmediato. Pero necesitaré todos los datos que tengáis...
Todos absolutamente —dijo con voz queda.
—Gracias,
Max. Y no te preocupes. Te daré toda la información que tenemos. Si lo
consigues, es posible que hayamos dado un paso de gigante con él. —Miró su
reloj—. Uy, me tengo que ir. Tengo que recoger a Alexia.
Max, caballeroso,
se levantó y le retiró la silla. Mónica le dedicó una de sus cálidas sonrisas
y, por una vez, se atrevió a darle un abrazo amistoso. Él se puso rígido por un
momento, pero enseguida se relajó y le puso las manos en los hombros, casi sin
atreverse a tocarla. El olor de la chica lo embriagó.
—Muchas
gracias por todo Max. Siempre se puede contar contigo. Cualquier cosa que
necesites, no dudes en pedírmelo. Te quiero un montón, chaval…
—Ya… ya
lo sé, Mónica…—balbució. Se soltó educadamente y se alejó un paso. Ella temió
haber metido la pata. Se apresuró a disculparse.
—Espero
no haberte violentado con el abrazo. Sólo quería mostrarte mi aprecio y…
—No, no…
No me ha molestado en absoluto. No te preocupes… al contrario—se sonrojó y bajó
la mirada—. Ha… ha estado… muy bien.
Ella lo
miró, sonriendo suspicaz. Le dio un golpecito amistoso en el hombro, haciéndose
la escandalizada. Los dos se rieron de buena gana.
Max la
acompañó hasta la puerta y se la abrió amablemente. Mientras caminaba hacia la
salida sintió los ojos del joven recorriendo admirado su cuerpo en movimiento. Y tuvo
que reconocer que no le desagradaba la sensación...
*
Tardó
seis días. Pasó los tres primeros estudiando los datos, plantado delante de la
pantalla del ordenador. Sólo estaba allí, sentado, inmóvil. De vez en cuando
tomaba notas o realizaba algún boceto en una vieja libreta de papel, algo que
ya nadie utilizaba. Al cuarto día, Mónica le trajo el dispositivo que querían
modificar. Se lo hubiese dado al principio, pero él argumentó que hacía las
cosas según un orden que le era útil.
Ella no
acababa de entender muy bien aquel proceder, pero pronto tendría que admitir
que funcionaba, al menos con Max. Pasó todo el tiempo desmontando el aparato y
estudiando con detenimiento su funcionamiento íntimo, aunque ya había aprendido
muy bien la tecnología en que se basaba. Pero, dadas las especiales
características del encargo, y su compromiso con Mónica, quería conocer hasta
el último componente en sus más básicas características. Tras pasar todo el
cuarto día con el artilugio, se comió una inmensa fuente de macedonia de frutas
con chocolate[6],
bebió en abundancia, realizó sus funciones fisiológicas, se duchó y se acostó.
Al día siguiente se levantó y se puso manos a la obra.
Durante
los dos días siguientes trabajó sin descanso, completamente absorto en la
tarea. No comió. No durmió. No salió del taller. No se levantó ni una sola vez,
ni para ir al baño: orinaba a través de un conducto que desembocaba en un
recipiente hermético. Bebía agua a través de un delgado tubo de silicona
conectado a una garrafa de ocho litros, montada en un soporte colocado de tal
modo que tan sólo tenía que girar la cabeza levemente para llevarse el extremo
a los labios. En todo aquel tiempo no apartó sus ojos del banco de trabajo.
Mónica
pasaba de vez en cuando, preocupada por la intensa actividad a la que estaba
sometiéndose Max. Temía que pudiese pasarle algo. Pero, cada vez que se
acercaba a la puerta, el joven levantaba una mano y hacía la señal de “Ok” con
los dedos. A ella no le quedaba más remedio que darse media vuelta e irse a
pasear su preocupación a otro sitio.
Al sexto
día, Max llamó a Mónica al taller. Cuando la joven entró, vio a su amigo de
pie, de espaldas al banco, sonriente. Tras él se adivinaba un objeto grande
tapado con un plástico blanco. Mónica lo miró. Estaba pálido, con ojeras y con
el cabello revuelto. Tenía pinta de estar muy cansado. Sintió una punzada de
lástima. Cuando le pidió ayuda tan sólo quería eso, ayuda, no que se sometiese
a una tortura mental y física de aquel calibre. Max percibió la contrariedad en
la mirada de la muchacha y sonrió aún más, de manera tranquilizadora.
—“...al final del sexto día terminó su obra...”
—recitó el joven con solemnidad. No era religioso, pero le gustaba citar frases
célebres.
—Tienes
mala cara...
—No te
preocupes. Es mi manera de trabajar. Hace tiempo que lo descubrí. Si lo hago de
otra forma, tardo mucho más y el resultado requiere de muchas más
rectificaciones—explicó, sin dejar de sonreír—. Además, nunca estoy más de dos
días a toda máquina. Trabajo dos días, descanso uno, trabajo otros dos y así
sucesivamente. Ésta vez lo he conseguido en el primer ciclo... creo. En fin,
eso es todo. —Bajó los ojos. De repente se le veía tímido y contrito. Quedaba
claro que no le gustaba ni un ápice dar la menor sensación de prepotencia.
—Si tú lo
dices, te creeré. Aunque no podrás evitar que me preocupe. Me parece bien que a
ti te funcione, pero no creo que sea nada sano, ¿vale? —dijo ella, adoptando
una actitud maternalista.
—Leonardo
da Vinci dormía quince minutos cada cuatro horas y así mantenía un altísimo
nivel de productividad intelectual... Él se inventó su sistema… y yo el mío
—replicó Max con suavidad. Cuando hablaba sin dejarse dominar por la pasión, es
decir, prácticamente siempre, su voz era más similar al susurro de la brisa que
al habla humana.
—De
acuerdo. Pero ten cuidado. ¿Qué tienes ahí?
Por toda
respuesta, el joven se volvió, levantó el plástico y dejó a la vista un extraño
artefacto, del que colgaban algunas correas y cables. Cogió una pantalla táctil
de datos y la dejó encima. Miró de nuevo a su amiga, sonrió levemente y se
encaminó hacia la salida. Se iba a casa a descansar. Al llegar al umbral se
detuvo y giró apenas la cabeza.
—“... y viendo que todo lo creado estaba bien, al
séptimo día descansó.” Cierra cuando salgas, por favor.
Acto
seguido cruzó la puerta y se alejó hacia el elevador que llevaba a la Zona
Residencial.
Y allí se
quedó Mónica, sola, con los brazos en jarras ante el aparato y completamente
estupefacta. Se acercó al banco de trabajo y admiró la pieza. Cogió la pantalla
de datos, que funcionaba como un libro electrónico, y empezó a arrastrar el
dedo por la superficie táctil. Sonrió.
Eran las
instrucciones del emisor holográfico que Max había diseñado y adaptado para Fénix.
Al día
siguiente conectó el complejo artilugio a la aleta delantera, la que el animal usaba
con más precisión. También conectó los cuatro dispositivos redondeados que lo
acompañaban, cada uno con el tamaño y la forma de media naranja, a los cuatro
magtinos más cercanos a la aleta. Fénix
observaba con infinita curiosidad las maniobras de Mónica en su cuerpo. Sabía
que no le iba a hacer ningún daño, pero no entendía nada de lo que estaba
pasando. Cuando todo estuvo instalado, empezó el proceso.
Tardó un
par de días en enseñarle a usar el emisor holográfico de la aleta, provocando
cerca de él pulsos eléctricos con frecuencias definidas. Cada vez que ella
emitía uno, el dispositivo realizaba alguna acción predeterminada. Después,
Mónica repetía la acción con su propia varita a la vez que repetía la emisión
del mismo pulso. Tras repetirlo algunas veces, el animal comprendió cómo
funcionaba y empezó a imitar las frecuencias que recibía, con poca suerte al
principio. Pero enseguida consiguió reproducir las señales eléctricas con una
fidelidad notable. De ésa manera, lentamente, con gran paciencia, la joven y el
animal empezaron a comprenderse y a imitarse el uno al otro. El oberón demostró
ser mucho más hábil con el holoproyector de lo esperado inicialmente. Quedaba
de manifiesto la gran inteligencia de aquel ser, pues aprendió a usar el
aparato en apenas unos días. Al principio, Mónica se dedicó a dibujar motivos
geométricos sencillos que Fénix trataba de copiar. El equivalente de los
botones del mango de la varita eran los dispositivos acoplados a sus magtinos.
Luego movía la aleta delantera e imitaba lo que estaba viendo. Max estaba
pendiente de todo y realizaba algún ajuste de vez en cuando, para adaptar el
aparato al oberón de la manera más eficaz posible. Tras unos días de práctica cuando
quedó patente que el animal manejaba el proyector con habilidad, Mónica y Max
decidieron pasar a la siguiente fase.
Combinaron
reproducciones holográficas con dibujos sencillos realizados con la varita,
imitando lo que las imágenes más complejas mostraban. Por ejemplo, al lado de
un holograma de Mónica, ella dibujó un monigote sonriente con cabeza redonda,
pelo largo y cinco palos representando tronco, brazos y piernas. Tras dos
semanas de trabajo, Fénix pareció comprender lo que era una
representación estilizada de un objeto.
*
En los siguientes seis meses, los
humanos y el oberón aprendieron muchísimo los unos de los otros.
La capacidad intelectual del animal
era sorprendente. Y también era evidente que poseía autoconciencia. Era mucho
más inteligente que cualquier otra criatura conocida, a muy poca distancia de
los humanos. En general, le reconocían una inteligencia equivalente a un niño
de siete años, en cuanto a su capacidad de comprensión y razonamiento. Pero,
como animal que era, su instinto condicionaba su capacidad mental a la
supervivencia, no a conceptos abstractos y poco útiles en su ambiente.
Todo había cambiado fruto de su
interacción con los humanos. Sus habilidades innatas, en cuanto encontraron un
cauce de expresión, se desarrollaron en toda su magnitud.
Descubrieron que Fénix se comunicaba con un lenguaje basado
en transmisiones de radio. Gracias a los vianhios y a su capacidad empática,
también descubrieron que entre sus emisiones figuraban de manera destacada unas
relacionadas con sus emociones.
De
aquella manera, con paciencia infinita, dedicación e imaginación, entre unos y
otros lograron inventar un lenguaje desde cero, y la inteligencia del oberón
hizo el resto. Era similar al sistema de signos de los sordomudos que los
chimpancés en cautividad aprendían en la Tierra un siglo antes, pero modificado
para adaptarse a las características de Fénix. Era bastante más sencillo
que el lenguaje humano, pero más complejo de lo que ningún simio habría logrado
articular jamás. Además, se enriquecía con la capacidad que tenía el oberón
para emitir emociones. Y cada día que pasaba se ampliaba más.
*
Todos se
habían ido ya a dormir. Se había quedado con Fénix. Llevaba varias horas sentada en el suelo frente a él,
“hablando”. Sus capacidades de comunicación parecían no tener límite. Pensó
que, con el suficiente tiempo y dedicación, era perfectamente capaz de adquirir
un lenguaje tan rico y variado como el humano. Era más una sensación que una
certeza, pero cada día estaba más convencida de ello.
Había
llamado a Li, para que bajase con Alexia, si la niña no estaba dormida aún. En
aquel momento, por mucho que quisiese ir a casa, estaba tan absorta
comunicándose con su enorme amigo que no encontraba el momento de dejarlo. Max
(cómo no) le había preparado un dispositivo de antebrazo que traducía su habla,
convirtiéndola en modulaciones de radio del lenguaje del oberón. El ordenador
que llevaba incorporado convertía la voz de Mónica a una serie de señales
preestablecidas y así podían hablar entre ellos. También funcionaba al revés,
pero no demasiado bien. Las sutilezas de las transmisiones del animal y sus
emociones eran difíciles de interpretar para el dispositivo. Llevaban varias
semanas haciendo ajustes, programas y calibraciones. Aquella noche, parecía que
el último software instalado funcionaba bastante bien. Por eso no podía irse
aún.
Se
levantó y se estiró aparatosamente. La cómoda y holgada ropa que llevaba onduló
siguiendo sus movimientos. Aquello pareció llamar la atención de Fénix. Mónica cayó de pronto en la
cuenta. Él no sabía cómo eran en realidad los humanos.
Tuvo una
idea. Miró a su alrededor para asegurarse de que estaba sola. Caminó hasta
situarse ante el animal, lo miró a los ojos y empezó a desnudarse lentamente.
Cuando ya
estaba completamente desnuda. Puso sus brazos en cruz y dio una vuelta completa
sobre sí misma, lentamente, de manera que Fénix pudiese ver cada rincón
de su cuerpo. Una delicada y vaporosa luz multicolor se filtraba, a través de
la bóveda de cristal, desde la nebulosa y desde las estructuras artificiales
que flotaban allí fuera. Las luces interiores estaban apagadas. Sólo funcionaba
la iluminación de emergencia. La cúpula se encontraba en la parte nocturna del
asteroide, pues éste rotaba lentamente, dando una vuelta completa cada
veinticuatro horas. El oberón, por primera vez, pudo ver el aspecto real de
aquellas sorprendentes criaturas, capaces de realizar tantas cosas
extraordinarias. La joven caminó alrededor del animal, movió los brazos,
levantó su cabello y lo volvió a dejar caer, corrió y, por último, se puso a
bailar lentamente. Su bello cuerpo se movía con una gracia y una elegancia
felinas. Los músculos ondulaban bajo su piel de terciopelo, mientras su larga
melena negra se derramaba sobre sus hombros como ébano líquido. La chica
parecía flotar en el aire, moviéndose ligera y sensual
Li
llegaba en ése momento con Alexia. La pequeña llevaba varios días sin poder
dormir bien, así que decidió llevarla con él a ver a Mónica y a Fénix. Al entrar en la cúpula, se detuvo
en seco. Se encontraba a más de doscientos metros de ellos, pero pudo ver
claramente a su mujer desnuda frente al enorme ser, bailando. La expresión de
sorpresa que afloró a su rostro hubiera merecido constar en las crónicas
históricas para toda la eternidad. Caminó pausadamente hacia ellos, con la niña
sobre sus hombros.
Por un
instante, Mónica se sobresaltó al darse cuenta de que alguien se acercaba, pero
sonrió abiertamente cuando vio quiénes eran.
Li tuvo
que reconocer que muy pocas veces la había visto tan hermosa, tan
abrumadoramente bella.
Les hizo
señas para que se acercasen. Le dijo a él que se desnudase también y que
hiciese lo mismo con la niña. Al principio el hombre no reaccionó, pero después
comprendió qué pretendía su esposa.
Empezó a
desnudar a Alexia, con expresión entre divertida y sorprendida. Tras la niña,
se despojó él mismo de la ropa. Caminó hacia Mónica con la pequeña de la mano.
La temperatura dentro de la cúpula era muy agradable, así que no había ningún
problema para andar por allí sin ropa. Se reunieron los tres y se cogieron de
las manos, frente a Fénix. Éste pudo observarlos detenidamente. Mónica
cogió a Alexia y la abrazó contra su pecho, mirando al animal a los ojos. Luego
dejó a la niña en el suelo, que se quedó insólitamente quieta, observando
cuanto pasaba a su alrededor.
La joven
cogió el puntero luminoso de una mesa cercana y un mando táctil. Uno de los
holoproyectores cobró vida. Una gran imagen del oberón en tres dimensiones
apareció frente a ellos. Era un reciente escáner biológico. Transmitió varias
órdenes a través del mando y aparecieron también las imágenes tridimensionales
de tres humanos, dos adultos y una niña, junto a la suya. Las cuatro figuras no
estaban a escala, para poder apreciar los detalles. Con la ayuda del mando de
control, Mónica empezó a eliminar capas de las cuatro imágenes. Primero la
piel, luego los músculos, hasta que quedaron los órganos y el esqueleto. Luego
fue señalando cada órgano del oberón que tenía correspondencia con los órganos
humanos. El corazón, con sus rítmicos latidos, fue el que más atrajo la
atención del animal, que así pudo ir viendo las diferencias y similitudes entre
sus especies. Cuando señaló el pene de Fénix, vio en sus ojos que había
reconocido su miembro oculto, y también la sorpresa que eso le causó. Acto
seguido, señaló el aparato reproductor de Li en el holograma con el puntero y
en la realidad con el dedo.
Borró
momentáneamente su propia imagen y la de la niña, dejando las de los dos machos
juntas. De los intensos estudios de su ADN y de su biología se dedujo que su
especie se reproducía sexualmente, por fecundación interna y de forma vivípara.
Así que Mónica proyectó una imagen aproximada de lo que sería una hembra oberón
junto a la suya propia, borrando las dos anteriores, y marcó sus aparatos
reproductores. Dibujó una figura de un hombre, de una mujer y de una niña
pequeña. Cogió la de la niña, la redujo y la colocó dentro de su útero virtual.
Luego hizo lo mismo con un oberón pequeñito en la imagen de la hembra.
Fénix se
removió, con los ojos brillantes por la sorpresa. Lo había entendido. La
criatura musculosa, de facciones más angulosas y con más pelo era un macho,
como él. Y la otra, la de formas redondeadas, pelo largo y líneas suaves, una
hembra. Por supuesto, la más pequeña era su cría, aunque eso ya lo tenía claro.
Y se reproducían del mismo modo que su propia especie. A partir de aquel
instante, su forma de ver a los Pequeños cambió radicalmente. Como si fuesen
parientes lejanos.
Fue una
noche increíble que jamás olvidarían. Habían alcanzado una especie de comunión
entre ellos y el oberón. Mónica se sentía eufórica. Alexia se había contagiado
de las emociones de su madre y saltaba y corría por todas partes. En cuanto a Li,
nunca había visto a su esposa tan sensual, bella y viva como aquella noche.
Parecía una diosa milenaria. Tenía su esbelto cuerpo bailando desnudo grabado a
fuego en su memoria. Cuando volvieron a sus aposentos, y tras conseguir por fin
que la niña se durmiese, hicieron el amor hasta el amanecer, con un cariño y
una intensidad poco habituales.
*
Lo que la
pareja no sabía era que habían tenido dos inesperados espectadores todo el
tiempo que estuvieron con Fénix, aunque ninguno de los dos supo de la
presencia del otro mientras observaban al matrimonio. Mejor dicho, mientras
observaban a Mónica bailar. Uno lo hizo con sana admiración, extasiado por la gracia y belleza
de la mujer; al otro lo consumía el deseo, la lascivia y un feroz y viejo
resentimiento hacia Li.
[1]
Fotosfera: la capa visible más externa
de una estrella, la que se acostumbra a interpretar como su superficie. Hay más
capas por encima, como la cromosfera y la corona, pero son transparentes y
forman parte de la atmósfera estelar. (N. del A.)
[2]
Tipo
de cometas con perihelios muy cercanos, de menos de 100.000 km. sobre la
superficie solar. En su mayoría son fragmentos de cometas mayores que siguieron
la misma trayectoria y que, en sucesivas aproximaciones, se van partiendo hasta
desintegrarse por completo. El primero en definir las características de este
tipo de cometas fue Heinrich Kreutz en 1.888. También son conocidos como
Rasantes del Sol o Heliorasantes. Para más información: Cometas Kreutz (N. del A.)
[3] Los
pólipos son los minúsculos animalillos que crean los corales y los arrecifes
coralinos. Por ello, a los tripulantes de la Elcano se les ocurrió llamarlos pólipos cósmicos, cosmólipos, a
pesar de ser seres más parecidos a plantas que a animales. (N. del A.)
[4] Diez
años atrás, de forma fortuita, se encontró en una vieja maleta, que databa de
antes de la Catástrofe, un puñado de granos de cebada, en buen estado de
conservación. Tras varios cultivos, se logró producir bastante para elaborar
una cerveza rudimentaria, con aditivos que trataban de emular las
características del lúpulo y de la malta, aunque con resultados bastante
modestos. (N. del A.)
[5] La
trisomía cromosómica se produce cuando uno de los miembros de una pareja de
cromosomas está repetida. Una conocida trisomía se da cuando la pareja de
cromosomas número 21 es triple, lo cual causa el Síndrome de Down. Otras
trisomías causan Síndrome de Edwards, de Patau… En cuanto al último par, el
sexual o 23, hay varias peculiaridades. No acostumbran a causar graves
problemas a sus portadores (muchos pasan toda su vida sin saberlo y sin notar
ningún efecto en la salud), excepto la combinación XXY, que causa hipogonia, es
decir, genitales subdesarrollados. Hay hombres XYY y mujeres XXX. Son
físicamente normales , fértiles y de inteligencia en la media. Suelen ser algo
más altos que la media, con cierta dificultad de aprendizaje y adquisición del
lenguaje. (N. del A)
Excepcional la historia. Cada vez me atrapa más
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